¿QUIÉN?
Traducción:
José María Cañas
© 1958 by Algis
Budrys
© 1961
Ediciones Cenit - Barcelona
Depósito legal
B.9665 - 1961
CAPITULO I
Era cerca de
medianoche. El viento soplaba del río, Gimiendo bajo los puentes de hierro
afiligranado, y las veletas en forma de gallo que había sobre los oscuros y
viejos edificios tenían la cabeza apuntada hacia el Norte.
El sargento de
la Policía Militar había alineado a sus hombres de la escuadra de recepción a
ambos lados de la calle empedrada. Bloqueando la calle había una puerta con
portillo de cemento y una barrera de madera a listas negras y blancas. Los
faros de los super-jeeps de la PM y los del sedán del Gobierno de las Naciones Aliadas
arrancaban destellos a los sólidos cascos contra motines de los hombres de la
escuadra. Sobre sus cabezas había un cartel de luces fluorescentes:
ABANDONAN LA
ZONA ALIADA
ENTRAN EN LA
ZONA SOVIÉTICA
En el aparcado
sedán, Shawn Rogers esperaba junto con un hombre del Ministerio de Asuntos
Exteriores del G.N.A. Rogers era jefe de seguridad de aquel sector del G.N.A.
para administrar el distrito fronterizo de la Europa Central. Esperaba
pacientemente, sus verdes ojos con expresión de melancolía en la oscuridad.
El
representante del Ministerio de Asuntos Exteriores miró su reloj de pulsera de
oro.
- Estarán aquí
con él dentro de un minuto... - Con la punta de los dedos tamborileó sobre la
cartera de negocios -. Si se ajustan a su plan.
- Vendrán
puntualmente - repuso Rogers -. Así es como proceden ellos. Lo han retenido
durante cuatro meses, pero ahora se presentarán puntualmente para demostrar su
buena fe.
A través del
parabrisas y sobre los hombros del silencioso conductor, miró hacia la entrada
con portillo. Los guardias foronterizos soviéticos que había al otro lado
-eslavos y rechonchos asiáticos con informes chaquetas acolchadas- se
esforzaban en hacer caso omiso de la escuadra aliada. Se hallaban agrupados en
torno al fuego que ardía en un bidón de gasolina delante de su cabaña a rayas
negras y blancas. Mantenían las manos extendidas sobre las llamas. Al hombro
llevaban sus metralletas de cañón protegido, y colgaban torpe y desmañadamente.
Hablaban y bromeaban, y ninguno se preocupaba de vigilar la frontera.
- Mírelos -
dijo avinagradamente el hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores -. No se
preocupan de lo que hacemos. No les importa que nos hayamos presentado aquí con
una escuadra armada.
El hombre del
Ministerio de Asuntos Exteriores era de Ginebra, que se encontraba a quinientos
kilómetros de distancia. Rogers llevaba ya siete años en aquel sector. Se
encogió de hombros.
- Todos somos
viejos conocidos. Hace ya cuarenta años que se encuentra aquí esta frontera.
Saben que no vamos a comenzar a disparar, y también nosotros sabemos que no van
a emplear las armas. No es aquí donde se libra la guerra.
Miró de nuevo a
los agrupados soviéticos, y recordó una canción que había oído años antes: «Da
el derecho a hablar al camarada con la metralleta». Se preguntó si, al otro
lado de la frontera, conocían ellos esa canción. Eran muchas las cosas
referentes al otro lado de la frontera que deseaba saber. Pero sus esperanzas
eran escasas.
La guerra se
libraba a través de los archivos de todo el mundo. Las armas eran la
información:
Las cosas que
uno sabía, las cosas que uno descubría sobre ellos, las cosas que ellos sabían
sobre ti. Las naciones aliadas enviaban agentes al otro lado de la frontera, o
bien hacía años que los tenían allí, y procedían con los medios a su
disposición.
No muchos de
esos agentes conseguían obtener abundante información. De forma que era preciso
reunir todos los informes que se recibían, esperando que no fuesen demasiado
erróneos, y al final, si uno era listo, sabía lo que los soviéticos iban a
hacer en su próxima maniobra.
También ellos
se habían infiltrado a este lado de la frontera. No muchos de sus agentes
conseguían grandes informaciones, o al menos uno podía estar razonablemente
seguro de que no las obtenían, pero al final, también ellos descubrían qué iban
a hacer las naciones aliadas en su próxima maniobra. De manera que ninguno de
los dos bandos hacía nada. Uno trataba de investigar en todas las direcciones y
cuando más profundamente se intentaba llegar, más difícil resultaba. A pequeña
distancia de ambos lados de la frontera habla algo de luz. Más allá, sólo
reinaba una oscura e impenetrable niebla. Pero uno tenla la esperanza de que
algún día se inclinaría en su favor.
El hombre del
Ministerio de Asuntos Exteriores trataba de sofocar su impaciencia hablando.
- ¿Por qué
diablos le dimos a Martino un laboratorio situado tan cerca de la frontera?
Rogers sacudió
la cabeza.
- No lo sé. Yo
no soy el encargado de las cuestiones estratégicas.
- Bien, ¿por
qué no conseguimos enviar un equipo de rescate justamente después de haberse
producido la explosión?
- Lo enviamos.
Sólo que el de ellos llegó primero. Se movieron más de prisa y por eso pudieron
llevárselo.
Se preguntó si
había sido una simple cuestión de suerte.
- ¿Por qué no
hemos podido arrancarlo de sus garras?
- Mis tácticas
no se desenvuelven en ese nivel. Sin embargo, supongo que nos hubiera procurado
complicaciones raptar de un hospital a un hombre gravemente herido.
- Y el hombre
era de nacionalidad americana. ¿Qué si hubiese muerto? Los equipos de la
propaganda soviética hubieran puesto manos a la obra para demoler a los
americanos, y al ser convocado el Congreso del G.N.A. ninguna de las naciones
aliadas se habría apresurado a aportar su parte para el presupuesto de los
siguientes años.
Rogers gruñó.
Esa era la clase de guerra que estaban librando.
- Creo que es
una situación ridícula. Un hombre importante como Martino se encuentra en sus
manos, y nosotros no podemos hacer nada. Es absurdo.
- En
situaciones así es en las que tienen ustedes que intervenir, ¿no?
El
representante del Ministerio de Asuntos Exteriores le dio otro giro a la
conversación.
- Me pregunto
cómo se lo está tomando. Tengo entendido que quedó en muy malas condiciones
después de la explosión.
- Bien, ahora
es un convaleciente.
- Me han dicho
que perdió un brazo. Pero supongo que ellos se habrán ocupado de eso. Son Muy
buenos en prótesis, ¿sabe? Ya allá por el mil novecientos cuarenta mantenían
vivas cabezas de perro con corazones mecánicos y cosas así.
- Hum.
«Un hombre
desaparece al otro lado de la frontera», estaba pensando Rogers, «y envías
agentes para que den con él. Poco a poco, empiezan a llegar los informes. Ha
muerto, dicen. Ha perdido un brazo, pero vive. Está moribundo. No sabemos dónde
se encuentra. Ha sido trasladado a Novoya Moskva. Se halla aquí mismo, en esta
ciudad, en un hospital. Al menos, tienen a alguien en un hospital de aquí. ¿En
qué hospital?»
Nadie lo sabía.
Y no había posibilidad de descubrir más. Lo que se sabía había sido pasado al
Ministerio de Asuntos Exteriores, y las negociaciones habían comenzado. Los de
este lado habían cerrado los puestos fronterizos. Los del otro bando casi
habían derribado un avión aliado. Los aliados habían aprisionado a algunos
barcos pesqueros. Y al final, no a causa de lo que habían hecho los de este
lado, sino por alguna razón que sólo ellos conocían, los del otro bando habían
dado su brazo a torcer.
Y durante todo
este tiempo, un hombre del bando aliado había permanecido en uno de sus
hospitales, roto y herido, esperando a que sus amigos hicieran algo por él.
- Circula el
rumor de que se hallaba a punto de acabar algo llamado K-Ochenta y ocho -
continuó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores -. Teníamos
orden de no ejercer demasiada presión, por temor a que se diesen cuenta de lo
muy importante que es. Pero naturalmente, era preciso que lo recuperáramos, de
forma que tampoco podíamos ser demasiado suaves. Un delicado asunto.
- Lo comprendo.
- ¿Cree usted
que han conseguido arrancarle el secreto del K-Ochenta y ocho?
- En su bando
tienen a un hombre llamado Azarín. Es muy diestro en esas cosas.
«¿Cómo puedo
saberlo yo hasta que no haya hablado con Martino? Pero Azarín es condenadamente
diestro. Y me pregunto si todos esos rumores no debieran ser evitados a toda
costa.»
Al otro lado de
la entrada con portillo dos faros resplandecieron, giraron hacia un lado y se
detuvieron. La portezuela trasera de un Tatra fue abierta bruscamente, y al
mismo tiempo uno de los guardias soviéticos se acercó a la entrada con portillo
y empujó la barrera. El sargento de la PM aliada dio una orden para que sus
hombres quedasen en posición de firmes.
Rogers y el
representante del Ministerio de Asuntos Exteriores descendieron de su coche.
Un hombre se
apeó del Tatra y se aproximó a la entrada con portillo. Vaciló en la línea
fronteriza y después caminó de prisa entre las dos filas de hombres de la PM.
- ¡Santo Dios!
- musitó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Las luces de
los faros arrancaron como una llovizna de reflejos azulados del hombre, que
acababa de cruzar la frontera. En su mayor parte era metal.
Traía uno de
los informes y parduscos trajes civiles soviéticos, zapatos toscos y camisa a
rayas pardas. Las mangas del traje eran demasiado cortas, y por ellas
sobresalían mucho sus manos. Una era de carne y la otra no. Su cráneo era un
ovoide de pulido metal completamente sin facciones, exceptuando una reja en el
lugar donde debiera haber estado su boca, y unas cavidades en forma de media
luna, curvándose hacia arriba en los extremos, por donde sus ojos atisbaban. Al
final de las dos filas de soldados se inmovilizó, y pareció sentirse incómodo.
Rogers se acercó a él, y le tendió la mano.
- ¿Lucas
Martino?
El hombre
asintió con la cabeza.
- Sí.
Era su mano
derecha la que se encontraba en buenas condiciones. La tendió y Rogers se la
estrechó. Su apretón fue fuerte y ansioso.
- Me alegra
encontrarme aquí.
- Mi nombre es
Rogers. Este señor es mister Haller, del Ministerio de Asuntos Exteriores.
Haller estrechó
mecánicamente la mano de Martino, mirándolo con fijeza.
- ¿Cómo está
usted? - preguntó Martino.
- Muy bien,
gracias - balbuceó el representante del Ministerio de Asuntos Exteriores -. ¿Y
usted?
- El coche está
ahí, mister Martino - terció Rogers -. Pertenezco a la oficina de Seguridad del
sector. Le agradecería que viniese conmigo. Cuanto antes le entreviste, antes
habrá acabado todo esto.
Rogers tocó el
hombro de Martino y le empujó ligeramente hacia el sedán.
- Sí, desde
luego. No hay necesidad alguna de que nos demoremos.
El hombre
caminó con el mismo paso rápido de Rogers y montó en el coche antes que él.
Haller penetró por el otro lado para colocarse junto a Martino, y entonces el
conductor hizo girar el coche y emprendió la marcha hacia la oficina de Rogers.
Detrás de ellos, los hombres de la PM se instalaron en sus jeeps y los
siguieron. Rogers miró hacia atrás a través de la ventanilla trasera del coche.
Los guardias fronterizos soviéticos los seguían con la mirada.
Martino
permanecía rígidamente sentado contra el tapizado, las manos sobre el regazo.
- Es
maravilloso regresar - dijo con voz esforzada.
- Cualquiera
pensaría así - dijo Haller -. Después de lo que esos...
- Creo que
mister Martino no ha dicho lo que considera que se espera digan las personas
que se encuentran en su situación. Dudo muchísimo que le parezca maravilloso
nada.
Haller observó
con cierta sorpresa a Rogers.
- Ha sido usted
completamente rudo, mister Rogers.
- Me siento
rudo.
Martino miró al
uno y después al otro.
- Por favor,
que no sea yo quien les obligue a discutir - dijo. - Lamento ser causa de
disturbio. ¿No será de alguna ayuda el que les diga que sé qué aspecto ofrezco
y que por ahora estoy acostumbrado a él?
- Lo siento -
repuso Rogers -. No era mi propósito enzarzarme en una disputa a causa de
usted.
- Por favor,
acepte mis excusas también - añadió Haller -. Me doy cuenta de que, a mi propia
manera, también yo he sido tan rudo como mister Rogers.
Martino dijo:
- Y de esta
manera, nos hemos ofrecido excusas los unos a los otros.
«Así es», pensó
Rogers. «Todo el mundo está contrito.»
Ascendieron por
la rampa que servía de puerta lateral del edilicio donde estaba instalada la
oficina de Rogers, y el conductor detuvo el coche.
- Muy bien,
Mister Martino, aquí es donde nos apeamos - dijo Rogers -. Haller, ¿usted
comenzará a trabajar en seguida en su oficina?
-
Inmediatamente, mister Rogers.
- De acuerdo.
Supongo que su jefe y mi jefe podrán comenzar a establecer un plan de acción
con respecto a esto.
- Estoy
completamente seguro de que el papel de mi ministerio en este caso ha concluido
una vez que mister Martino ha regresado a salvo - replicó delicadamente mister
Haller -. Mi intención es irme a la cama después de que haya hecho mi informe.
Buenas noches, Rogers. Ha sido un placer trabajar con usted.
- Gracias.
Se estrecharon
la mano brevemente. Rogers se apeó del coche detrás de Martino y penetró con él
a través de la puerta lateral.
- Se ha
desembarazado de mí más bien de prisa, ¿no? - comentó Martino mientras Rogers
le dirigía hacia una escalera que conducía al sótano.
Rogers gruñó:
- Por esta
puerta, por favor, mister Martino.
Salieron a un
estrecho corredor con puertas a ambos lados, con un linóleo gris en el suelo y
paredes de cemento pintadas. Rogers se detenía durante un momento en cada una
de las puertas y las miraba.
- Creo que esta
servirá. Por favor entre conmigo, mister Martino.
Se sacó del
bolsillo un manojo de llaves y abrió la puerta.
La habitación
era pequeña. Había una litera colocada contra una de las paredes, pulcramente
hecha con una almohada blanca y una manta del ejército muy estirada. Había
también una mesa pequeña y una silla. Una lámpara iluminaba la habitación, y en
una de las paredes había dos puertas, una que conducía a un reducido tocador y
la otra a un compacto cuarto de baño.
Martino miró en
torno suyo.
- ¿Aquí es
donde celebra siempre sus entrevistas con los que regresar del otro lado de la
frontera? - preguntó suavemente.
Rogers sacudió
la cabeza.
- Me temo que
no. Tendré que pedirle que por el momento permanezca aquí.
Salió de la
habitación sin darle a Martino tiempo a reaccionar. Cerró la puerta y le echó
la llave. Se tranquilizó un poco. Se reclinó contra la sólida puerta de metal y
encendió un cigarrillo, con sólo un ligero temblor en la punta de los dedos.
Después echó a andar rápidamente pasillo abajo hacia el ascensor automático
para subir al piso donde se encontraba su oficina. Cuando encendió las luces,
torció la boca al pensar en lo que dirían sus hombres cuando comenzara a
llamarlos, obligándolos con ello a abandonar la cama.
Tomó el aparato
telefónico que había sobre su mesa. Pero primero tenía que hablar con Deptford,
el jefe del distrito. Marcó el número.
Deptford
contestó en seguida.
- ¿Diga?
Rogers había
esperado encontrarlo despierto.
- Rogers, mister Deptford.
- Hola, Shawn.
Estaba esperando su llamada. ¿Ha ido todo bien con Martino?
- No, señor.
Necesito que un equipo de emergencia se presente aquí lo más de prisa posible.
Necesito a un... no sé cómo demonios lo llaman... un hombre entendido en
aparatos mecánicos en miniatura, con tantos ayudantes competentes como le
permitan. También deseo que venga un experto en el arte de la vigilancia. Y un
psicólogo. Ambos deben traer también el personal necesario, y convenientemente
autorizado. Quiero que estos tres hombres claves vengan aquí esta noche o
mañana por la mañana. La cantidad de hombres que van a necesitar es una cosa
que deben decidir ellos mismos, pero deseo disponer de las autorizaciones para
que ningún sello rojo les impida iniciar su trabajo. Lamento muchísimo el que a
nadie se le haya ocurrido jamás ahondar en el personal clave lleno de alergias
a la droga de la verdad.
- Rogers, ¿qué
es lo que ocurre? ¿Qué es lo que anda mal? Sus oficinas no se hallan equipadas
para un proyecto como ése.
- Lo siento,
señor. No me atrevo a trasladarlo. En esta ciudad hay demasiados lugares
sensitivos. Lo he traído aquí y lo he introducido en una celda. He tomado todas
las malditas precauciones posibles para que ni siquiera se acerque a mi oficina.
Dios sabe en pos de qué va, o qué puede ser capaz de hacer.
- Rogers... ¿ha
atravesado Martino esta noche la frontera o no la ha atravesado?
Rogers vaciló.
- No lo sé -
contestó.
Rogers hizo
caso omiso de la habitación llena de hombres que esperaban y permaneció mirando
los dos dossiers, no tanto pensando como agrupando sus energías.
