Nelson Bond
¿A quién
enviaremos en busca de este nuevo mundo?
¿Quién nos
parecerá Suficiente?
Milton, Paraíso
Perdido
Wayne Crowder
se llamaba a sí mismo un hombre poderoso. Aquellos que le conocían mejor
(aunque no había nadie que le conociese verdaderamente bien) utilizaban
adjetivos hasta cierto punto lisonjeros para él. Era, según decían estas
personas, un hombre frío e implacable; un hombre de voluntad de hierro e
inflexible decisión; un hombre cuyo corazón corría, parejas con su mandíbula de
granito. No es que fuese astuto, inmoral o injusto. Solamente era duro. Un
hombre que quería las cosas a su manera... y las conseguía.
En una época
que ve más el naufragio que el triunfo de las fortunas, Crowder demostró su
habilidad y talento enriqueciéndose. Aun en estos días en que tan duro precio
hay que pagar por todo, un hombre atrevido y resuelto que no admite obstáculos
puede conseguirlo. Wayne Crowder lo consiguió. Patentó un sencillo artículo
doméstico de uso general, lo vendió a un precio irrisorio que hizo trizas a
todos los posibles competidores, y se convirtió en un multimillonario a pesar
de los astronómicos impuestos que tenía que pagar al Departamento de la Renta
Nacional. Se construyó un orgulloso rascacielos, en cuya cumbre instaló su
despacho particular. Vivía en las nubes, tanto en el sentido figurado como en
el verdadero. Sus empleados eran subordinados en el verdadero sentido de la
palabra.
Crowder
constituía el ejemplo final del hombre de negocios completamente desapasionado:
dueño de sí mismo, falto de amenidad, enérgico, astuto. Incluso aquellos
periódicos untuosos y caros que se dedican a adular a los ricos y a los
poderosos eran incapaces de hallar frases cordiales y lisonjeras cuando se
referían a Wayne Crowder. Sólo sabían llamarle un hombre de hielo, de piedra,
tinta y acero. Y en líneas generales, este juicio era exacto. Pero él les dio
una sorpresa.
Una tarde dijo
a su secretario:
- Reúna a mis
ingenieros.
Los ingenieros
tomaron asiento en actitud deferente ante la maciza mesa del jefe. Wayne
Crowder les dijo con laconismo:
- Señores...
quiero que me construyan una astronave.
Los ingenieros
le miraron y luego se miraron entre sí sin poder ocultar su extrañeza. El que
hacia las veces de portavoz de los reunidos carraspeó.
- ¿Una
astronave, señor Crowder?
- He resuelto -
dijo el millonario - ser el hombre que dará la navegación interplanetaria a la
Humanidad.
Uno de los
expertos dijo:
- Si usted lo
desea, señor, podemos trazar los planos de semejante nave. Eso no es difícil.
Los planos esenciales existen desde hace muchos años; la base de los mismos es
el submarino. Pero...
- ¿Qué?
- Pero el motor
que impulse a esta nave - dijo francamente el ingeniero - eso es lo que
nosotros no podemos darle. El hombre lo busca desde hace docenas de años, pero
la solución aún no se ha encontrado. Dicho en otras palabras: podemos construir
la astronave que usted pide, pero nos consideramos incapaces de levantar a
dicha nave de la superficie de la Tierra.
- Ustedes
tracen los planos de la nave - dijo Crowder - y yo me ocuparé de encontrar el
motor que les hace falta.
El primer
ingeniero preguntó:
- ¿Dónde?
A lo que
Crowder repuso.
- Pregunta muy
adecuada. He aquí mi respuesta: no lo sé. Pero en algún lugar de este mundo
existe el hombre que conoce ese secreto... y que me lo revelará si yo le
proporciono el dinero necesario para convertir su teoría en realidad.
Encontraré a ese hombre.
- Se verá usted
asediado por una turba de chiflados.
- Lo sé.