Ambos dossiers
estaban abiertos en la primera página. Uno era grueso, y estaba lleno de los
resultados de una investigación de seguridad, de informes, de resúmenes sobre
el progreso de la carera y de todos los demás datos que a lo largo de los años
se acumulan en torno a un empleado del gobierno. En un rótulo decía: Martino,
Lucas Anthony. La primera página se componía de los acostumbrados datos de
identificación: altura, peso, color de los ojos, color del cabello, fecha de
nacimiento, huellas dactilares, plano dental, marcas o cicatrices capaces de
distinguirle. Había una serie de fotografías que le habían sido tomadas
desnudo. Eran la parte delantera, la parte trasera y los dos perfiles de un
hombre musculoso de rasgos controlados y agradablemente inteligentes y de nariz
ligeramente gruesa.
El segundo
dossier era mucho más delgado. En realidad, en la carpeta no había nada sino
las fotografías, y en el rótulo decía: Ver Martino, L.A. (?). Las fotografías
mostraban a un hombre musculoso con amplias cicatrices que, como un chal hecho
de cuerda, se deslizaban diagonalmente desde su costado izquierdo, a través del
pecho, por su espalda y por sus hombros. Su brazo izquierdo estaba
mecánicamente levantado hasta lo alto del hombro y parecía haber sido injertado
directamente en su musculatura pectoral y dorsal. Tenía espesas cicatrices
alrededor de la base del cuello, y una cabeza metálica.
Rogers se
levantó de detrás de la mesa y miró a los hombres del equipo especial que
permanecían a la espera.
- ¿Bien?
Barrister, el
inglés perito en servomecanismos, se quitó de los dientes el extremo de la
pipa.
- No sé. Es
completamente difícil decir algo, definitivo sobre la base de unas pruebas que
sólo han durado unas cuantas horas. - Respiró hondamente -. Si quiere que me
exprese con entera exactitud, le diré que estoy haciendo pruebas, pero que no
tengo idea alguna de lo que mostrarán, si es que muestran algo, o si ello será
pronto o tarde. - Hizo un ademán de desesperación -. No hay manera alguna de
penetrar en alguien que se encuentra en esa condición. No nos ha sido posible
penetrar su superficie. La mitad de nuestros instrumentos resultan inútiles.
Hay tantos componentes eléctricos en sus partes mecánicas que, todas las
lecturas que tomamos, son enormemente borrosas. Ni siquiera podemos hacer una
cosa tan simple como determinar el amperaje que han utilizado. Cada vez que
realizamos una prueba, le producimos daño. - Bajó la voz en tono de excusa -.
Le hace gritar.
Rogers hizo una
mueca.
- ¿Pero es
Martino?
Barrister se
encogió de hombros.
De repente
Rogers dejó caer el puño contra la superficie de su mesa.
- ¿Qué demonios
vamos a hacer?
- Emplear un
abrelatas - sugirió Barrister.
En el silencio
que siguió, Finchley, que tenía la misión de ayudar a Rogers por encargo del
Federal Bureau of Investigation americano, dijo:
- Vean esto.
Tocó un
interruptor y el proyector cinematográfico que había traído comenzó a zumbar
mientras él se movía para ir apagando las luces de la habitación. Apuntó el
proyector hacia una pared blanca e hizo que la película comenzara a girar.
- Ha sido
tomada desde encima de su cabeza - explicó -. Con luz infrarroja. Creemos que
no ha podido verla. Creemos que estaba dormido. Martino - Rogers tenía que
pensar en él dándole ese nombre contra su voluntad - vacía en la litera. La
media luna visible de su cara se hallaba cerrada desde el interior, y no había
sino los bordes de un flexible trenzado para marcar sus contornos. Debajo, la
venda, centrada justamente sobre la aguda curva de la mandíbula, estaba abierta
de par en par. La impresión que producía era la de un hombre sin cabello con
los ojos cerrados y respirando a través de la boca. Tuvo la sensación de que
ese hombre no respiraba.
- Esto ha sido
tomado hacia las dos de hoy - dijo Finchley -. Ha permanecido en esa litera
durante un poco más de hora y media.
Rogers frunció
el ceño ante el matiz de frustración que captó en la voz de Finchley. Sí, era
pavoroso no poder decir sí un hombre dormía o no. Pero no merecía la pena obrar
si todos iban a permitir que se desequilibraran sus nervios. Estuvo a punto e
decir algo al respecto, pero de pronto se dio cuenta de que le dolía el pecho.
Relajó los hombros y sacudió la cabeza.
En la película
se produjo un sonido.
- Muy bien -
dijo Finchley -. Ahora escuchen.
La banda sonora
de la película comenzó a emitir.
Martino había
empezado a azotar la litera, y su metal arrancaba chispas a la pared.
Rogers
parpadeó.
Bruscamente, el
hombre comenzó a balbucear en sueños. Las palabras brotaban, y cada sílaba era
clara. Pero las palabras eran mucho más rápidas que lo normal, y la voz era
desesperada:
- ¡Nombre!
¡Nombre! ¡Nombre!
- Nombre Lucas
Martino, nacido en Bridgetown, Nueva Jersey, el diez de mayo de mil novecientos
cuarenta y ocho, sobre...
- ¡Media
vuelta! ¡Atención... de frente...! ¡Marchen!
- ¡Nombre!
¡Nombre! ¡Atención... Alto!
- Nombre Lucas
Martino, nacido en Bridgetown, Nueva Jersey, el diez de mayo de mil novecientos
cuarenta y ocho.
Rogers notó que
Finchley le tocaba el brazo.
- ¿Cree que le
hicieron caminar?
Rogers se
encogió de hombros.
- Sí, se trata
de una verdadera pesadilla, y si ese hombre es Martino, entonces sí, parece
como si le hubieran hecho caminar de un lado a otro en una pequeña habitación
mientras le disparaban preguntas. Ya conoce su técnica: obligar a un hombre a
mantenerse de pie, a moverse, mientras ellos no cesan de interrogarlo. Los
equipos se turnan cada unas cuantas horas, de manera que siempre están frescos.
Al sujeto no lo dejan ni dormir ni sentarse. Lo hacen caminar hasta que acaba
por delirar. Sí, podría tratarse de eso.
- ¿Cree usted
que ha fingido?
- No lo sé.
Pudiera haberío hecho. Pero también puede ser que estuviese dormido. Quizá es
uno de sus hombres, y soñaba que nosotros intentábamos arrancarle su historia.
Al cabo de un
rato, el hombre quedó quieto en la litera, los antebrazos rígidamente
levantados desde los codos, las manos contraídas como rígidas garras. Parecía
mirar directamente a la cámara con su cara de forma aerodinámica, y nadie
hubiera podido saber si estaba despierto o dormido, pensando o no, temeroso o
sintiendo dolor, o quién o qué era.
Finchley detuvo
el proyector.
Rogers llevaba
despierto treinta y seis horas. Había transcurrido ya todo un día desde que el
hombre cruzó la frontera. Rogers se refrotó coléricamente los ardientes ojos
cuando penetró en su apartamento. Fue dejando sus prendas en un desordenado
reguero sobre la vieja y raída alfombra mientras se dirigía al cuarto de baño.
Al hurgar en el armarito de las medicinas para buscar un Alka-Seltzer, envidió
a los membrudos hombrecitos como Finchley, que podían estar despiertos durante
días sin que su estómago se resintiera de ello.
Los rechinantes
tubos llenaron lentamente de agua caliente la bañera mientras él se afeitaba
con una navaja. Se pasó los dedos a través del espeso, rizado cabello rojo y
frunció el ceño al ver la caspa que se había desprendido.
«Dios», pensó
extenuadamente, «tengo treinta siete años y estoy destrozado»
Y cuando se
deslizó en la bañera y sintió los efectos del agua caliente en la estropeada
cadera donde le habían acertado con una piedra durante un tumulto, se miró el
vientre, cuyo abultamiento no podía disminuir ya ningún ejercicio, y el
pensamiento se hizo aún más intenso. «Unos pocos años más y seré una verdadera
ruina. Cuando venga el tiempo húmedo, esta cadera me va a hacer pasar ratos
malísimos. Antes era capaz de permanecer de pie dos o tres días seguidos, pero
eso no voy a poder hacerlo de nuevo nunca más. Algún día voy a intentar
efectuar algún ejercicio que podía hacer la semana anterior, y no me va a ser
posible realizarlo. Y algún día también voy a tomar una decisión o voy a hacer
cualquier cosa que tenga que salir bien. Yo sabré que va salir bien... pero
saldrá mal. Empezaré a hacer cosas mal, y después de cada una de ellas me
entrarán sudores al recordar cómo me he equivocado. La idea empezará a
preocuparme, a acosarme, y tendré que vivir con dexedrina. Si los jefes se dan
cuenta de ello a tiempo, me proporcionarán un hermoso empleo inofensivo en un
rincón cualquiera. Y si no se dan cuenta a tiempo, uno de estos días Azarín
acabará por derrotarme completamente, y entonces los niños de todo el mundo
hablarán chino.»
Se estremeció.
El teléfono sonó en la sala de estar.
Salió de la
bañera, se apoyó cuidadosamente en el borde y se envolvió en una de las grandes
toallas del tamaño de una manta, las cuales se iba a llevar consigo a los
Estados si alguna vez lo destinaban allí. Se dirigió a la mesita donde estaba
el teléfono y tomó el aparato.
- ¿Diga?
- ¿Mr. Rogers?
Reconoció la
voz de uno de los telefonistas del Ministerio de la Guerra.
- Sí.
- Mister
Deptford desea hablar con usted. No cuelgue, por favor.
- No.
Esperó,
lamentando que el paquete de los cigarrillos estuviera al otro lado de la
habitación, junto a la cama.
- ¿Shawn? En su
oficina me han dicho que estaba en casa.
- Sí, señor.
Empezaba ya a serme difícil mantener encima la camisa.
- Estoy aquí,
en el ministerio. Hace apenas un instante que he hablado con el subsecretario
de Seguridad. ¿Cómo van las cosas en ese asunto de Martino? ¿No ha llegado aún
a ninguna conclusión definitiva?
Rogers pensó en
los términos de su respuesta.
- No, señor. Lo
siento. Hasta ahora no hemos dispuesto sino de un día.
- Sí, lo sé.
¿Tiene usted idea de cuánto tiempo más necesitará?
Rogers frunció
el ceño. Tenía que calcular cuánto tiempo podrían desear malgastar.
- Yo diría que
nos llevará una semana - contestó, albergando una esperanza.
- ¿Tanto?
- Me temo que
sí. El equipo se ha formado y trabaja con regularidad ahora, pero las cosas
están resultando sumamente difíciles. Es como un enorme huevo.
- Ya veo. -
Deptford respiró hondamente de una forma que se oyó con mucha claridad a través
del teléfono -. Shawn, Karl Schwenn me pregunta si sabe usted lo muy importante
que es para nosotros Martino.
Rogers
respondió tranquilamente:
- Puede decirle
al señor subsecretario que conozco mi oficio.
- Muy bien,
Shawn. No era su propósito regañarle. Simplemente deseaba estar seguro.
- Lo que usted
quiere decir ese que le está acosando.
Deptford
vaciló.
- Alguien le
está acosando a él también, ¿sabe? - A pesar de todo, yo preferiría que hubiese
un menos de disciplina teutónica en este departamento.
- ¿Ha dormido
usted últimamente, Shawn?
- No señor.
Haré los informes diariamente, y cuando hayamos resuelto esto le telefonearé.
- Muy bien,
Shawn. Se lo diré. Buenas noches
- Buenas
noches, señor.
Cogió el
aparato. Volvió a introducirse en la bañera, Y yació allí con los ojos
cerrados. delante el dossier de Martino se deslizara por el primer plano de su
cerebro.
Sin embargo,
era muy poco lo que había en informe. El hombre media cinco pies y once
pulgadas de estatura. Su peso era superior a las doscientas sesenta y ocho
libras. Sus hombros se habían inclinado, pero el bulto de su cráneo de platino
salvaba al parecer la diferencia que había en la cuestión de la estatura.
En la actual
descripción de su persona no había nada más que fuese aprovechable. En ella no
decía nada de los ojos, el cabello o la tez. Tampoco se decía nada de la fecha
de nacimiento, aunque un filósofo le había atribuido una edad, la cual, dentro
los acostumbrados límites de error, correspondía a 1948. ¿Huellas dactilares?
¿Marcas cicatrices por las que se le pudiera distinguir?
La sonrisa de
Rogers fue amarga. Se secó, dándoles patadas envió a un rincón sus prendas
sucias y se vistió. Volvió a penetrar en el cuarto de baño, se introdujo en el
bolsillo el cepillo de dientes, estuvo un momento pensando, añadió el tubo de Alka-Seltzer
y regresó a su oficina.
Eran las
primeras horas de la mañana del segundo día. Rogers miró a Willis, el sicólogo,
que permanecía sentado al otro lado de su mesa.
- Si de todas
maneras iban a entregamos a Martino - preguntó Rogers -, ¿por qué se han tomado
tantas molestias con él? No hubiera necesitado toda esa quincallería sólo para
mantenerse vivo. ¿Por qué lo han convertido en un objeto de exhibición?
Willis se frotó
con la mano la cara.
- Si suponemos
que es Martino, verdaderamente no se comprende por qué nos lo han entregado.
Estoy de acuerdo con usted. Si desde el principio hubiesen estado dispuestos a
entregárnoslo, probablemente se habrían limitado a ponerle unos parches al
viejo estilo. En lugar de ello, se han tomado muchísimas molestias para
reconstruirlo lo más parecidamente posible a un ser humano funcionable.
- Lo que yo
creo que ha sucedido es que ellos sabían que les sería útil. Esperaban mucho de
él, y deseaban que fuese físicamente capaz de entregarles sus descubrimientos.
Es muy probable que ni por un momento se hayan preocupado del aspecto que ahora
ofrece para nosotros. Oh, no hay duda de que se han molestado en vestirlo con
un mínimo de lo absolutamente necesario... pero quizá era a él a quien deseaban
impresionar. En todo caso, posiblemente han pensado que se mostraría agradecido
a ellos y les proporcionaría una especie de cuña. Y no descontemos la idea de
excitar su admiración puramente profesional. Sobre todo teniendo en cuenta que
es un físico. Eso podría ser un puente entre él y su cultura. Si ésta ha sido
una de sus consideraciones, yo diría que una técnica sicológica excelente.
Rogers encendió
un nuevo cigarrillo, e hizo mueca ante su sabor.
- Ya nos hemos
enfrentado otras veces con problemas de esta especie. Podemos barajar casi
todas las ideas que deseemos y hacer encajar algunos de los pocos hechos que
conocemos. ¿Y qué nos demuestra eso?
- Bien, como he
dicho, puede ser que jamás hayan tenido el propósito de permitir que
volviéramos a verlo de nuevo. Si trabajamos partiendo la base de esta
presunción, entonces ¿porqué al fin lo han dejado irse? Aparte de la presión
que hemos ejercido sobre ellos, digamos que él no ha cooperado. Digamos que al
final han visto que no iba a ser la mina de oro que ellos esperaban. Digamos que
van a planear algo diferente... el Mes próximo o la semana próxima. Mirándolo
de esta manera, es comprensible que nos lo hayan entregado, pues puede ser que
se hayan imaginado que, si nos devolvían a Martino, les sería mucho más fácil
llevar a cabo su próxima maniobra.
- Todo, eso son
demasiadas suposiciones. ¿Qué es lo que él dice al respecto?
Willis se
encogió de hombros.
- Dice que le
hicieron algunas proposiciones.
Decidió, que
eran simple cebo y las rechazó. Dice que lo interrogaron, pero que no se fue de
la lengua.
- ¿Lo considera
usted posible?
- Todo es
posible. No le han vuelto loco aún. Eso es algo en sí mismo. Ha sido siempre un
individuo firmemente equilibrado.
Rogers emitió
un sonido despectivo.
- Escuche,
ellos vuelven loco a todo el mundo cada vez que desean hacer eso. ¿Por qué no
él?
- No digo que
no lo hayan vuelto loco. Pero hay una posibilidad de que diga la verdad. Quizá
no dispusieran de suficiente tiempo. Quizá él tuvo la ventaja sobre sus
acostumbrados sujetos. El hecho de que no tenga facciones movibles y un ciclo
respiratorio convulso por los que ellos hubiesen podido ver cuándo se hallaba
próximo al borde del derrumbe, puede haberles ayudado.
- Si - asintió
Rogers -. Empiezo a darme cuenta de esa posibilidad.
- Y los latidos
de su corazón tampoco son un indicador, debido a la gran parte de peso que
tiene que soportar su instalación eléctrica. Me han dicho que todo su ciclo
metabólico es impuro.
- No puedo
comprenderlo - dijo Rogers -. No puedo comprenderlo en absoluto. O es Martino o
no lo es. Los soviéticos se toman todas esas molestias. Y luego nos lo
devuelven. Si es Martino, sigo sin comprender qué es lo que esperan conseguir.
No puedo aceptar la idea de que no esperan conseguir algo. Ellos no son así.
- Tampoco
nosotros somos así.
- Desde luego.
Escuche, constituimos dos bandos, y ambos estamos convencidos de que el
equivocado es el otro. Este siglo transformará la forma de vivir del mundo para
los próximos mil años. Cuando son tales las cosas que se hallan en juego, uno
procura mucho no dar pasos en falso. Si no es Martino, sin duda alguna saben
que no lo aceptaremos sin cerciorarnos profundamente que se trata de él. Si su
idea es jugarnos una mala partida imponiéndonos a un individuo falso, entonces
son más torpes de lo que dan a entender sus últimas realizaciones. Pero si es
Martino, ¿por qué lo han dejado irse? ¿Se ha pasado a ellos? Dios sabe que se
han hecho soviéticos siete países de los que jamás hubiéramos sospechado tal
cosa.
Se frotó la
parte superior de la cabeza.
- Por lo
pronto, han conseguido que tengamos que quebrarnos la cabeza a causa de ese
tipo.
Willis asintió
con la cabeza agriamente.
- Lo se.
Escuche, ¿cuánto es lo que sabe usted sobre los rusos?
- ¿Sobre los
rusos? Tanto como lo que sé sobre otros soviéticos. ¿Por qué?
Willis contestó
con reluctancia.
- Bien, es una
gran equivocación generalizar sobre estas cosas. Pero algo que estamos
obligados a tener en cuenta en la guerra sicológica es la idea que los eslavos
tienen de una broma. Particularmente los rusos. No ceso de pensar que, tanto si
la cosa comenzó así como si no, cada uno los que lo saben todo sobre ese tipo
están riéndose de nosotros ahora. Les gustan muchísimo las bromas prácticas,
especialmente aquéllas en las que alguien sangra un poco. Tengo una visión de
los muchachos de Novoya Moskva congregados en torno a unas botellas de vodka y
riendo, riendo y riendo.
- Eso es
estupendo - dijo Rogers - Estupendísimo. - Se pasó la mano por la mandíbula,
nos ayuda mucho.
- He creído que
usted disfrutaría.
- ¡Maldita sea,
Willis, tengo que quebrar esa concha suya! No podemos permitir que ande por ahí
libre y como un caso sin resolver. Martino es uno de los mejores en su
especialidad. Habrá que pensar en él siempre, porque sus ideas serán
indispensables en cada uno de los proyectos que llevemos a cabo en los próximos
diez años. Estaba trabajando en ese asunto llamado K-Ochenta ocho. Y los
soviéticos lo han tenido en su poder durante cuatro meses. ¿Qué es lo que han
extraído de él? ¿Qué es lo que le han hecho? ¿Lo tienen aún consigo?
- Comprendo...
- dijo lentamente Willis -. Me doy cuenta de que puede haberlo dicho casi todo,
incluso haberse convertido en un activo agente. Pero, con relación a este
asunto suyo, si no es Martino en absoluto... francamente, es algo que no puedo
creer. ¿Qué me dice de las huellas dactilares de su mano sana?
Rogers lanzó
una maldición.
- Su hombro
derecho es una masa de tejido cicatrizado. Si pueden sustituir los ojos, los
oídos y los pulmones por partes mecánicas, si pueden motorizar un brazo e
injertarlo en una persona, ¿de qué medios podemos valemos para saber a qué
atenernos?
Willis se puso
pálido.
- Lo que usted
quiere decir... es que pueden falsificarlo todo. Es positivamente el brazo
derecho de Martino, pero eso no quiere decir necesariamente que sea Martino.
- Exactamente.
El teléfono
sonó. Rogers giró sobre su litera y tomó el aparato de la mesita que había
junto a él.
- Rogers -
murmuró -. Sí. mister Deptford.
Los números
luminosos de su reloj flotaban ante sus ojos, y parpadeó agudamente para
afirmarlos. Las once y media de la noche. Había dormido un poco menos de dos
horas.
- Hola, Shawn.
En estos momentos tengo delante de mí su tercer informe diario. Lamento haber
tenido que despertarle, pero la verdad es que no parece que haga usted muchos
progresos, ¿verdad?
- Lleva usted
razón. En cuanto a haberme despertado, quiero decir. No, no estoy haciendo
grandes progresos en este asunto.
La oficina se
hallaba oscura, a excepción de la franja de luz que se filtraba por debajo de
la puerta que conducía al pasillo. En el otro lado del pasillo, en una oficina
más grande que Rogers había requisado, unos especialistas en la materia estaban
comparando y evaluando los informes que habían hecho Finchley, Barrister,
Willis y todos los demás. Rogers podía oír débilmente el incesante tecleteo de
las máquinas de escribir y de las máquinas I.B.M.
- ¿Podría ser
de algún valor el que yo bajase ahí?
- ¿Para hacerse
cargo de la investigación? Adelante. Cuando quiera.
- Deptford no
dijo nada durante un momento. Después preguntó:
- ¿Podría ir yo
más de prisa que usted?
- No.
- Eso es lo que
le he dicho a Karl Schwenn. A pesar de todo le ha confiado el asunto, ¿eh?
Shawn, no tenía otro remedio que hacerlo. Todo el programa del K-Ochenta y ocho
hace meses que permanece suspendido. A ningún otro proyecto del mundo se le
hubiera permitido permanecer abandonado durante tanto tiempo. A la primera duda
concerniente a su seguridad, habría pasado a convertirse en una cuestión de
simple rutina. Usted lo sabe. Y el interés que ahora se siente debe darle a
entender lo muy importante que el K-Ochenta y ocho. Creo que se da cuenta de lo
que sucede en estos momentos en África. Es preciso que nosotros dispongamos de
algo para mostrarlo. Tenemos que acallar a los soviéticos... al menos hasta que
ellos hayan desarrollado algo capaz de estar a la altura de lo nuestro. El
ministerio está ejerciendo presión sobre el departamento para que sea tomada
una rápida decisión sobre ese hombre.
- LO siento,
señor. A ese hombre lo hemos desmontado casi literalmente como a una bomba.
Pero no hemos llegado a ningún resultado que nos permita demostrar de qué clase
de bomba se trata.
- Debe haber
algo.
- Mister
Deptford, cuando nosotros enviamos un agente al otro lado de la frontera, lo
proveemos de todos los documentos de identidad. Vamos aún más lejos. Le
llenamos los bolsillos con monedas soviéticas, las llaves de sus puertas
soviéticas, sus cigarrillos soviéticos, sus peines soviéticos. Le damos una de
su billeteras, con sus recibos y los tickets de sus lavanderías. Le damos
fotografías de parientes y muchachas hechas con la clase de papel que ellos
emplean y sus productos químicos, y sin embargo, cada uno de esos productos
salen de nuestras fábricas y jamás han visto el otro lado de la frontera.
Deptford
suspiró.
- Lo sé. ¿Cómo
se lo toma él?
- No puedo
decírselo. Cuando uno de nuestros hombres pasa al otro lado de la frontera,
dispone siempre de una historia bien urdida. Es un mecánico de automóviles, un
panadero o un conductor de tranvías. Y si es uno de nuestros buenos hombres, y
para los asuntos importantes sólo enviamos a los mejores, entonces, no importa
lo que suceda, no importa lo que hagan, sigue siendo un panadero o un conductor
de tranvías. Se muestra tan perplejo como se mostraría un verdadero conductor
de tranvías. Si es necesario, sangra, chilla y muere como un conductor de
tranvías.
- Sí - dijo con
voz tranquila Deptford -. SI, así es. ¿Supone usted que Azarín se pregunta
alguna vez si quizá ese hombre es un agente o realmente es un conductor de
tranvía?
- Tal vez lo
hace, señor. Pero no puede siempre obrar como si lo hiciese, pues de otra
manera no podría llevar a cabo su tarea.
- De acuerdo,
Shawn. Pero hemos de tener resuelto el caso pronto.
- Lo sé.
Al cabo de un
rato. Deptford preguntó:
- ¿He sido
bastante rudo con usted, ¿verdad, Shawn?
- Algo.
- Usted siempre
ha resuelto los asuntos para mí.
La voz de
Deptford fue serena, y después Rogers oyó el peculiar ruido de los resecos
labios de un hombre cuando abrió la boca para humedecerlos.
- Muy bien.
Explicaré la situación a los jefes, y usted haga lo que pueda,
- Sí, señor.
Gracias.
- Buenas
noches, Shawn. Vuelva a dormirse, si puede.
- Buenas
noches, señor
Rogers colgó.
Sentado, miró la oscuridad que había en torno a sus pies. «Es extraño», pensó.
«Deseé tener una educación, y mi familia vivía a media manzana de distancia de
los muelles de Brooklyn. Deseaba ser capaz de saber lo que era imperativo
categórico y reconocer una cita de Byron cuando la oyese. Deseaba llevar una chaqueta
de tweed y fumar una pipa bajo un roble cualquier parte. Y, durante los
veranos, mientras asistía a la escuela superior, trabajaba para una compañía de
seguros y en tal sentido hacía investigaciones sobre ciertas reclamaciones.
Así, cuando se me presentó la oportunidad de aspirar a beca del G.N.A., no la
desaproveché, me incorporaron a los que se sometían a un interinato para el
departamento de Seguridad. Y aquí estoy, sin haber pensado jamás en ello de una
manera u otra. Tengo una buena hoja de servicios, condenadamente buena. Pero
ahora me pregunto si no hubiera hecho mucho mejor en dedicarme a cualquier otra
cosa.»
Después,
lentamente se puso los zapatos, se acercó a la mesa y encendió la luz.
La semana
estaba a punto de terminar. Comenzaban a saber cosas, pero ninguna de ellas les
era la más leve utilidad.
Barriston
depositó sobre la mesa de Rogers los primeros bocetos de ingeniería.
- Creemos que
así es como trabaja su cabeza. Es una cosa difícil, puesto que no nos es
posible emplear los rayos X.
Rogers miró el
boceto y gruñó. Barriston comenzó a indicar algunos detalles específicos,
usando el tallo de su pipa para ello.
- Este es el
montaje de sus ojos. Tiene visión binocular con enfoque servomotorizado y
giratorio. Los motores son accionados por esta pila en miniatura que hay aquí,
en la cavidad de su pecho. Lo mismo ocurre con el resto de sus componentes
artificiales. Es interesante hacer notar que tiene una completa selección de
filtros para los cristalinos de sus ojos. Se los han hecho castaños. De esta
manera puede ver el infrarrojo si lo desea.
Rogers escupió
una hebra de tabaco que se le había quedado adherida al labio inferior.
- Eso es
interesante.
Barrister dijo:
- Aquí, a cada
lado de los dos ojos hay dos pickups acústicos. Son sus orejas. Sin duda
consideraron que era mejor reunirlos para que ambas funciones quedaran
albergadas en esta apertura central del cráneo. Es direccional, pero no tan
efectivo como Dios se propuso. Hay algo más el ventanillo que cierra esta
apertura es completamente duro, acorazado, para proteger todos esos delicados
componentes. El resultado es que se queda sordo cuando cierra los ojos.
Probablemente a causa de ello duerme con mayor reposo.
- Cuando no
finge pesadillas, si.
- O cuando no
las tiene. - Barrister se encogió de hombros -. Eso no es de mi competencia.
- Desearía que
tampoco fuese de la mía. Y ahora, ¿qué me dice de este otro agujero?
- ¿De su boca?
Bien, sobre la mandíbula operable hay otra falsa y fija, probablemente para
proteger el mecanismo. Sus verdaderas mandíbulas, los dientes y, sus
conductores salivares son artificiales. Su lengua no lo es. El interior de la
boca es un material plástico, Teflón probablemente, o algún otro de su especie.
A mis hombres les está resultando bastante difícil demostrarlo para someterlo a
análisis. Pero él se muestra cooperante en lo que se refiere a dejarnos extraer
muestras.
Rogers se lamió
los labios.
- Muy bien, de
acuerdo - dijo bruscamente -. ¿Pero qué relación tiene todo eso con su cerebro.
Cómo lo opera?
Barrister
sacudió la cabeza.
- No lo sé. Lo
usa todo como si hubiera nacido con ello, de manera que hay alguna clase de
relación entre sus centros nerviosos voluntarios y autónomos. Pero no sabemos
aún exactamente cómo está hecho. Como le he dicho, se muestra cooperante, pero
yo no soy el hombre indicado para comenzar a desmontar todo eso, puesto que con
toda seguridad no sabría volver a montarlo otra vez. Todo cuanto sé es que en
alguna parte, detrás de esa maquinaria, un cerebro humano funciona en el
interior de ese cráneo. Cómo lo han hecho los soviéticos es una cuestión muy
diferente. Tiene que recordar que llevan mucho tiempo realizando esta clase de
cosas.
Colocó otra
hoja encima de la primera, sin prestar atención a la palidez en la cara de
Rogers.
- He aquí su
central eléctrica. En el dibujo está hecha de un modo basto, pero creemos que
es sencillamente una ordinaria pila de bolsillo. Se halla localizada en el
lugar donde están sus pulmones, próxima al fuelle que opera sus cuerdas vocales
y el más ingenioso circulador de oxígeno del que yo he oído hablar. Proporciona
energía eléctrica, por supuesto, y acciona su brazo, sus mandíbulas, su equipo
audiovisual y todo lo demás.
- ¿Se halla
bien protegida la pila?
Barrister
permitió que una considerable cantidad de admiración profesional se trasluciera
en su voz.
- Lo suficiente
bien para que podamos aplicarle los rayos X turbios. Hay una cierta pérdida de
corriente, desde luego. Morirá dentro de unos quince años.
- Hum.
- Bien, hombre,
si a ellos les hubiese preocupado el que viva o muera, nos habrían
proporcionado fotocalcos azules.
- Lo único que
a ellos les preocupa es el tiempo. Y si el hombre no es Martino, quince años
pueden ser más que suficientes para ellos.
- ¿Y si es
Martino?
- Si es
Martino, y si han logrado atraerlo con algunas de sus persuasiones, entonces
quince años pueden ser más que suficientes para ellos.
- ¿Y si es
Martino y no han logrado atraérselo? Y si tras su nueva armadura, ¿sigue siendo
el mismo hombre que siempre fue? ¿Y si no es el Hombre de Marte? ¿Y si es
simplemente Lucas Martino, físico?
Rogers sacudió
la cabeza lentamente.
- No lo sé. Me
estoy quedando sin ideas para dar respuestas rápidas. Pero tenemos que
descubrirlo. Antes de que sea demasiado tarde. Tal vez consigamos descubrir
todo cuanto ha hecho o sentido, todo cuanto ha hablado y a quién, todo cuanto
ha pensado.
CAPITULO II
Lucas Martino
nació en el hospital de la ciudad más próxima a la granja de su padre. Su madre
quedó incapacitada después del parto, y de esta manera él fue a la vez el hijo
mayor y el único hijo de Matteo y Serafina Martino, granjeros de Milano, cerca
de Bridgetown, New Jersey. El nombre se lo impusieron en honor del tío que en
1947 pagó a sus padres el pasaje a los Estados Unidos y les prestó dinero para que
establecieran la granja.
Milano, New
Jersey, era una comunidad compuesta de campos de tomates, huertos de
melocotoneros y granjas avícolas, todo ello centrado en un almacén general en
el que vendían objetos caseros, pienso para el ganado, gasolina para los
tractores, sin contar con que era también la oficina de correos. A una milla
por el norte, las cuatro amplias pistas de una carretera de cemento eran el
cauce por el que se deslizaba el boyante tráfico entre Camden-Filadelfia y
Atlantic City.
Por el oeste,
los raíles del ferrocarril se curvaban desde el Camden a Cape May. Por el sur,
formando la base de un triángulo de comunicaciones, otra carretera se deslizaba
desde la playa de Jersey al pontón de Chester con el que se cruzaba la
desembocadura del Delaware, con lo que quedaban conectadas todas las
desparramadas carreteras de la costa este. Bridgetown se alzaba en el punto
donde se encontraban el ferrocarril y la carretera, pero Milano se hallaba en
el interior del triángulo, en ningún caso a más de cinco minutos de distancia
del mundo, como la mayor parte de la gente sabía, y sin embargo, demasiado
lejos.
Medio siglo
antes, en la tierra arcillosa habían plantado, acre tras acre, cepas, y la
Málaga Processing Corporation había importado cientos de trabajadores de la
vieja Italia. Las comunidades se habían desarrollados y el idioma que imperaba
en la zona era el italiano.
Cuando se
marchitaron las cepas, todo el proyecto cultural fracasó. Algunos, como Lucas
Maggiore, abandonaron las granjas que habían construido sus padres y se
trasladaron a las comunidades italianas de otras ciudades. Hasta cierto punto,
sus puestos fueron ocupados por personas diferentes partes del mundo. Pero
también los recién llegados eran campesinos por nacimiento, porque lo llevaban en
la sangre. En unos cuantos años, las pequeñas comunidades fueron de nuevo
razonablemente prósperas y establecieron un nuevo sistema de hábitos y
costumbres que eran gran parte como el viejo. Pero el mundo exterior había
tocado a las pequeñas ciudades como Milano, y a su vez Milano había enviado de
sus gentes a la ciudad.
La región era
cálida en el verano y los inviernos eran benignos. Las granjas distantes se
elevaban entre pinos y espesura, y durante el invierno los venados de grandes
ojos se aventuraban hasta los huertecillos que había detrás de la cocina. La
mayor parte de los caminos eran de grava y los postes de servicio no tenían más
que uno o dos hilos. En las carreteras se veía a más camiones que coches,
aunque lo más probable era que los coches fuesen Dodges y Mercurys nuevos. A
unas cuantas millas había una fábrica de conservas de tomates, y la granja de
Matteo Martino se hallaba consagrada principalmente a criar tomates de
enredadera. Exceptuando los ocasionados viajes a Bridgetown para comprar telas
y piezas para el camión, la fábrica de conservas y el almacén se hallaban tan
lejos de la casa como Matteo consideraba necesario ir.
El joven Lucas
tenía pesados huesos y una poderosa complexión, como los antepasados norte de
Italia de Matteo. Sus ojos eran castaños, pero a esa edad su cabello era lo
bastante claro como para ser rubio. Su padre tenía la costumbre de revolverse
de vez en cuando el cabello y llamarle Tedeschino, lo cual quiere decir
alemancito, ante el débil disgusto de su madre, vivían en una casa de cuatro
habitaciones, como una unidad estrechamente compacta, y Lucas creció
compartiendo con naturalidad el trabajo. Eran tres personas con tres distintas
pero interdependientes responsabilidades, como tenía que ser para que el
trabajo se desarrollara adecuadamente. Serafina se ocupaba de la casa y ayudaba
en la recogida de los tomates. Matteo realizaba el trabajo pesado, y Lucas, a
medida que se hacía más mayor y más fuerte, se encargaba de aquellas tareas a
las que había que atender cada día. Escardaba, amarraba y almacenaba las
herramientas de mano, y Matteo, que había trabajado en la fábrica de la Fiat
antes de venir a América, gradualmente le iba enseñando a reparar y mantener el
tractor. Lucas mostraba una Inclinación a la mecánica.