Ustedes deben ayudarme a separar el trigo de la cizalla. Pero todo aquel que se
presente con una idea prometedora, por fantástica que parezca, gozará de la
oportunidad de demostrar lo que es capaz de hacer.
- ¿Quiere usted
decir que está dispuesto a subvencionar sus experimentos? ¡Eso le costará una
fortuna!
- Tengo una
fortuna - dijo Crowder con brevedad -. Ahora, manos a la obra. Ustedes
constrúyanme la nave, y yo haré que se eleve.
Luego Wayne
Crowder convocó una conferencia de prensa. Aparecieron artículos
sensacionalistas, divertidos y bastante maliciosos. Los sindicatos
periodísticos se deleitaron ofreciendo al mundo los menores detalles de la
Locura de Crowder... Y la oferta que había hecho el magnate, de cien mil
dólares en efectivo, al hombre que hiciese posible que una nave se elevase de
nuestro planeta. Pero la historia llegó hasta los confines más recónditos del
globo y la oferta circuló en una docena de lenguas diferentes.
La predicción
de los ingenieros se cumplió al pie de la letra. Las oficinas de Crowder se
convirtieron en la Meca y el refugio de todos los chiflados de la Humanidad;
sus planos y modelos a escala abarrotaban los corredores, sus cartas
constituían un diluvio de tinta, que amenazaba sumergir al personal destinado a
clasificar, examinar y analizar todas las propuestas, pese a que dicho personal
se había duplicado. Crowder sólo recibía a aquellos pocos que conseguían pasar
la criba de sus Cancerberos. Despedía a la mayor parte de aquellos, si bien
conservaba a algunos, asignándoles un sueldo y poniéndolos a trabajar. Invirtió
una suma que hubiera servido para el rescate de un príncipe en la construcción
de nuevos laboratorios. Sus amplios terrenos de prueba se convirtieron en el
taller manicomial de una veintena de pretendidos conquistadores del espacio.
Así fueron
pasando las semanas; la astronave diseñada por los ingenieros dejó la mesa de
los delineantes para empezar a convertirse en realidad. Sin embargo, todavía
ninguno de los subvencionados había conseguido que demostrar que el motor que
él presentaba - ya fuese de vapor o explosión, de gas, atómico o de cualquier
otro combustible - sería capaz de levantar a aquel monstruo metálico de la
superficie de la Tierra. Se realizaron muchas pruebas, algunas cómicas, otras
trágicas. Pero todas terminaron en fracaso.
A pesar de
ello, Crowder seguía aferrado a su obsesión.
- Vendrá -
decía -. Con dinero y decisión se compra todo. Vendrá tarde o temprano.
Y resultó que
tenía razón. Un día se presentó en su despacho un individuo. Era un hombrecillo
insignificante. Aún lo parecía más en aquella inmensa estancia. Aparecía
empequeñecido en las vastas profundidades de una enorme butaca... Tenía los
ojos a la altura de la maciza mesa de despacho de Crowder. A diferencia de sus
predecesores, no llevaba una abultada cartera conteniendo planos, esquemas o
fórmulas. También difería de los demás en que no fanfarroneaba, ni se encogía o
se deshacía en adulaciones. Era un hombrecillo de aspecto agradable, de ojillos
y movimientos de pájaro, alerta y sonriente.
Se limitó a
decir:
- Me llamo
Wilkins. Puedo impulsar esa nave que usted desea.
- ¿De veras? -
dijo Crowder.
- Pero no
tendrá nada que ver con ese disparatado y enorme proyectil que están
construyendo sus ingenieros. Los cohetes constituyen un estúpido despilfarro de
tiempo. Mi motor requiere otro tipo de nave.
- ¿Dónde están
sus planos? - le preguntó Crowder.
- Aquí -
respondió el hombrecillo golpeándose la frente.
Crowder dijo
sin inmutarse:
- Mantengo a un
par de docenas de individuos que dicen lo mismo. Ninguno de ellos ha conseguido
nada. Que le hace a usted creer que su idea tendrá resultado?