Como no tenía
hermanos ni hermanas, y como durante el día estaba siempre demasiado atareado
para hablar mucho con sus padres, los primeros tiempos de su adolescencia
fueron de soledad, si bien él no se sentía solitario. En primer lugar, tenía
trabajo más que de sobra para mantenerse ocupado. En segundo lugar, se
consideraba como una parte que, encajada en otras partes, producía un total
mecanismo funcionante. No habiendo por allí cerca nadie de su edad cuyo
crecimiento y desarrollo hubiese podido observar, aprendió a observarse a sí
mismo, a permanecer un poco apartado del joven muchacho y catalogar las cosas
que hacía, colocando cada nuevo descubrimiento en su lugar adecuado en un ya
bien disciplinado e instintivamente sistemático cerebro. A los extraños, sin duda,
les parecía un joven excesivamente serio y preocupado.
Durante las
clases de gramática, a las cuales asistió en una escuela situada relativamente
cerca de su casa, no contrajo importantes asociaciones exteriores. Regresaba a
casa para comer e inmediatamente después de haber terminado la clase, porque
había siempre trabajo que hacer y porque deseaba hacerlo. Obtuvo muy buenas
notas en todas las asignaturas excepto en inglés, que hablaba fluentemente pero
no lo bastante a menudo o lo bastante prolongadamente como para sentirse
interesado en su estructura gramatical. Sin embargo, lo hacía bastante bien, y
cuando cumplió trece años se inscribió en la escuela superior de Bridgetown, a
doce millas, que eran cubiertas en autobús.
Veinticuatro
millas en autobús cada día, en compañía de otros veinte muchachos de su propia
edad, muchachos llamados Morgan, Crosby, Muller, Kovacs y Jones. en añadidura a
los llamados Del Bello y Scarpa, pueden llegar a influir. En particular pueden
influir en un muchacho tranquilo, autosuficiente, con ojos constantemente
inquisitivos. Sus complicaciones con la gramática desaparecieron de la noche a
la mañana, Morgan le enseñó a fumar. Kovacs le habló de la estructura de la
música, y con Del Bello le tomó afición al fútbol. Pero más importante aún es
que, en su segundo año de estudiante, conoció a Edmundo Starke, hombre bajo de
estatura, achaparrado, reticente, con lentes sin monturas, quien daba las
clases de física. Requeriría un poco más de tiempo, un poco más de estudio, un
poco más de desarrollo; pero Lucas Martino se hallaba ya lanzado hacia el
mundo.
CAPITULO III
Había
transcurrido una semana desde que el hombre cruzó la frontera. A través del
teléfono, la voz de Deptford resultó cansada y vacía. Rogers, cuyos oídos
habían estado zumbándole débil pero constantemente durante los últimos dos
días, tuvo que aplicarse con fuerza el receptor contra el oído con objeto de
poder distinguir lo que le decía.
- Le he
mostrado a Karl Schwenn todos los informes, Shawn, y por mi parte he añadido su
sumario. Está de acuerdo en que nada más hubiera podido ser hecho.
- Sí, señor.
- En otros
tiempos también él fue jefe de sector, ¿sabe? Se da cuenta de lo que son estas
cosas.
- Sí, señor.
- En cierto
sentido, esta clase de cosas no suceden cada día. Y, bien mirado, a los
soviéticos les ocurren aún más a menudo. Me agrada pensar que a nosotros nos
cuesta menos tiempo que a ellos tomar decisiones de este tipo.
- Lo supongo.
Ahora la voz de
Deptford fue de tono extrañamente inconclusivo, como si estuviera estrujándose
la mente en busca de algo que decir que dejase redondeadas las cosas. Pero era
una conversación que se había iniciado, condenada ya a arrastrarse más bien que
a acabar, y Deptford renunció al cabo de una breve pausa.
- Eso es todo
entonces. Mañana puede dispersar al equipo, y usted se mantendrá a la espera
hasta que le notifiquemos qué política vamos a seguir con relación a Mar... al
hombre.
- De acuerdo,
señor.
- Adiós, Shawn.
- Buenas
noches, mister Deptford. Depositó el aparato y se frotó la oreja.
Rogers y
Finchley estaban sentados en el borde de la litera y a través de la pequeña
estancia, miraban al hombre sin cara que se hallaba sentado en la única silla
junto a la pequeña mesa en la cual hacia sus comidas. Había sido mantenido en esa
habitación durante la mayor parte de la semana y sólo había salido para ir al
laboratorio establecido en la habitación contigua. Le habían sido dadas nuevas
prendas. Había empleado varias veces la ducha sin oxidarse.
- Bien, mister
Martino - estaba diciendo cortésmente el hombre del FBI. - ya sé que se lo
hemos preguntado antes; pero, ¿ha recordado algo nuevo desde nuestra última
conversación?
«Un último
intento» pensó Rogers. «Uno siempre prueba la suerte antes de renunciar
totalmente.»
No le había dicho
aún a ninguno del equipo que sus servicios ya no se necesitaban. Le había
pedido a Finchley que bajase con él al sótano porque, en el curso de un
interrogatorio, siempre era mejor que hubiese más de un hombre. Si el sujeto
comenzaba a debilitarse, se podían hacer las preguntas alternadamente,
haciéndole saltar atrás y adelante como a una pelota de tenis, de manera que su
cabeza girase de un hombro al otro como si estuviera observándose a sí mismo en
el vuelo.
«No, no, pensó
Rogers, al demonio con eso. Simplemente no deseaba bajar aquí solo.»
La lámpara que
brillaba encima de sus cabezas parpadeaba sobre el metal pulido. Hubieron de
transcurrir un segundo o dos antes de que Rogers se diese cuenta de que el
hombre había sacudido la cabeza en respuesta a la pregunta de Finchley.
- No, no
recuerdo nada. Puedo recordar haber sido alcanzado por la explosión. Pareció
como si viniera directamente contra mi cara. - Ladró una salvaje risa gutural
-. Supongo que fue así. Desperté en el hospital de ellos y me llevé la manó a
la cabeza.
Su brazo
derecho ascendió hacia su dura mejilla, como si eso pudiese ayudarle a
recordar. Lo retiró bruscamente casi como si hubiese sufrido un choque, como si
eso fuese exactamente lo que le había ocurrido la primera vez.
- Ya - se apresuró
a decir Finchley -. ¿Y después qué?
- Esa noche me
clavaron en la espina dorsal una aguja llena de algún anestésico. Cuando
desperté, tenía este brazo.
El miembro
motorizado lanzó destellos y sus nudillos chocaron débilmente contra su cráneo.
Bien a causa de ese sonido, o bien a causa del recuerdo de aquel primer momento
de sorpresa, Martino parpadeó visiblemente.
Su cara
fascinaba a Rogers. Los dos cristalinos de sus ojos, al recoger luz de toda la
habitación brillaron oscuramente en su hueco. El ventanillo enrejado parecía
como una hilera de dientes revelados en una mueca de desesperación.
Naturalmente,
detrás de aquella fachada un hombre que no fuese Martino podía, estar sonriendo
ante los esfuerzos que el equipo hacía para penetrar en él.
- Lucas - dijo
Rogers con tanta suavidad como le fue posible, sin mirar en dirección del
hombre, haciendo el tiro verbal bajo.
La cabeza de
Martino se volvió hacia él sin un segundo de vacilación.
- ¿Sí, mister
Rogers?
Puntería
fallada. Si lo habían adiestrado, estaba bien adiestrado.
- ¿Le
interrogaron a usted intensamente?
El hombre
asintió con la cabeza.
- Por supuesto,
yo no sé lo que usted considera extenso en casos como éste. Pero pude
levantarme y caminar al cabo de dos meses, y varías semanas antes de eso ya habían
podido empezar a hablar conmigo. En total, yo diría que consumieron unas diez
semanas intentando obligarme a decirles algo que ellos no sabían ya.
- ¿Algo sobre
el K-Ochenta y ocho quiere usted decir?
- No mencioné
el K-Ochenta y ocho. No creo que ellos hayan oído hablar de eso. Simplemente me
hicieron preguntas generales: en qué planes de investigación estábamos
embarcados... y cosas así.
Puntería
fallada. Dos.
- Bien, mister
Martino - dijo Finchley, y el cráneo de Martino se movió pavorosamente sobre a
cuello, como si fuera la torreta de un tanque girando -. Se han tomado muchas
molestias con usted. Francamente, si nosotros hubiéramos sido los primeros en
traerlo aquí hay una probabilidad de que hoy pudiese estar vivo, sí, pero no se
habría parecido muchísimo a usted mismo.
El brazo de
cristal se crispó agudamente contra el costado de la mesa. Se produjo un
silencio prolongado. Rogers medio esperó alguna amarga respuesta del hombre.
- Sí, comprendo
lo que usted quiere decir. - Rogers quedó sorprendido ante el completo despego
de la voz ligeramente sofocada -. No lo hubiesen hecho si no hubieran esperado
que su inversión iba a producir unos buenos beneficios positivos.
Finchley miró
esperanzadamente a Rogers. Después se encogió de hombros.
- Creo que lo
ha dicho usted del modo más específico posible - le dijo a Martino.
- No han
conseguido nada, mister Finchley. Tal vez porque han hecho un trabajo tan
bueno. Resulta muy difícil quebrantar a un hombre que no muestra sus nervios.
Un buen punto
éste.
Al levantarse,
los muslos de Rogers empujaron la litera, y ésta produjo un chirrido al
deslizarse sobre el suelo de cemento.
- Muy bien,
mister Martino. Gracias. Y lamento el que no hayamos podido llegar a ninguna
conclusión.
El hombre
asintió con la cabeza.
- También yo lo
lamento.
Rogers le
observó atentamente.
- Una cosa más.
Usted sabe que una de las razones por la que le hemos acosado tanto es porque
el gobierno está ansioso sobre el futuro, del programa del K-Ochenta y ocho.
- ¿Sí?
Rogers se
mordió el labio.
- Me temo que
todo eso se ha terminado ya. No pueden esperar por más tiempo.
Martino se
apresuró a mirar a Rogers, luego a Finchley y finalmente de nuevo a Rogers.
Este hubiera podido jurar que sus ojos resplandecían con una luz propia. Se
produjo un seco chasquido, y Rogers miró el borde de la mesa, donde la mano del
hombre se había cerrado convulsivamente.
- ¿No me van a
permitir nunca más trabajar? - preguntó el hombre.
Bruscamente se
apartó de la mesa, y permaneció como si también el resto de sus músculos
hubiesen sido reemplazados por cables de acero muy tensos.
Rogers sacudió
la cabeza.
- No puedo
decirlo oficialmente. Pero no creo que se atrevan a dejar a un hombre de su
habilidad acercarse a cualquier trabajo secreto. Por supuesto, en su caso es preciso
tomar aún una decisión política. De manera que no puedo decir nada definitivo
hasta que no sepa en qué consiste esa decisión.
Martino dio
tres pasos hacia el extremo de la habitación, giró en redondo y caminó hacia
adelante.
Rogers se halló
ofreciendo excusas al hombre.
- No pueden
correr ese riesgo. Probablemente tratarán de abordar de otra manera el problema
que el K-Ochenta y ocho tenía que resolver.
Martino se dio
un golpe en el muslo.
- Probablemente
recurrirán a esa monstruosidad de Besser.
Se sentó
bruscamente, con la cabeza apartada de ellos. Su mano hurgó en el bolsillo de
la camisa e introdujo el extremo de un cigarrillo a través de la rejilla de la
boca. Un motor zumbó, y el interior trenzado de caucho se cerró en torno a él.
Encendió el cigarrillo con su temblorosa mano sana.
- Maldita sea -
murmuró salvajemente -. Maldita sea, el K-Ochenta y ocho era la solución.
Sufrirán un fracaso si intentan poner en práctica eso aborto que es el trabajo
de Besser. Furiosamente, aspiró una bocanada de humo de su cigarrillo.
De repente giró
la cabeza y miró a Rogers.
- ¿Qué demonios
mira usted? Tengo una garganta y una lengua. ¿Por qué no habría de fumar?
- Lo sabemos,
mister Martino - dijo suavemente Finchley.
La roja mirada
de Martino se desvió hacia él.
- Creen que lo
saben. - Se volvió para quedar mirando a la pared -. ¿No estaban ustedes dos a
punto de irse?
Rogers movió la
cabeza en silencio.
- Sí, sí,
estábamos a punto de irnos, mister Martino. Nos vamos. Lo siento.
- Muy bien. -
Se sentó y permaneció sin hablar hasta que estuvieron casi al otro lado de la
puerta. Entonces dijo -: ¿Pueden proporcionarme algo de tejido para los
cristalinos?
- Le enviaré
algo inmediatamente. - Rogers cerró la puerta con suavidad -. Se ve que se le
ensucian los ojos - comentó.
El hombre del
F.B.I. asintió con la cabeza ausentemente, mientras caminaba por el pasillo
junto a él.
Incómodo,
Rogers dijo:
- Ha sido un
verdadero espectáculo el que ha ofrecido. Si es Martino, no se lo reprocho.
Finchley hizo
una mueca.
- Y si no lo
es, tampoco se lo reprocho.
- ¿Sabe usted?
- repuso Rogers -, si hubiésemos sido capaces de despejar hoy el misterio de su
identidad, habrían podido seguir desarrollando el programa del K-Ochenta y
ocho. En realidad no sería dado de lado hasta medianoche. Más o menos dependía
de mí.
- ¿Sí?
Rogers asintió
con la cabeza.
- Le he dicho
que se había renunciado al programa porque deseaba ver lo que hacía. Supongo
que he pensado que eso podría influir positivamente.
Rogers sentía
una peculiar clase de derrota. Había trabajado mucho. Estaba vacío de energía,
y en adelante, todo sería un continuo descenso, hasta volver al lugar de donde
había venido.
- Bien - dijo
Finchley -, no puede decir que no haya reaccionado.
- Sí, lo ha
hecho. Ha reaccionado. Pero no ha reaccionado en una forma que hubiese podido
sernos de utilidad. Todo cuanto ha hecho es obrar un ser humano normal.
CAPITULO IV
El laboratorio
de física de la Memorial High School de Bridgetown era una habitación larga,
con una pared formada por las ventanas de la fachada del edificio. Estaba
amueblada con largas y barnizadas mesas que se extendían hacia el extremo de la
habitación donde el pupitre de Edmund Starke se hallaba instalado sobre una
plataforma. Las pizarras se prolongaban a lo largo de dos de las restantes
paredes, y los armarios que contenían el equipo ocupaban la otra. Por sus
dimensiones la estancia era adecuada para su propósito, pero no era lo
suficiente buena para satisfacer a Starke, ni originalmente había sido
designada para ser un laboratorio. Al hacerla, su propósito había sido que
sirviera como el espacio que encerraba la usual clase de física del colegio y
esto es lo que era.
Lucas Martino
la veía como algo distinto, aunque no se daba cuenta de ello y durante algún
tiempo no hubiera podido decir porqué. Pero jamás se recordó ni una vez que una
clase superior de aquella especie hubiera podido ser mantenida en cualquier
colegio superior del mundo. Era su clase de física, y las lecciones eran dadas
por su profesor, en su laboratorio. Aquel era su lugar, en su lugar, como todos
en su universo estaba en su lugar o empezaba a estar cerca de ello, de manera
que cuando acudía cada día, lo primero que hacía era mirar en torno suyo
inquisitivamente antes de tomar asiento ante una de las mesas, con un
inequívoco contento y con expresión extrañamente posesiva. En consecuencia,
Starke lo consideró en seguida un ávido estudiante.
Lucas Martino
no podía ignorar un hecho. No juzgaba ningún hecho, sino que sólo los
registraba, convencido de que algún día encontraría la parte a la cual podía
ser encajado, sabiendo que algún día todas esas partes, por un inevitable
proceso, se reunirían para formar un completo mecanismo que él podría poner en
uso. Además, todo cuanto veía representaba para él un hecho. No hacía juicios,
y de esta manera nada era trivial. Todo cuanto veía o todo aquello de lo que
oía hablar era puesto en alguna parte de su cerebro. Su memoria era fotográfica
- no estaba interesado en una imagen estática de su pasado - sino que era plenamente
inclusivo. La gente decía que su mente era un revoltijo de extraños
conocimientos. Y siempre estaba intentando conseguir que esas cosas encajaran
juntas, para ver a qué mecanismo conducían.
En las clases
era tranquilo y contestaba sólo cuando le preguntaban. Tenía el hábito de
depender de sí mismo para hacer que encajaran sus propios hechos, y la idea de
consultar a otra persona - incluso a Starke - haciendo una imprevista pregunta
era completamente ajena a él. Estaba acostumbrado a un natural orden de cosas
en el que pocas respuestas eran proporcionadas. Pedirle a Starke que le ayudara
a asir el significado de los hechos le habría parecido injusto.
En
consecuencia, sus notas mostraban imprevisibles altibajos. Como en todas las
clases de ciencias de los colegios superiores, se suponía que la única cosa
nueva que debía ser enseñada en la clase de física de Starke era la parte
principal de la amplia base teórica. De sus estudiantes se esperaba que se
aprendiesen de memoria las diversas y más simples leyes, como otros tantos
ladrillos para, elevar una posiblemente útil estructura. No se esperaba aún de
ellos, y probablemente jamás se les exigiría tal cosa, que construyeran algo
cuya concepción hubiese brotado de sus propias mentes. Lucas Martino no consiguió
darse cuenta de ello. Si se le hubiera ocurrido la idea, se habría sentido muy
incómodo. Su idea era que Starke ponía a su disposición ciertas sugerencias, y
que se suponía que él debía rellenar el resto por sí mismo.
De manera que
había veces en las que veía la inevitable dirección que iba a tomar una lección
antes de que se hubieran enfriado sus primeras frases, y otras en las que
llegaba a la conclusión de un experimento antes de que Starke lo hubiese
demostrado por medio de sus aparatos. Una cosa tras otra iban ocupando el lugar
que les correspondía, y él formaba su estructura extrayendo medios de aquel
almacén de medio ideas, barruntos y datos no relacionados entre sí. Cuando esto
sucedía, experimentaba lo que otra persona hubiese llamado el fogonazo de un
genio.
Pero había
otras ocasiones en que las cosas sólo parecían encajar, en que realmente no
encajaban, y entonces se deslizaba por un callejón sin salida en persecución de
una absurda equivocación cometiendo algún ridículo error que nadie más había hecho
o podría hacer.
Cuando esto
sucedía, penosamente avanzaba en dirección inversa a lo largo de la falsa
cadena de hechos, tomándolos en uno en uno para examinarlos y ver por qué se
había dejado engañar, hasta que al fin descubría la verdadera pista. Pero
cuando había construido una estructura, le resultaba difícil descartarla por
entero. De manera que en otra parte de su mente había un almacén de
interesantes ideas que no eran operantes, pero que a pesar de todo eran
interesantes: teorías que eran absurdas, pero que habían parecido capaces de
sostenerse conjuntamente. Hasta cierto punto, esas fantasmales herejías
permanecían en el fondo para colorear sus pensamientos. Jamás habría de poder
ser por completo un ortodoxo perorador de teorías
Mientras tanto,
continuaba reuniendo hechos.
Starke era
veterano de la enseñanza en las escuelas superiores. Había visto a ciertos
compañeros bastante mediocres avanzar en sus carreras; pero él se hallaba ya
más allá del punto en que hubiese podido considerarlos con resentimiento, y
mucho antes de eso había rebasado el punto en el que hubiese podido sentirse
inclinado a malgastar conversaciones sobre ellos. Hacía ya mucho tiempo que
había descubierto que los intereses de ellos no eran comunes con los suyos
propios.
De manera que
Lucas Martino le atrajo y se sintió obligado a establecer con el muchacho
alguna clase de lazo. Le llevó varias semanas encontrar la oportunidad, e
incluso entonces tuvo que forzarla. Era torpe porque la sociabilidad no
constituía su punto fuerte. Era hombre frugal, y no veía razón alguna para
establecer relaciones sociales con personas a las que no respetara, y la verdad
era que respetaba a muy pocas personas.
Lucas se
hallaba terminando un informe al final de la jornada cuando Starke se levantó
de la silla, esperó hasta que el resto de la clase comenzó a desfilar y se
acercó al muchacho.
- Martino...
Lucas alzó la
vista, sorprendido pero no sobresaltado.
- ¿Si, mister Starke?
- Hum... No
eres miembro del Club Físico, ¿verdad?
- No, señor.
El Club Físico
existía como otra excusa para hacer una fotografía de todo el grupo y colocarla
en el libro del año.
- Bien, he
estado pensando que quizá el club debiera realizar algunos experimentos
especiales. Fuera de la clase. Podría incluso idear algunas demostraciones y
ponerlas en práctica ante una asamblea. Creo que el resto del cuerpo
estudiantil podría sentirse interesado. - Todo esto era pura invención, que se
le había ocurrido en el impulso del momento, y Starke quedó asombrado de sí
mismo -. Me pregunto sobre si tú desearías sumarte a eso.
Lucas sacudió
la cabeza.
- Lo siento,
mister Starke. Como tengo que entrenarme para el equipo del fútbol y trabajar
por la noche, no dispongo de mucho tiempo.
Ordinariamente,
Starke no habría insistido más. Ahora dijo:
- Vamos, vamos,
Martino. Frank Del Bello pertenece también al equipo, y sin embargo, es un
miembro del club.
Por alguna
razón, Lucas sintió como si Starke estuviera tentando y exponiendo un nervio.
Después de todo, por lo que Lucas Martino sabia hasta ese momento, no tenía
ninguna base racional para considerar la clase de física más importante que sus
otros cursos. Pero reaccionó aguda y velozmente.
- Me temo que
no estoy interesado en ciencia popular, mister Starke.
Se había dejado
pasar por alto el hecho de que pertenecer al club tal como era y seguir el
nuevo programa de Starke eran dos cosas diferentes. No estaba interesado en
sutiles puntos argumentativos. Claramente comprendía que iba en pos de algo
enteramente distinto y que Starke, teniendo aún reunido todo su impulso, no
cesaría de acosarle.
- No creo que
demostrar la desintegración nuclear dejando caer un corcho en una serie de
ratoneras tenga algo que ver con la física. Lo siento.
De repente fue
un momento difícil para ambos. Starke no estaba acostumbrado a que le
detuvieran una vez había comenzado algo. Lucas Martino vivía para los hechos, y
los hechos de las circunstancias no le permitían sino una sola posición, tal
como él veía las cosas. En un sentido muy real, el uno y el otro sintieron la
masa del contrario oponerse resistencia, y ambos supieron que de eso habría de
derivarse algo violento a menos de que encontrasen algún medio neutro de
separarse.
- ¿Cuál es tu
idea de la física, Martino?
Lucas vio en
esto una oportunidad y la aceptó agradecidamente. Comprobó que le conducía más
lejos de lo que había pensado.
- Creo que es
la cosa más importante del mundo, señor - dijo, y se sintió como un hombre que
ha tropezado en un umbral.
- Eso cree,
¿eh? ¿Por qué? - preguntó Starke, y con ello metafóricamente cerró la Puerta
detrás de él.
Lucas trató de
encontrar palabras.
- El universo
es una estructura perfecta. En el todo se halla en equilibrio. Es completo.
Nada puede ser añadido ni sustraído.
- ¿Y qué quiere
decir eso?
Poco a poco los
hechos fueron encajando en la mente de Lucas Martino. Ideas, medio
pensamientos, fragmentos de formulación que no conseguía reconocer como
fragmentos de una filosofía, todas estas cosas súbitamente se colocaron en un
orden sistemático y natural mientras escuchaba lo que acababa de decir en un
impulso. Por vez primera desde el día en que se presentó en aquel laboratorio
con un cuaderno de notas blanco y sin emplear, comprendió exactamente lo que
hacía allí. Comprendió algo más que eso: se comprendió a sí mismo. La imagen de
sí mismo quedó completa, acabada para siempre.
Eso le dejó en
libertad de volverse hacia otra cosa distinta.
- ¿Bien,
Martino?
Lucas respiró
hondamente, y comenzó de manera titubeante.
- El universo
está construido en formas perfectamente encajadas. Cada vez que uno modifica la
posición de una, afecta a todas las demás. Si añade algo en su lugar, tiene que
sustraerlo de alguna parte. Todo cuanto hacemos ha sido hecho hasta ahora, ha
sido realizado modificando la posición de las piezas del universo. Si supiéramos
pon exactitud dónde encaja todo, y lo que el removerlo haría a todas las otras
piezas, podríamos efectuar las cosas más eficazmente. Esto es lo que la física
hace: investigar la estructura del universo y darnos un sistema para manejarlo
con él. Es la cosa más básica. Todo depende de ella.
- Eso es para
ti un artículo de fe, ¿no?
- Es que las
cosas son así. La fe no tiene nada que ver con ello.
La respuesta
brotó rápidamente. No había comprendido en absoluto qué había querido decir
Starke. Estaba demasiado absorto en la comprobación de que acababa de saber
para qué estaba hecho él.
Starke había
tenido que afrontar en otras ocasiones discursos cuidadosamente ensayados. Por
lo menos cada año tenía que afrontar uno de algún brillante muchacho que había
visto una película sobre Young Tom Edison. Sabía que probablemente Martino no
pretendía hacer lo mismo que aquellos otros, pero le habían engañado ya más de
una vez. De manera que envolvió al muchacho en una prolongada ojeada antes de
decir algo.
Vio a Lucas
Martino devolviéndole la mirada de la misma manera como los muchachos de
dieciséis años toman sus irrevocables votos cada día.
Eso disturbio a
Starke. Le hizo sentirse incómodo, y por primera vez en su vida le obligó a
retroceder.
- Bien. Así,
pues, ésa es tu idea de la física. Tienes el propósito de continuar en el
Tecnológico de Massachussets, ¿no?
- Si puedo
conseguir el dinero que se necesita para ello, y mis notas no son demasiado
elevadas, ¿verdad?
- La cuestión
de las notas poca importancia tendrá si te preocupas de ello. El semestre no
está ni mucho menos a punto de acabarse. Y el dinero no constituye ningún
problema. Hay toda clase de becas científicas. Si te falla eso, probablemente
podrás lograr incorporarte a uno de los grandes equipos como G.E.
Martino sacudió
la cabeza.
- Es un
problema de tres factores. El nivel de mis notas no será así de elevado, por
mucho que me esfuerce en los dos próximos años. No deseo verme atado a la
compañía de nadie, y tercero, las becas no lo cubren todo. Es necesario
disponer de prendas decentes para acudir al colegio, y necesitas tener en el
bolsillo el suficiente dinero para divertirte de vez en cuando. He oído hablar
del M.I.T. Ningún ser humano puede estudiar todos sus cursos y al mismo tiempo
trabajar para ganar dinero. Si uno va allí, tiene que estar allí las
veinticuatro horas del día. Y yo aspiro a conseguir mi doctorado. Eso significa
un minimum de siete años. No, iré a Nueva York después de haberme graduado aquí
y trabajaré en el restaurante de tío Luke hasta que haya podido ahorrar algo de
dinero. Seré un residente de Nueva York y estudiaré en el colegio superior.
Allí procuraré obtener buenas notas, y de esa manera me será posible conseguir
la beca para Massachussets.
Este plan se
desarrolló fácil y espontáneamente. Starke no hubiera podido adivinar que había
sido concebido en ese mismo instante. Martino había situado juntos los hechos,
había visto cómo encajaban y qué acción indicaba. Era así de fácil.
- Has hablado
de ello con tus padres, ¿verdad?
- Aún no. - Por
vez primera se mostró vacilante -. Va a ser duro para ellos. Pasará bastante
tiempo antes de que pueda enviarles algo de dinero.
Y además de
eso, aunque él no podía decírselo a un extraño, la vida de la familia cambiaría
para siempre, nunca más volverla a ser de nuevo lo que había sido.
- No comprendo
- dijo su madre -. ¿Por qué te ha entrado de repente la idea de ir a ese
colegio de Boston? Boston está muy lejos de aquí. Mucho más lejos que Nueva
York.
No tuvo una
fácil respuesta. Permaneció torpemente sentado a la mesa del comedor, con la
mirada posada en su plato.
- Tampoco yo lo
comprendo - le dijo su padre a su madre -. Pero si allí es donde desea ir,
supongo que será porque tiene sus razones. En todo caso, no se va a ir
inmediatamente. Para cuando llegue ese momento, será un hombre. Y un hombre
tiene derecho a decidir esas cosas.
El miró a su
madre y después a su padre, y pudo ver que no se trataba de algo que pudiese
explicar. Por un momento, casi dijo que había cambiado de idea.
En lugar de
ello, dijo:
- Gracias por
vuestro permiso.
Mueve una pieza
del universo, y todas las demás se ven afectadas. Añade algo a una pieza, y
otra debe perder. ¿Qué otra alternativa hubiera podido tener, cuando todo
estaba relacionado, cuando un bloque de hechos estaba contra otro y sólo había
una manera buena de proceder?
CAPITULO V
El octavo día
después que el hombre había cruzado la frontera, el anunciador zumbó en la mesa
de Rogers.
- ¿Sí?
- Mr. Deptford
está aquí y desea verle, señor.
Rogers gruñó.
Dijo:
- Que pase, por
favor.
Deptford
penetró en la oficina. Era un hombre delgado, de cara gris, vestía traje oscuro
y traía una cartera de negocios.
- ¿Cómo está
usted, Shawn? - preguntó suavemente.
Rogers se
levantó.
- Muy bien,
gracias - contestó lentamente -. ¿Y usted?
Deptford se
encogió de hombros. Se sentó en la silla que había junto al extremo de la mesa
de Rogers y colocó la cartera sobre su regazo.
- Me ha
parecido conveniente bajar conmigo la decisión sobre el asunto de Martino. -
Abrió la cartera y le tendió a Rogers un sobre de papel manila -. Ahí dentro
hay los datos sobre las directrices políticas oficiales, y una carta para usted
de la oficina de Karl Schwenn.
Rogers cogió el
sobre.
- ¿Se lo ha
hecho pasar muy mal Schwenn, señor?
Deptford sonrió levemente.
- La verdad es
que no saben en absoluto lo que hacer. Y no parece que eso sea culpa de alguien
en particular. Pero necesitan sumamente una solución. Ahora, habiendo resuelto
sacrificar el programa K-Ochenta y ocho, ya no la necesitan con tanta urgencia.
Pero siguen necesitándole, desde luego.
Rogers asintió
con la cabeza lentamente.
- Le voy a
reemplazar como jefe de sector. Han puesto a un nuevo hombre en mi viejo
puesto. En la carta de Schwenn le confían la misión de seguir a Martino. En
realidad, creo que Schwenn ha encontrado la mejor solución a una situación
complicada.
Rogers sintió
que los labios se le estiraban en una incómoda mueca de sorpresa y embarazo.
- Bien.
No había nada
más que decir.
- La
investigación directa no remedia nada - le dijo Rogers al hombre -. Lo hemos
intentado, pero no puede ser hecho así. No podemos demostrar quién es usted.
Los refulgentes
ojos le miraron impasiblemente. No había manera de poder saber lo que estaba
pensando el hombre. Se encontraban solos en la pequeña estancia, y de repente
Rogers comprendió que aquello se había convertido en una cosa personal entre
ambos. Ahora podía darse cuenta de que había ido sucediendo gradualmente, que
en los últimos días había ido formándose a pequeños incrementos, pero ésa fue
la primera vez que reparó en ello, y por eso pareció como si hubiera ocurrido
súbitamente. Rogers se sintió responsable personalmente de que el hombre se
encontrara allí y de todo cuanto le había ocurrido. Era una forma de sentir
improfesional, pero el hecho era que él y aquel hombre estaban allí cara a
cara, solos, y que esto los acercaba totalmente.
- Comprendo lo
que usted quiere decir - repuso el hombre -. He estado pensando mucho en ello.
Permanecía
rígidamente sentado en la silla, su mano colocada sobre las piernas. No había
manera de saber si había pensado en ello fría y desapasionadamente, o si
esperanzas e ideas desesperadas habían formado eco en su cerebro como hombres
en una prisión aporreando los barrotes.
- Creía que me
sería posible buscar alguna solución. ¿Qué me dice de las formas que ofrecen
los poros de la piel? Estas no pueden haber cambiado.
Rogers sacudió
la cabeza.
- Lo siento,
Mr. Martino. Créame, nuestros expertos en identificaciones físicas han estado
durante días examinando intensamente este asunto. Es cierto que fueron
mencionadas las formas que ofrecen los poros. Pero, desgraciadamente, eso no
podría servirnos de nada. No nos habíamos preocupado de eso antes de que se
produjese la explosión, y en nuestros archivos no hay nada al respecto. A nadie
se le ocurrió pensar en detalles tan minuciosos. - Levantó la mano para
rascarse la cabeza, y la dejó caer resignadamente -. Me temo que esto mismo
puede ser dicho en lo que se refiere a todo lo demás. Tenemos archivadas sus
huellas dactilares y fotografías retinales. Todo ello es inútil ahora.
«Y aquí
estamos», Pensó, «dando vueltas en torno a la cuestión de si usted es
verdaderamente Martino, pero un Martino que se ha pasado al bando de ellos. Hay
límites a lo que las gentes civilizadas pueden intentar abiertamente, por muy
intensamente que puedan especular. De manera que todo lo demás poco importa. No
hay ningún fácil escape para ninguno de los dos, sea lo que sea lo que digamos
o hagamos ahora. Hemos tratado de encontrar las respuestas fáciles, y no hemos
hallado ninguna. Ahora, tanto para usted como para mí, se trata de dejar correr
el tiempo»
- ¿No hay nada
en absoluto que pudiese dar resultado?
- Me temo que
no. No tiene marcas o cicatrices que no pudiesen ser falsificadas, ni tatuajes,
nada. Hemos pensado en todo, Mr. Martino. Hemos pensado en todas las
Posibilidades. Hemos acumulado un verdadero equipo de especialistas. Todo el
mundo se muestra de acuerdo en que no se puede pensar en hallar una rápida
respuesta.
- Eso es
difícil de creer - dijo el hombre.
- Mr. Martino,
usted se halla más profundamente implicado en el problema que cualquiera de
nosotros. A usted le ha sido imposible ofrecernos algo útil. Y usted es hombre
muy inteligente.
- Sí, soy Lucas
Martino - apuntó secamente el hombre.
- Aun cuando no
lo fuera. - Rogers apoyó sobre las rodillas las palmas de las manos -.
Considerémoslo de manera lógica. En todo cuanto nosotros podamos pensar, ellos
han podido pensar primero. Al intentar establecer algo sobre usted es inútil abordar
normalmente el problema. Nosotros somos los especialistas encargados de
identificarle a usted y la mayor parte llevamos largo tiempo haciendo esta
clase de trabajo. Hace siete años que soy jefe del departamento de seguridad
del G.N.A. de este sector. Soy el individuo responsable de los agentes que
introducimos en su organización. Pero al intentar deshacerle a usted, tengo que
afrontar la posibilidad de que otros tantos expertos del otro bando hayan
montado sus piezas y de que usted mismo pueda estar a la altura de mi propia
experiencia en la cuestión de las falsas identidades. Lo que aquí se halla en
conflicto son los totales esfuerzos de dos eficientes organizaciones, cada una
de las cuales posee los recursos de la mitad del mundo. Esta es la situación, y
todos tenemos que atenernos a ella.