- Los platillos
volantes replicó el hombre.
- ¿Eh?
- He penetrado
su secreto. Mi proyecto se basa en el principio que impulsa a esas naves. Y
éste no es otro que el electromagnetismo. La utilización de la fuerza de
gravedad. O la fuerza opuesta: la antigravedad.
- Muchísimas
gracias - dijo Crowder, levantándose -. Ahora, si usted me permite...
- ¡Espere
usted! - le ordenó el hombrecillo - Aún hay otra cosa. Esto.
Al tiempo que
pronunciaba estas palabras, sacó del bolsillo un objeto metálico del tamaño y
la forma de un cenicero. Suspendiéndolo sobre la mesa de Crowder... retiró la
mano. El objeto permaneció inmóvil en el aire. Crowder lo tocó. Notó un ligero
hormigueo en la yema de sus dedos, pero el objeto no cayó. Crowder sentóse de
nuevo lentamente.
- Me basta -
dijo -. ¿Qué necesita usted?
- Ya ha
establecido usted un precio muy bueno por mis servicios - dijo Wilkins -. Sólo
le pediré tres cosas más. Un taller en el que pueda construir un prototipo
basado en este modelo. La ayuda de mecánicos expertos. Y una respuesta.
Crowder enarcó
las cejas.
- ¿Una
respuesta?
- La respuesta
a una pregunta. ¿Por qué desea usted en tan gran manera construir esta nave?
- Porque amo el
poder - repuso francamente Crowder -. Porque soy ambicioso. Quiero ser el
primero en conquistar el espacio porque esto me hará más poderoso, más rico y
más fuerte que cualquier otro de mis semejantes. Yo seré el amo, no sólo de un
mundo, sino de todos los mundos.
- Sincera
respuesta, en verdad - observó Wilkins - si bien extraña.
- ¿Qué otra
podía darle?
- Yo puedo
darle otra - dijo el hombrecillo con expresión pensativa -. Yo quiero irme de
este planeta y dirigirme a cualquier otro lugar - a Marte, quizá -, porque
todavía existen por descubrir extrañas bellezas. Porque me aguardan crepúsculos
purpúreos sobre yermas soledades, mientras en el cielo nocturno tachonado de
estrellas el tenue y frío aire de un mundo moribundo se agita en inquietos
suspiros por los valles de los secos canales. Por que desde aquí su vivo y
lejano brillo en los cielos semeja un doloroso rubí clavado en mi corazón, y mi
alma desfallece de añoranza, anhelando poner la planta sobre otro mundo que aún
no haya sido pisado por el hombre.
Crowder le
atajó bruscamente:
- Es usted un
sentimental. Pero a mí sólo me interesa la lógica. No importa. Podemos trabajar
juntos. Mañana por la mañana tendrá usted el taller a punto.
Cuatro meses
más tarde, bajo la humeante colina de un crepúsculo otoñal, los dos hombres
estaban sentados de nuevo uno frente a otro. Aunque esta vez no se hallaban en
el rascacielos de Crowder, sino agazapados en la estrecha cabina de una pequeña
nave discoidal construida por los ingenieros de Crowder de acuerdo con los
planos de Wilkins. En el exterior, una ingente multitud se hallaba reunida para
presenciar el vuelo de prueba. El gentío se agitaba y murmuraba, en una espera
impaciente, mientras, en el interior de la cabina del disco, Wilkins instalaba
la última parte secreta cuya naturaleza no había revelado a los que le ayudaron
a construir su aparato.
El hombrecillo
empalmó un alambre, realizó un pequeño ajuste en otro lugar, mientras Crowder
lanzaba gruñidos de impaciencia.
- ¿Bien,
Wilkins? ¿A qué esperamos?
- No esperamos
nada. - Wilkins dejó sus herramientas se dirigió al borde exterior de la nave
de curiosa forma y levantó una pantalla metálica que le permitió contemplar el
terreno de pruebas -. Tal vez sea... sentimentalismo. El deseo de contemplar
una vez más las escenas familiares de la Tierra.