- ¿Qué va a
hacer usted?
- Para
decírselo es para lo que he bajado. No podemos mantenerlo aquí indefinidamente.
Nosotros no hacemos las cosas de esa manera. De forma que es usted libre de
irse.
El hombre alzó
la cabeza bruscamente.
- En eso hay
algún inconveniente.
Rogers asintió
con la cabeza.
- Sí, lo hay.
No podemos permitirle volver a emprender un trabajo sensitivo. Ese es el
inconveniente, y usted ya lo conocía. Ahora es oficial. Es usted libre de irse
y hacer cuanto quiera, siempre que no tenga nada que ver con la física.
- Ya - repuso
tranquilamente el hombre -. Lo que ustedes desean es ver cómo me comporto.
¿Cuánto tiempo ya a durar esa situación? ¿Durante cuánto tiempo me van a estar
vigilando?
- Hasta que hayamos
descubierto quién es usted.
El hombre
comenzó a reír, quieta y amargamente.
- ¿De manera
que se va de aquí hoy? - preguntó Finchley.
- Mañana por la
mañana. Desea ir a Nueva York. Le pagamos el viaje por avión, le hemos
concedido una pensión del cien por cien por incapacidad y le hemos dado cuatro
meses de paga retrasada, como se la hubiésemos dado a Martino.
- ¿Va a hacer
que un equipo lo vigile en Nueva York?
- Sí. Y yo iré
en el avión con él.
- ¿Irá usted?
¿Renuncia al empleo que tiene aquí?
- Si. Ordenes.
El es mi bebé personal. Mandaré a la unidad de vigilancia del G.N.A. en Nueva
York.
Finchley le
miró con curiosidad. Rogers le resistió la mirada. Al cabo de un momento, el
hombre del F.B.I. emitió un sonido entre sus dientes superiores y dejó que todo
quedara reducido a eso. Pero Rogers vio su boca estirada por la peculiar mueca
con la que un hombre trata de demostrar que un compañero de profesión ha dejado
de contar con su respeto.
- ¿Cuál va a
ser su procedimiento? - preguntó Finchley - ¿Simplemente mantenerlo bajo
constante vigilancia hasta que haga un movimiento falso?
Rogers sacudió
la cabeza.
- No. No
podemos limitarnos a estar mano sobre mano. No tenemos a nuestra disposición
sino un posible medio de identificación. Tenemos que construir un perfil
psicológico de Lucas Martino. Después lo compararemos con los actos y
respuestas de ese individuo en situaciones en las que podamos saber exactamente
cómo hubiera reaccionado el verdadero Martino. Vamos a ahondar tan
profundamente como sea necesario. Vamos a reducir a Lucas a un número
determinado de puntos en un diagrama, y después vamos a hacer otro diagrama de
ese individuo, para compararlos. De manera que cada vez que haga algo que no
hubiese hecho jamás Lucas Martino, lo sabremos. Cada vez que se manifieste en
una actitud que el viejo y leal Lucas Martino no se hubiera manifestado,
caeremos sobre él como una tonelada de ladrillos.
- Sí, pero...
Finchley
parecía incómodo. Ya no pertenecía de manera específica al equipo de Rogers. De
ahora en adelante no sería sino el hombre de enlace entre el grupo de
vigilancia del G.N.A. al mando de Rogers y el F.B.I. Como miembro de una
organización diferente, tendría que prestar su ayuda siempre que fuese
necesario, pero su obligación no era ofrecer sugerencias si no las pedían. Y
sobre todo ahora, cuando Rogers podía sentirse inclinado a mostrarse
susceptible en las cuestiones de rango.
- ¿Bien? -
preguntó Rogers.
- Bien, lo que
usted va a hacer es esperar a que ese hombre cometa una equivocación. Es hombre
inteligente, de forma que no la cometerá pronto, y no será grande. Será una
cosa sin importancia, y puede que pase años antes de que la haga. Pueden llegar
a ser quince años. Puede que muera sin haberla hecho. Y durante todo ese tiempo
estará vigilado. Durante todo ese tiempo puede que sea Lucas Martino... y si lo
es, ese sistema no lo demostrará nunca.
La voz de
Rogers fue suave.
- ¿Puede usted
pensar en algo mejor? ¿Puede pensar en algo?
No era culpa de
Finchley el que estuvieran metidos en aquel lío. No era culpa del G.N.A. el que
él hubiera sido trasladado. No era culpa de Martino el que se hubiera producido
todo el asunto. Tampoco era culpa suya, pero en cambio, ¿no era culpa suya el
que Mr. Deptford hubiese sido degradado? Estaban cogidos en una estructura de
circunstancias encajadas las unas en las otras en forma tal que constituían
como una especie de laberinto, y nadie podía hacer otra cosa sino seguir el
primer camino que se le presentaba por delante.
- No - admitió
Finchley -. No se me ocurre ninguna idea digna de ser puesta en práctica.
El campo del
aeropuerto estaba envuelto en niebla, y Rogers permanecía solo, afuera,
esperando a que se levantara. Se mantenía vuelto de espaldas al coche aparcado
a diez pies de distancia, junto al edificio de la administración, donde el otro
hombre estaba sentado con Finchley. Rogers se había subido el cuello del abrigo
y tenía las manos hundidas en los bolsillos. Miraba la sucia piel metálica del
avión que esperaba en la pista. Pensaba en cómo los aviones en vuelo se fundían
con el cielo y resplandecían como ángeles, y cómo cuando reposaban en tierra su
pureza se veía maculada por incontables regueros de grasa, por manchas de
aceite, por las marcas que podían verse en aquellos lugares donde habían
resbalado los pies de los mecánicos y por las gotas de agua mezcladas con
polvo.
Deslizó dos
dedos al interior de su chaqueta, como un carterista, y sacó un cigarrillo.
Cerrando sus delgados labios en torno a él, permaneció con la cabeza
descubierta en medio de la niebla, su cabello una corona de resplandeciente
humedad. Escuchó a los altavoces públicos anunciar que la niebla comenzaba a
disiparse y que los pasajeros debían subir a bordo de sus aviones. Miró a
través de la pared de vidrio del edificio de la administración y vio que en la
sala de espera los pasajeros se ponían de pie, se abotonaban el abrigo y
preparaban los billetes.
El hombre tenía
que mezclarse al mundo en un momento u otro. Ese era un ordinario avión
comercial, y sesenta y cinco personas, sin contar Rogers y Finchley, repararían
en él de un solo golpe.
Rogers inclinó
los hombros, encendió el cigarrillo y se preguntó qué sucedería. La niebla
parecía haberse introducido en sus pasajes nasales y haberse instalado en el
fondo de su garganta. Se sentía aterido y deprimido. El empleado encargado de
revisar los billetes se colocó fuera de la puerta, y los pasajeros comenzaron a
salir de la sala de espera.
Rogers aguzó
los oídos para ver si oía el ruido de la portezuela del coche. Al no escucharlo
en seguida, se preguntó si el hombre iba a esperar hasta que todo el mundo
estuviese a bordo, en la esperanza de ser el último en instalarse en el asiento
y así, por un poco tiempo, evitar que se fijaran en él.
El hombre
aguardó hasta que los pasajeros formaron el inevitable atasco en torno al
empleado. Entonces salió del coche, esperó a que se apeara Finchley y cerró la
portezuela con tal fuerza que el ruido que hizo fue como el estampido de una
pistola.
Rogers volvió
la cabeza en aquella dirección, y se dio cuenta de que todos los demás habían
hecho otro tanto.
Durante un
momento, el hombre permaneció allí sosteniendo con una mano enguantada una
maleta, su sombrero muy encasquetado en su obsceno cráneo, su abrigo abotonado
hasta arriba, el cuello levantado. Después depositó en el suelo la maleta, se
quitó los guantes y levantó la cara para mirar directamente a los otros
pasajeros. Luego levantó su mano de metal y se desprendió del sombrero.
En medio del
silencio que se produjo, echó a andar rápidamente, con el sombrero y la maleta
en la mano sana, mientras con la otra se sacaba del bolsillo superior el
billete. Se detuvo, se inclinó y recogió el bolso de una mujer.
- ¿Es de usted
esto? - murmuró.
La mujer tomó
entumecidamente su bolso. El hombre se volvió a Rogers y con voz
deliberadamente alegre dijo:
- Bien, es hora
ya de que subamos a bordo, ¿no?
CAPITULO VI
El joven Lucas
llegó a la ciudad en una época especial.
El verano de
1966 fue incómodo para Nueva York. Resultó mucho más frío de lo que se
esperaba, y a menudo llovía. Las personas que ordinariamente pasaban en el
parque los atardeceres de verano, paseando de un lado para otro antes de
sentarse para observar pasear a las otras personas, se sentían desilusionadas.
Los gruñones ancianos que vendían helados con sus cochecitos de tres ruedas
hacían sonar sus campanillas más vigorosamente de lo que les hubiese gustado.
Pocas personas acudían a los conciertos del Mall en el Central Park, y la
música, en lugar de difundirse suavemente a través del aire, tenía para los oídos
prácticos un sonido un tanto áspero.
De vez en
cuando se producían días calurosos.
Hubo unas
semanas en las que pareció como si el tiempo se hubiera asentado al fin, y la
ciudad, como una máquina tardía en funcionar, pero que al fin se pone en
marcha, trataba de iniciar su verdadero ritmo veraniego. Pero entonces llovía
de nuevo. La lluvia helaba las aceras en lugar de humedecerlas, y las hojas de
los árboles se abarquillaban en vez de abrirse. Hubiese sido un verano bastante
perfectamente bueno para Boston, pero Nueva York tenía que forzarse un poco.
Todo el mundo estaba un poco nervioso, porque sabían cómo debían ser los
veranos en Nueva York, porque sabían cómo se debía sentir uno durante el
verano, porque sabían que ese año era completamente distinto a los demás.
El joven Lucas
Martino sólo sabía que la ciudad parecía un lugar nervioso y descontento. Su
tío, Lucas Maggiore, que era el hermano mayor de su madre y vivía en los
Estados desde 1936, se sintió bastante alegre al verle y lo contrató, pues empezaba
a hacerse viejo y era un ser melancólico. Espresso Maggiore, el local donde el
joven Lucas iba a trabajar todos los días excepto los lunes, moliendo café,
cargando la ruidosa máquina express, llevando a las mesas brazados de tazas,
habla sido hasta recientemente una simple trattoria de vecindad para los
italianos, a los que no les importaba ser clientes de los rivales kaffeneikons
griegos.
Pero la zona
turista de Greenwich VilIage se había extendido y en aquel entonces incluía la
manzana donde Lucas Maggiore había establecido su cafetería al cesar de
introducir sacos de judías en el almacén de provisiones de su restaurante. De
manera que ahora había murales en las paredes, mesas antiguas, música de Muzak
y una nueva caja registradora eléctrica marca I.B.M. Lucas Maggiore, un
fornido, pesado, sobrio soltero que siempre se las había arreglado para tener
bastante dinero, ahora tenía más. Por eso le fue posible pagar a su único
sobrino más de lo que se merecía, y sin embargo, aún le quedaba lo suficiente para
preguntarse sí no debería vivir más libremente de cuanto lo había hecho en el
pasado. Pero tenía una cauta inclinación contra la idea de exponerse demasiado
a la tentación, y por eso se mostraba melancólico. Sentía un vago resentimiento
contra la cafetería. Y habiendo contratado a un gerente, permanecía aumente la
mayor parte del tiempo. Empezó a detenerse más y más a menudo junto a las mesas
de Park Departament en Washington Square, donde los ancianos arropados en
negros abrigos jugaban a las damas con la concentración de jugadores de
ajedrez, y algunas veces estaba a punto de pedirles que le dejasen jugar.
Cuando el joven
Lucas llegó a Nueva York, su tío le abrazó en Pennsylvania Station, le dio unos
golpecitos entre los omóplatos y le cogió por ambos brazos para mirarle.
- ¡Ah, Lucas!
¡Bello nipotino! ¿E la mama, e il papa... come le portano?
- Están
estupendamente, tío Lucas. Le envían su amor. Me alegra mucho verle.
- Ya. De
acuerdo... Yo te agrado, tú me agradas... todo marcha bien. Vamos.
Tomó en una de
sus manazas la maleta de Lucas y lo condujo hacia el metro de la estación.
- Mrs.
Dormiglione, mi patrona, tiene dispuesta una habitación para ti. Barata. Es una
buena habitación. Estarás bien. La vieja Dormiglione no es muy dada a limpiar.
Eso tendrás que hacerlo por ti mismo. Pero de esa manera no te molestará mucho.
Eres joven, Lucas, y sin duda alguna no desearás que los ancianos estén todo el
tiempo molestándote. Desearás estar con personas jóvenes. Tienes dieciocho años
y querrás vivir un poco.
Lucas Maggiore
inclinó la cabeza en dirección de una muchacha, que pasaba entonces por allí.
El joven Lucas
no supo en absoluto lo que decir. Siguió a su tío al interior de un vagón del
metro y se cogió a la barra que había encima de su cabeza cuando el metro
sufrió una sacudida antes de ponerse en marcha. Finalmente, no teniendo nada
concluyente que decir, no dijo nada. Cuando él metro alcanzó la Calle Cuatro,
él y su tío se apearon y se fueron a una casa de habitaciones amuebladas
situada en West Broadway, donde Lucas Maggiore vivía en el piso superior y
Lucas Martino iba a vivir en el sótano, que tenía una entrada separada de la
puerta principal. Después el joven Lucas fue presentado a Mrs. Dormiglione, le
mostraron su habitación y le concedieron unos cuantos minutos para que se
desembarazara de su maleta y se lavase la cara, tras lo cual su tío le llevó a
la cafetería.
Por el camino,
Lucas Maggiore se volvió hacia el joven Lucas.
- Lucas y
Lucas... Demasiados Lucas para un solo establecimiento. ¿No te puso Matteo otro
nombre?
Lucas estuvo un
momento pensando.
- Bien, algunas
veces papá me llama Tedeschino.
- Estupendo. En
la cafetería ése será tu nombre. ¿De acuerdo?
- Muy bien.
De manera que
con ese nombre fue como Lucas fue presentado a los empleados de Espresso
Maggiore. Su tío le dijo que el trabajo comenzaría al mediodía del día
siguiente, le anticipó el sueldo de una semana y le dejó irse. Después de eso
se veían el uno al otro ocasionalmente, y algunas veces, cuando su tío deseaba
compañía, le preguntaba al joven Lucas si le gustaría comer con él o escuchar
música en la sala de recibo de Mrs. Dormiglione. Pero Lucas Maggiore había
arreglado las cosas para que el joven Lucas viviese a su propia manera, con
entera libertad, y sin embargo, se mantenía lo bastante próximo para que el
muchacho no se metiese en ningún lío serio. Consideraba que había hecho lo
mejor para su sobrino y estaba en lo cierto.
De manera que
Lucas pasó su primer día en Nueva York con una firme base bajo sus pies.
Pensó que la
ciudad hubiese podido ser más agradable, pero en cuanto a él mismo se refería,
le estaban dando una justa oportunidad. Se sentía un poco aislado, pero eso era
algo que estaba seguro acabaría por remediar.
Un año después,
con un verano más benigno le resultaría más fácil encajarse en el marco de la
ciudad. Pero ese año, la mayor parte de las personas no se sentían
tranquilizadas. Ese año no se tomaron vacaciones, porque estaban preocupados
con sus actitudes invernales, y de esta manera Lucas descubrió que los neoyorquinos
comían lo mismo en su misma mesa en el restaurante, que te vendían un billete
para el cine, que te estrujaban en un autobús atestado, y que a pesar de todo
cada uno de ellos parecía estar detrás de un muro impenetrable.
Con otro tío,
se hubiera sentido envuelto en un ambiente familiar muy parecido al que había
dejado detrás. En otra casa, hubiera podido tener otra habitación en la que
pronto le habría sido posible recibir a sus vecinos y adquirir amistades. Pero
las cosas se combinaron de tal forma, que la clase de vida que vivió durante el
siguiente año y medio fue completamente independiente. Reconoció la situación,
y con su estilo metódico y lógico comenzó a considerar qué clase de vida
necesitaba.
Espresso
Maggiore era esencialmente una gran sala, con un mostrador en uno de los
extremos, en el cual se alzaba la máquina exprés y eran guardadas las tazas
limpias. Había pesadas y elaboradamente talladas mesas de Venecia y Florencia,
algunas con mármol y otras sin él. Aparte de los murales realizados en un
moderno estilo italianizado por uno de los artistas de la vecindad, en las
paredes había cuadros pintados al óleo y con marcos dorados en los que se
advertía el paso del tiempo. En cada una de las mesas había un azucarero y una
pequeña minuta en la que se hallaban inclinadas la diversas clases de café que
se servían y la pequeña selección de helados y dulces. Las paredes estaban
pintadas con un subido tono amarillo crema, y las luces eran tenues. La música
que sonaba al fondo brotaba de dos altavoces ocultos en dos armarios
auténticamente Cinquencento, y de vez en cuando uno de los habituales
parroquianos traía un busto vagamente romano y una estatua que entregaba al
gerente para tener la satisfacción de verlos exhibidos en un pedestal de madera
en uno de los rincones.
La máquina
exprés dominaba la sala. Cuando Lucas Maggiore abrió por vez primera su
trattoria, compró una moderna máquina eléctrica de segunda mano pero casi
nueva, con un cromado resplandeciente, y la palabra ATALANTO proclamando el nombre
del fabricante en elevadas letras que se destacaban sobre el tubo más superior.
Cuando el local fue decorado de nuevo, la máquina fue vendida a una kaffeneikon
y otra máquina una de las viejas de gas, fue colocada en su lugar. Esta era un
gran vertical cilindro con una parte superior en forma de campana de níquel
plateado, con las cabezas de unos querubines colocados en los costados y un
águila rampante en lo alto de la campana. Desde el mediodía a las tres de la
mañana cada día, excepto los lunes, los habitantes del Village y los turistas
atestaban Espresso Maggiore, y sentados en las sillas con respaldo de alambre,
tomaban capuccino con preferencia al verdadero exprés, que es amargo, e
interrumpían sus conversaciones cada vez que la máquina siseaba al soltar el
vapor.
Además de
Lucas, en Espresso Maggiore había cuatro empleados más.
Carlo, el
gerente, era un fornido y casi siempre silencioso hombre de unos treinta y
cinco años, cortado de la misma pieza que Lucas Maggiore y contratado por esa
razón. Era él quien se encargaba de la máquina, quien usualmente cobraba y
quien supervisaba el trabajo y la limpieza. Le enseñó a Lucas cómo debía moler
el café, le dijo que pasara siempre el paño por las mesas y que tuviese llenos
los azucareros, le enseñó a limpiar los platos y las tazas con la mayor
eficacia, y después de eso le dejó en paz, puesto que el muchacho realizaba
bien su trabajo.
Había tres
camareras. Dos de ellas eran, más o menos típicas muchachas del Village; una de
ellas era del Midwest y la otra de Schenectady, y ambas estudiaban arte
dramático y venían a trabajar desde las ocho a la una. La tercera camarera era
una muchacha de la vecindad, Bárbara Costa, tenía diecisiete o dieciocho años y
trabajaba toda la jornada. Era una muchacha encantadora y delgada que hacía su
trabajo expertamente y no perdía el tiempo hablando con los muchachos del
Village, los cuales venían durante las tardes y permanecían durante horas con
una sola taza de café porque nadie se preocupaba de ellos, con tal de que el
establecimiento estuviese atestado. Debido a que ella permanecía allí todo el
día, Lucas llegó a conocerla mejor que a las otras dos muchachas. Se entendían
bien, y durante los primeros días ella se tomó la molestia de enseñarle la
manera de llevar cuatro o cinco tazas de una vez, de recordar los pedidos
complicados y de hacer rápidamente la cuenta. A Lucas le agradaba por su
carácter amistoso, respetaba su pericia porque estaba organizada en una forma
que él comprendía y se sentía agradecido por tener una persona con la que podía
hablar en los raros momentos en los que sentía el deseo de hacerlo así.
Al cabo de un
mes, Lucas se había aclimatado a la ciudad. Se aprendió de memoria la
complicada red de calles sin números que había debajo de Washington Square,
conocía las principales rutas del metro, encontró una buena y barata lavandería
y una tienda en la que compraba los pocos artículos alimenticios que
necesitaba. Había investigado el sistema de registro y los requerimientos de
ingreso en el City College, había enviado una carta a Massachussets para
solicitar detalles y se había inscrito en el local Selective Service Broad,
donde las notas que obtuvo en el examen de aptitud técnica le sirvieron para
salvar su atraso. Su propósito era inscribirse al cabo de un año como
estudiante de ciencias físicas, pues para eso era para lo que se encontraba en
Nueva York. De manera que, hasta entonces, había conseguido establecer sus
circunstancias de forma que encajaran en sus necesidades.
Pero lo que su
tío le había sugerido el primer día que llegó a la ciudad, estaba comenzando a
girar en la mente de Lucas. A veces se sentaba para pensar en ello
sistemáticamente.
Tenía dieciocho
años, y se hallaba próximo al punto álgido de su vigor físico. Su cuerpo era un
mecanismo excelentemente diseñado, con definidas necesidades y funciones. Ese
particular año era el último período de tiempo libre que podía esperar
disfrutar durante los próximos ocho años.
Sí, decidió, si
alguna vez iba a tener novia, nunca se le presentaría mejor oportunidad que
entonces. Disponía de tiempo y de medios, e incluso tenía el deseo. La lógica
le indicaba el camino, de manera que empezó a buscar en torno suyo.
CAPITULO VII
El avión
comenzó a iniciar su final descenso sobre Long Island, para dirigirse al aeropuerto
internacional de Nueva York, y la azafata del bar le pidió a Rogers y al hombre
que ocuparan sus asientos.
El hombre elevó
graciosamente su vaso, colocó el borde contra la cavidad que hacía las veces de
boca y apuró su bebida. Depositó el vaso y la rejilla se movió para ocupar su
lugar. Se enjugó la barbilla con una servilleta de papel.
- El alcohol es
muy malo para el acero con mucho carbón como componente, ¿sabe? - le dijo a la
azafata.
Había pasado la
mayor parte del viaje en la sala del bar, pidiendo de vez en cuando una bebida,
fumando a intervalos, sosteniendo un vaso o un cigarrillo en su mano de metal.
Los pasajeros y la tripulación se habían visto obligados a acostumbrarse a él.
- Sí, señor -
dijo cortésmente la azafata.
Rogers sacudió
la cabeza. Mientras seguía al hombre a lo largo del pasillo hacia sus asientos,
dijo:
- No si es
acero puro, Mr. Martino. He visto los análisis metalúrgicos referentes a usted.
- Sí - repuso
el hombre, y hebilló su cinturón y dejó que sus manos descansaran ligeramente
sobre sus rodillas -. Usted los ha visto. Pero esa azafata no los ha visto. -
Se colocó el cigarrillo en la boca y dejó que se hundiese allí, sin encender,
mientras el avión se inclinaba. Miró a través de la ventanilla que había a su
lado -. Es raro - dijo -. Había olvidado ya que se llegaba a una hora tan
temprana de la mañana.
En el momento
en que el avión tocó la pista, moderó la marcha y comenzó a rodar hacia la
rampa de salida, el hombre se deshebilló el cinturón del asiento y encendió su
cigarrillo.
- Parece que
hemos llegado - dijo convencionalmente, y se levantó -. Ha sido un agradable
viaje.
- Muy bueno -
repuso Rogers, mientras desataba su propio cinturón.
Miró hacia
Finchley, que estaba al otro lado del pasillo, y sacudió la cabeza cuando el
hombre del F.B.I. elevó las cejas. No había duda alguna: quienquiera fuese
aquel hombre, lo iban a pasar bastante mal con él. Tanto si era Martino como si
no.
- Bien - dijo
el hombre -. Supongo que no volveremos a vernos socialmente de nuevo, Mr.
Rogers. Apenas sé si es conveniente decirle adiós o no.
Rogers le
tendió la mano sin pronunciar palabra.
La mano derecha
del hombre fue cálida y firme.
- Será bueno
volver a ver otra vez Nueva York. Hacía casi veinte años que no estaba aquí. ¿Y
usted, Mr. Rogers?
- Unos doce.
Nací aquí.
- ¡Oh! ¿De
veras?
Se movieron
lentamente a lo largo del pasillo hacia la puerta trasera. El hombre caminaba
delante de Rogers.
- Entonces
estará contento de haber regresado. Rogers se encogió de hombros incómodamente.
La risa del
hombre fue triste.
- Perdone.
¿Sabe usted?, por un momento había olvidado realmente que este no es un viaje
de placer para ninguno de nosotros.
Rogers no supo
lo que responder. Siguió al hombre pasillo abajo, hasta el lugar donde las
azafatas les entregaron sus abrigos. Salieron a la escalera movible. Los ojos
de Rogers se hallaban al nivel de la parte superior de la cabeza descubierta
del hombre.
En la pista
había un grupo de fotógrafos con sus cámaras apuntadas hacia el hombre y
disparando sus flashs en una serie de agudos resplandores.
El hombre
intentó volverse sobre la escalera movible. Su dura mano se aferró al hombro de
Rogers cuando intentó apartarlo de su paso. El trenzado que había detrás de la
rejilla de su boca estaba fuera de la vista. Rogers oyó cerrarse bruscamente
las dos hojas con las que trituraba los alimentos.
Entonces
Finchley se las ingenió para pasar junto a ellos y comenzó a bajar por la
escalera movible. Mientras descendía se introdujo la mano en el bolsillo para
sacar la cartera y luego la chapa del F.B.I. resplandeció brevemente bajo los
fulgores de luz. Los fotógrafos se detuvieron.
Rogers respiró
hondamente y apartó de su hombro la mano del hombre.
- Muy bien -
dijo con suavidad, bajando cuidadosamente la mano del hombre, como si ya no
estuviera sujeta a nada -. Todo va bien, hombre. La situación ha sido dominada.
El maldito piloto debe de haber radiado algo. Finchley tendrá que hablar con
los editores de los periódicos y con los jefes de los servicios telegráficos.
No queremos que propaguen la noticia por todo el mundo.
El hombre
comenzó a descender y abandonó con inseguridad la escalera movible cuando
llegaron al suelo. Murmuró algo que debió ser gracias o una balbuceante excusa.
A Rogers le alegró no haberle oído.
- Nosotros nos ocuparemos
de la cuestión de las noticias. De lo único que tendrá que preocuparse usted es
de las gentes con quienes se encuentre, pero por lo que he visto, creo que
sabrá manejarlas perfectamente.
Los
resplandecientes ojos de Martino se volvieron salvajemente hacia Rogers
- Es que usted
no me ha observado con demasiada atención - gruño.
Esa tarde
Rogers se hallaba en la oficina local del departamento de Seguridad del G.N.A.
amasándose de vez en cuando el hombro mientras hablaba. Veintidós hombres
estaban sentados en ordenadas filas de sillas, y tomaban notas en cuadernos que
reposaban sobre los anchos brazos de las sillas.
- Muy bien -
dijo Rogers con voz cansada -. Todos ustedes tienen copias del dossier de
Martino. Es muy completo, pero para nosotros no es sino un principio. A todos
ustedes se les asignarán misiones oficiales cuando tengan que comenzar a
trabajar, pero quiero que cada uno de ustedes sepa lo que se espera que el
equipo haga en su totalidad. Cualquiera de ustedes puede llegar a descubrir algo
que quizá no le parezca importante a menos de que dispongamos de todo el
cuadro. Lo que deseamos es el diagrama de un hombre, desde el último capilar
a... - Sus labios se retorcieron -. Remache. Por medio de sus informes
individuales vamos a establecer una perfecta descripción de él que nos lo dirá
todo desde el día en que nació hasta el momento en que se produjo la explosión
en el laboratorio. Deseamos saber qué alimentos le agradan, qué cigarrillos
fuma, qué vicios tiene, qué clase de mujeres favorece, y por qué. Deseamos una
lista de los libros que lee... y qué es lo que le agrada en ellos. Casi todos
ustedes no van a hacer otra cosa sino una intensa investigación sobre él.
Cuando hayamos acabado, prácticamente podremos leer su mente.
Rogers dejó que
su mano cayese a su costado. - Porque por su mente es por lo único que podemos
llegar a reconocerle - prosiguió -. Algunos de ustedes van a recibir la misión
de vigilarlo directamente. Serán sus informes los que comparemos con las
investigaciones. De manera que tendrán que ser muy detallados, muy precisos.
Recuerden que él sabe que está siendo vigilado. Eso quiere decir que gran parte
de sus actos estarán encaminados a confundirles. Será en las pequeñas cosas
donde podrá cometer algún error. Observen con quién habla, pero presten la
misma atención a la forma en que enciende los cigarrillos.
Hizo una pausa.
- Pero
recuerden que tienen que vérselas con un genio. Es o Lucas Martino o un agente
soviético, pero, quienquiera que sea, es más inteligente que cualquiera de
nosotros. Tendrán que afrontar eso, tenerlo bien presente, y recordar que
nosotros somos muchos más y que disponemos de un sistema. Naturalmente - añadió
con cierto tono de frustración -, también él puede ser parte de un sistema.
Pero ellos serían mucho más listos si lo dejaran proceder por su propia cuenta.
De nuevo se
detuvo.
- Sí
verdaderamente se trata de un agente soviético, entonces tenemos que
preguntarnos por qué ha sido enviado aquí. Puede ser que esperen seriamente que
vuelvan a destinarlo al programa de desarrollo tecnológico. Si es así, en estos
momentos se encuentra en un agujero, pues no tiene a dónde ir. Tal vez haga un
intento para salir de la Esfera Aliada. Permanezcan atentos a eso. Pero también
puede ser que se encuentre aquí por otra razón. Tal vez los soviéticos se han
figurado que lo íbamos a manejar tal como lo estamos haciendo. Si es así, son
muchas las clases de conejos que puede comenzar a sacar del sombrero. Estamos
enteramente convencidos de que no es una bomba humana o un arsenal andante
lleno de ocultos rayos mortíferos y otras cosas así. Estamos convencidos, pero
quizá estamos equivocados. Vigílenlo MUY atentamente si comienza a comprar
materiales electrónicos o cualquier cosa con la que pueda construir algo.
Suspiró.
- En cuanto a
aquellos que se van a encargar de investigar su historia, si alguna vez insinúa
en el curso de una conversación una idea que tenga cierto cariz subversivo,
deseo saberlo inmediatamente. No sé en qué consiste ese K-Ochenta y ocho, en lo
que él trabajaba, pero sus efectos deben ser terribles. Creo que todos
apreciaremos el que no construya uno de ellos en la habitación trasera de
alguna parte.
Otra vez
suspiró.
- Muy bien.
Preguntas.
Un hombre
levantó la mano.
- Mister
Rogers.
- ¿Si?
- ¿Qué me dice del
otro aspecto de este problema? Yo supongo que en Europa hay un equipo tratando
de penetrar la organización soviética en cuyas manos se ha encontrado él.
- En efecto.
Pero sólo lo hacen porque se comprende que tenemos que prestar atención a todos
los cabos sueltos. No llegarán a ninguna parte. Los soviéticos tienen a un
individuo llamado Azarín que es el equivalente a un jefe de seguridad de
sector. Es muy bueno en su trabajo. Es como un muro de piedra. Si logramos
pasar a través de él será por pura suerte. Si no lo conozco mal, todas aquellas
personas que de una forma u otra han estado relacionadas con este suceso por
ahora se hallarán ya en Ubezkistan, y los informes habrán sido destruidos, si
es que alguna vez han existido tales informes. Se una cosa: había algunos
hombres que yo creía haber conseguido plantar allí. Han desaparecido. ¿Más
preguntas?
- Sí, señor.
¿Cuánto tiempo cree usted que transcurrirá antes de que podamos saber a qué
atenernos con todas seguridad sobre ese individuo?
Rogers se
limitó a mirar al hombre.
Rogers se
hallaba a solas en su oficina cuando Finchley penetró. Afuera comenzaba a
oscurecer, y la habitación estaba sombría a despecho de la lámpara que brillaba
en la mesa de Rogers. Finchley tomó una silla y esperó, mientras Rogers plegaba
sus gafas de lectura y las introducía en el bolsillo superior.
- ¿Cómo han ido
las cosas? - preguntó.
- Me he
preocupado de todo. Prensa, noticiarios y televisión. No le van a hacer esa
clase de publicidad.
Rogers asintió
con la cabeza.
- Estupendo. Si
permitimos que lo conviertan en un monstruo de barraca de ferias, perderemos
nuestra última oportunidad. Ya será bastante difícil tal como están las cosas.
Gracias por haber hecho usted todo el trabajo, Finchley. Jamás podremos hacer
sobre él ninguna observación exacta.
- No creo que
tampoco a él le hubiese gustado esa situación - repuso Finchley.
Rogers le miró
durante un momento.
- Cuando se
trata de algo relacionado con las noticias, ¿no hay nada que se halle en un
nivel más elevado que el F.B.I.?
- En efecto.
Haré que el G.N.A. se mantenga al margen de ello.
- Estupendo.
Gracias.
- Esa es una de
las cosas por las que yo estoy aquí. ¿Qué ha hecho Martino después de lo que ha
ocurrido en el aeropuerto?
- Ha tomado un
taxi para dirigirse a la ciudad y lo ha abandonado en la esquina de la Calle
Doce y la Séptima Avenida. Allí hay un ambigú. Ha tomado un bocadillo y un vaso
de leche. Después ha caminado hacia Greenwich Avenue, y Greenwich abajo hasta
la Sexta Avenida. Por la Sexta abajo ha llegado a la Calle Cuatro. Hace unas
cuantas horas estaba paseando por todas esas calles.
- Ha aparecido
de nuevo en público. Sólo para demostrar que no ha perdido los nervios.
- Eso es lo que
parece. Ha producido una moderada excitación. Las gentes se vuelven para mirarle,
pero pocos son los que le señalan con el dedo. A eso se limita todo. No se
trata de nada de lo que él no pueda hacer caso omiso. Por supuesto hasta ahora
no se ha preocupado de buscar alojamiento. Yo diría que en los últimos momentos
se sentía un poco perdido. El próximo informe tiene que llegar dentro de media
hora... o más pronto si sucede algo drástico. Ya veremos. Estamos haciendo
investigaciones en el ambigú.
Finchley alzó
la vista.
- Usted sabe
que todo este asunto hiere, ¿verdad?
- Sí. - Rogers
frunció el ceño -. ¿Qué quiere darme a entender con eso?
- Ya lo ha
visto usted en el avión. Estaba muriendo a pulgadas, pero no lo ha demostrado
ni una vez. Se ha colocado delante de sesenta personas extrañas y les ha
refrotado la cara con lo que es, sólo para demostrarse a sí mismo, para
demostrárnoslo a nosotros y demostrarlo a ellos que no está dispuesto a meterse
a rastras en un agujero. Los ha engañado a ellos, y nos ha engañado a nosotros.
No se parece a ningún ser de los que caminan por esta tierra, y ha demostrado
que era un hombre tan bueno como cualquiera de nosotros.
- Eso lo
sabemos perfectamente.