- ¡Déjese usted
de sensiblerías! - rezongó Crowder -. ¿O es que tiene miedo? ¿Tal vez ha
pensado que su invento no funcionará, después de todo?
- Funcionará.
- Entonces,
ponga el motor en marcha. Déjeme que oiga su rugido y note el arranque cuando
nos libremos de la gravedad terrestre para volar hacia el espacio exterior.
Cuando esto llegue, quizá yo también comparta su sentimentalismo.
El hombrecillo
cerró la escotilla y volvió a su sitio ante los mandos. Tocó una palanca y
accionó una llave. Sus manos se movían con ademán soñador sobre el tablero.
Crowder dijo con displicencia:
- Empiezo a
desconfiar de usted, Wilkins. Como esto resulte ser un fraude... ¿Cuándo vamos
a despegar? Usted dijo que lo haríamos a las cinco en punto, y ahora son... -
consultó su reloj - ...ahora son las cinco y dos minutos. ¿Bien? ¿Es que no nos
movemos?
- Ya nos
estamos moviendo - repuso Wilkins.
Levantó de
nuevo la pantalla que cubría la portilla. Crowder vio el negro aterciopelado
del espacio, salpicado con millares de estrellas arremolinadas. Bajo ellos la
Tierra retrocedía, semejante a un vagón de juguete... una moneda... una
luciérnaga.
- ¡Dios mío! -
exclamó Crowder, tratando de ponerse en pie -. ¡Dios mío, es verdad! ¡Lo ha
conseguido usted, Wilkins!
El hombrecillo
sonrió.
Crowder
experimentó un júbilo inenarrable. Por último aquel hombre frío y duro conoció
una emoción. Gritó en son de triunfo:
- ¡Entonces,
eso quiere decir que yo tenía razón! No hay nada que no se pueda comprar con
decisión y dinero. Prometí ser el primer hombre que conquistaría el espacio, y
he cumplido mi promesa. Es un triunfo del poder y de la ambición.
- Y del
sentimiento - dijo Wilkins.
- ¡Váyase usted
al diablo! Sus sueños y proyectos hubieran muerto antes de nacer, de no haber
sido por mí. Fui yo quien hizo esto posible, Wilkins; no lo olvide. Mi capital,
mi poderío, mi voluntad.
Contempló la
Tierra distante con ojos llameantes.
- Esto no es
más que el comienzo - dijo -. Construiremos un modelo mayor, capaz de contener
a un centenar de personas. Prepararemos la primera invasión de otro mundo.
Forjaré un nuevo imperio... en Marte. Regresemos ya, Wilkins.
- No - dijo
Wilkins -. Me parece que no.
- ¿Cómo? Hemos
demostrado que esta nave puede elevarse. Ahora volvamos y preparémonos para más
largas travesías.
- Nada de eso -
dijo el hombrecillo - Continuaremos adelante.
- ¿Qué
significa esto? - rugió Crowder -. ¿Se atreve usted a desafiarme? ¿Se ha vuelto
loco?
- No - dijo
Wilkins -. Sentimental.
Entonces se
quitó la chaqueta. Luego deshizo el nudo de su corbata y se despojó de la
camisa, los pantalones y los zapatos. Bajo sus ropas surgió otro atavío, unas
extrañas y brillantes vestiduras totalmente distintas a todo cuanto Crowder
había visto hasta entonces. Una tela rutilante, de apretada malla y de un tono
dorado, que subrayaba de un modo extraño las características no humanas de su
desmedrado físico. Dirigió una sonrisa a Crowder una sonrisa amistosa. Pero no
era la sonrisa de un ser nacido sobre la Tierra.
- Su dinero y
su ambición me han allanado el camino - observó el marciano -, pero el
sentimiento fue el factor vital que me hizo acudir a usted. Comprenda...
deseaba regresar a mi hogar.
FIN
Edición
elecrónica de Sadrac
Buenos Aires,
Junio de 2001