- Y después,
justamente cuando lo ha conseguido, el mundo se presenta y le atiza con
demasiada dureza. Se ha visto a sí mismo propagado por todo el mundo aliado en
una página entera a todo color. Y ha comprendido que iba a ser catalogado como
monstruo para toda la vida. Bien, ¿quién no se hubiera tambaleado ante ese
terrible golpe? A mí me ha sucedido en el curso de mi vida, y supongo que
también a usted le ha ocurrido.
- Me imagino
que sí.
- Pero él ha
logrado ponerse de pie. Se ha colocado en una acera para que todo el mundo en
Nueva York pueda mirarle, y lo ha soportado. Sabía lo que se siente al recibir
un golpe, y ha ido en busca de más. Eso es ser un hombre, Rogers... ¡Maldita
sea, eso es ser un hombre!
- ¿Qué hombre?
- Maldita sea,
Rogers, déles un poco de tiempo y la oportunidad adecuada y no hay un agente
secreto que los soviéticos no puedan falsificar. No tenemos un solo hombre al
que no puedan reemplazar con un falso agente si desean hacerlo realmente.
Nadie, nadie en todo el ancho mundo, puede demostrar quién es, pero nosotros
esperamos que este hombre lo haga.
- Tenemos que
esperarlo. No podemos hacer otra cosa al respecto. Ese hombre tiene que
demostrar quién es.
- Podría ser
sencillamente colocado en algún lugar donde fuera inofensivo.
Rogers se
levantó para acercarse a la ventana. Sus dedos juguetearon con el cordón de la
persiana.
- Ningún hombre
es inofensivo en ninguna parte de este mundo. Puede sentarse y no hacer nada,
pero está aquí, y todos los demás hombres tienen que resolver el problema de
quién es y cómo piensa porque hasta que el problema no haya quedado resuelto,
ese hombre es peligroso. El G.N.A. hubiera podido decidir ponerle en una isla
desierta, sí. Y probablemente él no habría podido hacer nada. Pero los
soviéticos puede que tengan el K-Ochenta y ocho. Y el verdadero Martino puede
seguir aún entre ellos. Si consideramos esta posibilidad, ese hombre, aun
colocado en una isla desierta, podría ser el hombre más peligroso del mundo.
Hasta que no tengamos pruebas, eso exactamente es lo que es, sin que poco
importe donde se encuentre. Si hemos de obtener pruebas, las obtendremos aquí.
Si no las vamos a obtener, entonces permaneceremos lo bastante próximos a él
para detenerlo si resulta no ser nuestro Martino. Esta es la situación,
Finchley, y ni usted ni yo podemos impedirlo. Ninguno de los dos seremos lo que
bastante viejos para coger el retiro antes de él muera.
- Escuche,
maldita sea, Rogers, todo eso lo sé perfectamente. No es mi intención volverme
de espaldas a la situación. Pero no hemos cesado de vigilar a ese hombre desde
el preciso instante en que cruzó la frontera. Lo hemos vigilado, vamos a seguir
vigilándole, porque ésa es la misión que se nos ha encomendado, pero en lo que
a mí se refiere...
- ¿Cree usted
que es Martino?
Finchley se
detuvo.
- No tengo
prueba alguna que lo indique así.
- Pero no puede
evitar pensar que es Martino. ¿Por qué sangra? ¿Por qué lloraría si tuviese
lágrimas? ¿Por qué se muestra temeroso y desesperado, y sabe que no tiene a
donde ir? - Las manos de Rogers se aferraron espasmódicamente al cordón de la
persiana -. ¿No nos ocurre eso a todos? ¿No somos todos seres humanos?
CAPITULO VIII
El joven Lucas
Martino se apartó de la mesa recién limpia, sosteniendo en la mano izquierda
cuatro tazas y platillos sucios, cada taza en su platillo tal como le había
enseñado Bárbara, al objeto de poder llevar dos platillos entre los dedos y los
otros dos colocados encima de ellos. La esponja la llevaba en la mano derecha,
dispuesto a limpiar todos los sitios sucios sobre las mesas ante las cuales
pasaba en su marcha hacia el mostrador. Le gustaba trabajar de esa manera,
porque era eficaz, porque así no perdía tiempo, aunque verdaderamente no
importaba que dispusiera de mucho tiempo, ahora que la aglomeración de las
últimas horas de la tarde había terminado.
Se preguntó qué
era lo que producía esas aglomeraciones, mientras colocaba las tazas y los
platillos en el cesto que había debajo del mostrador, tras haber echado las
cucharillas a una pequeña bandeja. No había ninguna razón manifiesta, porqué,
en días indeterminados, Espresso Maggiore solía quedar súbitamente atestado a
las cuatro de la tarde. Lógicamente, la gente debiera haber estado trabajando,
o dirigiéndose a casa para cenar, paseando en el parque cuando los días eran
tan hermosos como aquél. Pero, en lugar de ello, acudían a la cafetería - todos
ellos casi al mismo. tiempo - y durante media hora la cafetería estaba
completamente atestada. Ahora, a las cinco y cuarto, se hallaba vacía de nuevo,
y las sillas permanecían una vez más colocadas en orden contra las mesas
limpias. Pero habían sido unos momentos muy atareados, tan atareados, debido a
que sólo se encontraban de turno Bárbara y él, que Carlo se había visto
obligado a servir también él a las mesas.
Miró las filas
de tazas sucias que habían en el cesto. Le pareció que existía también una gran
posibilidad de que todos los clientes hubieran hecho el mismo pedido. No
capuccino, para cambiar por una vez, sino un simple exprés, y también eso era
curioso, como si la mayoría de las entes de la vecindad hubiesen sentido la
necesidad de un estimulante, en vez de algo para beber.
Pero todos
hacían cosas diferentes: algunos eran dueños de tabernas, otros eran sus
empleados, otros eran artistas, otros eran ociosos, otros eran turistas. ¿Había
días en los que todo el mundo se sentía cansado sin que importase a qué se
dedicaban? Lucas frunció el ceño. Intentó recordar si él mismo se había sentido
alguna vez de esa manera. Pero un caso no proporcionaba una prueba concluyente.
Tenía que registrarlo en su memoria y pensar en ello, para hacer las
pertinentes comparaciones cuando sucediese de nuevo.
Dejó que el
pensamiento se deslizara al fondo de su mente cuando Bárbara limpió la última
de las mesas y se acercó al mostrador. Sonrió tristemente, sacudió la cabeza y
se enjugó la frente ton el dorso de la muñeca.
- ¡Uf! ¿No te
alegrarás cuando este día haya terminado, Tedeschino?
Lucas sonrió.
- Espera a la
aglomeración de la noche.
La observó
inclinarse para colocar su tazas en el cesto, y se sonrojó levemente cuando la
falda de su uniforme se ciñó sobre sus caderas. Se recobró, y apresuradamente
cogió la bandeja de plata para llevarla a la pequeña habitación trasera, que
era donde estaba la fregadera.
- Las
aglomeraciones de la noche no son para mí aglomeraciones, Ted, Alice y Gloria
estarán aquí... y entonces no será ni la mitad de malo. - Bárbara le guiñó el
ojo -. Apuesto a que te alegrará ver a Alice.
- ¿A Alice?
¿Por qué?
Alice era una
muchacha intensa, de cara aguda, que apenas prestaba atención a su trabajo y
ninguna en absoluto a los clientes y a las personas con las que trabajaba.
Bárbara se puso
en la mejilla la punta de la lengua y miró al suelo.
- Oh, no lo sé
- contestó, frunciendo los labios Pero ayer mismo me dijo lo mucho que le
gustabas.
Lucas frunció
el ceño al oír eso.
- No sabía que
tú y Alice hablabais tanto.
No parecía en
absoluta propio de Alice. Pero tenía que pensar en ello. Si era cierto,
significaba complicaciones. Verse mezclado con una muchacha compañera de
trabajo jamás tenía sentido... o al menos eso era lo que había oído decir, y él
podía ver claramente su lógica. Además, sabía exactamente qué clase de muchacha
deseaba para actuales propósitos. No tenía que ser ninguna de la que pudiera
llegar a enamorarse, - Alice encajaba bastante bien en este aspecto, pero tenía
que ser también muy fácil, puesto que su tiempo era limitado. Por esta razón
tenía que vivir bastante lejos para que no pudiese verla durante el ordinario
curso del día, cuando estaba trabajando o estudiando.
- No te gusta
Alice, ¿eh?
- ¿Qué te hace
decir eso? - preguntó, manteniendo los ojos apartados de la cara de Bárbara.
- Tu expresión.
Por tus ojos parece como si estuvieras pensando en algo complicado, y tu boca
tiene una expresión que demuestra que no te gusta,
- Me observas
muy atentamente, ¿no?
- Es posible.
Muy bien, si Alice no te conviene, ¿qué me dices de Gloria? Gloria es bonita.
- Y no muy
inteligente.
Su novia debía
ser alguien con la que pudiera hablar algunas veces.
- Bien. No te
gusta Alice, no te gusta Gloria... ¿quién te gusta? ¿Tienes una muchacha oculta
en alguna parte? ¿La vas a sacar mañana? Mañana es el día destinado a
divertirse, ¿sabes? lunes.
Lucas se
encogió de hombros. Lo sabía. Los últimos lunes había estado recorriendo la
ciudad.
- No. Si
quieres que te diga la verdad, ni siquiera había pensado en que mañana estará
cerrado el establecimiento.
- Hoy nos
pagan, ¿no? No creas que yo no pienso en ello. Hum, muchacho... mañana tengo
una cita, y todo eso.
Lucas sintió
que la boca se le torcía.
- ¿Tu novio?
- Aún no. Pero
puede que llegue a serio... puede que llegue a serlo. Te diré el qué. Es el más
encantador individuo que me ha sacado. Suave, buen bailarín, cortés y con ideas
de adulto. Una muchacha no encuentra a muchos individuos como ése. Cuando se
presenta uno así, procura no dejárselo perder. Pero algunas veces te dices que,
si esperas un poco más, quizá se presente alguien más encantador.. si le
ofreces una oportunidad. - Miró francamente a Lucas -. Supongo que tú puedes
imaginarte cómo es la cosa.
- Sí... bien,
supongo que puedo. - Se mordió el labio superior, miró al suelo, y de repente
dijo: - Ahora tengo que lavar esto.
Con la bandeja
de plata en las manos, se volvió y se apresuró a penetrar en la habitación
trasera. Echó los cubiertos a la fregadera, abrió el grifo del agua caliente, y
permaneció mirándolos, con las manos aferradas al borde de la fregadera. Pero
al cabo de un rato se sintió mejor, aun cuando no podía dejar de ignorar el
pensamiento de que Bárbara tenía novio.
A juzgar por la
lógica, Bárbara no era la muchacha que le correspondía.
En ese
particular lunes, el tiempo se mantuvo bueno. El sol lució lo bastante
cálidamente para hacer que las calles resultaran confortables, y las estrechas
aceras del Village estaban atestadas de sillas en las que los ancianos se
sentaban junto a las escalinatas de sus casas para charlar entre sí y con los
viejos amigos que pasaban por allí. Los hombres más jóvenes que no tenían que
ir a trabajar permanecían reclinados contra los coches aparcados o estaban
sentados en sus guardabarros, y las muchachas del Village caminaban muy
conscientes de sí mismas. Las gentes llevaban sus perros al césped de
Washington Square Park, y en las calles traseras la ropa estaba tendida en las
cuerdas que se tendían entre las escaleras de incendios. Los locales de tenis y
de pelota a mano del Park Departament se hallaban atestados.
Lucas Martino
abandonó su habitación en el sótano y subió a la calle a eso de las dos y
media. Con una camisa ligera y pantalón penetró en medio de aquella vida. Se
encaminó directamente a la estación del metro, sin mirar a ningún lado,
sintiéndose inquieto y turbado. Confiaba en encontrar ese día la muchacha
adecuada, y al mismo tiempo se sentía nervioso al pensar en cómo debía
abordarla. Pensó en la manera en que los conquistadores del colegio superior
habían manejado el problema, y se sintió lleno de confianza en su habilidad
para realizarlo lo mismo de bien. Además, una o dos veces había llevado al cine
a una muchacha, de manera que no era completamente un novato en el particular
código social al que se atenían las muchachas y los jóvenes. Pero no era una compañera
social lo que él andaba buscando.
Existía también
la cuestión de Bárbara, y le parecía que en eso sólo la autodisciplina podría
ser de cualquier utilidad. No podía permitirse verse envuelto en una cosa de
largo plazo. No podía permitirse dejar a una muchacha esperando mientras él se
hallaba entegado a todos aquellos años de enseñanza que se extendían ante él. Y
después de eso, con lo que había ocurrido en Asia el pasado año, parecía más
que nunca como si un especialista en ciencias físicas tendría que trabajar para
el gobierno. Eso quería decir que durante mucho tiempo tendría que vivir en
alguna base en la que se llevaran a cabo proyectos, con escasas facilidades de
alojamiento y muy poco tiempo para dedicarlo a otra cosa que no fuese el
trabajo. Se conocía a sí mismo y sabía que, una vez comenzase a trabajar, se
sumergiría en ello, y prácticamente excluiría todo lo demás.
No, pensó, al
recordar la expresión de su madre cuando le dijo que se iba a ir a Nueva York.
No, un hombre del que dependieran unas personas no tenía las más de las veces
otra alternativa que la de herirlas a ellas o herirse a sí mismo, cuando no
ocurrían ambas cosas a la vez. No podía pedirle a Bárbara que se colocara en
una situación como ésa.
Además, se
recordó a sí mismo, eso no era lo que andaba buscando. Eso no era lo que
necesitaba.
Alcanzó la
estación del metro, tomó un tren con dirección a Columbus Circle, y hasta que
no llegó allí no levantó la cabeza y empezó a mirar a las muchachas.
Caminó
lentamente por Central Park, avanzando en la general dirección de la Quinta
Avenida. Caminaba un poco consciente de sí mismo, seguro de que por lo menos
algunas de las personas sentadas en los bancos se preguntaban qué hacía.
Había bastantes
muchachas en el parque, principalmente en parejas, y no le prestaban atención
alguna. La mayor parte de ellas caminaban hacia la pista de patinaje, donde
suponía que estarían esperándolas aquellos muchachos con los que se habían
citado previamente, o bien esperaban que las abordaran un par de jóvenes. Acarició
la idea de ir también él a la pista de patinaje, pero había algo tan
desesperante carente de propósito en el acto de girar y girar en círculo a los
sones de la pegajosa música de un órgano que abandonó la idea casi
inmediatamente. En lugar de ello, tomó otro sendero y contorneó el santuario de
las aves, sin saber lo que era o para qué era el alto muro. Cuando súbitamente
vio un pavo real aparecer en un claro y extender su plumas, se detuvo,
extasiado. Permaneció inmóvil durante diez minutos antes de que el ave se
alejara. Después soltó los dedos de la malla de alambre y continuó caminando
lentamente, moviéndose aún hacia el este.
El parque se
hallaba lleno de gente a la clara luz del sol. Cada hilera de bancos ante los
cuales pasaba estaban atestados, los cochecitos de bebé permanecían alineados
ante los senderos y los niños trotaban detrás de las palomas. Las niñeras
hablaban entre sí con sus blancos uniformes, y los ancianos leían periódicos.
Las ancianas, con el bolso en su regazo, miraban a través del lago y movían sus
vacíos dedos como si estuvieran cosiendo.
Había unas
cuantas muchachas que caminaban solas. El las miraba cautamente, con el rabillo
del ojo pero no había ninguna que le pareciese adecuada. Siempre volvía la
cabeza hacia el lado del sendero y pasaba junto a ellas apresuradamente, o bien
se detenía para mirar atentamente su reloj de pulsera mientras ellas pasaban
por su lado en dirección contraria.
Consideraba que
la clase de muchacha adecuada para él debía tener un especial aspecto: una
forma de vestirse, o de caminar, o de mirar en torno suyo que la distinguiera
de todas las demás era lógico creer que una muchacha que dejaba a un joven
extraño hablarle en el parque tenía una especial clase de actitud, una marca de
que no podría describir pero que reconocería. Y, una o dos veces en sus paseos
por la ciudad, creía haber hallado a una muchacha así. Pero, cuando se acercaba
más a una de esas muchachas, estaba siempre masticando goma, o el carmín de sus
labios era espeso y anaranjado, o por alguna otra causa le provocaba una
peculiar sensación en la boca del estómago que le obligaba a alejarse tan
deprisa como le era posible sin llamar la atención.
Finalmente,
llegó al Zoo. Durante un rato estuvo paseando ante las jaulas de los leones.
Después penetró en la cafetería y pidió un vaso de leche. Sacó afuera el vaso y
se sentó en una mesa de la terraza. Empezaba a sentirse crecientemente torpe,
como usualmente le ocurría en cada una de aquellas expediciones. Por eso se
tomó bastante tiempo en terminar la leche. Miró de nuevo su reloj, comprobando
que eran las tres y media. Tuvo que mirar dos veces su reloj, porque le parecía
que había estado en el parque mucho más tiempo que ése. Encendió un cigarrillo,
lo fumó hasta apurarlo del todo, y comprobó que eso sólo le había llevado cinco
minutos.
Se agitó
inquietamente en la silla de metal. Debía levantarse y comenzar a moverse de
nuevo, pero se hallaba acosado por la seguridad de que si hacía eso sus pies le
sacarían inmediatamente del parque y lo conducirían al metro para regresar al
centro de la ciudad.
Se pasó los
dedos por la frente. Estaba sudando, había una mujer sentada en la mesa
contigua, tomando té helado. Tenía unos treinta y cinco años, según juzgó él, y
vestía prendas que parecían caras. Le miró de un modo peculiar, y él bajó la
vista. Se levantó, echó hacia atrás la silla haciendo que sus patas produjeran
un chirrido al deslizarse sobre las piedras de la terraza, y apresuradamente se
dirigió a la plaza, en la que había un estanque con focas.
Estuvo
observando a las focas durante unos cuantos minutos, las manos cerradas sobre
la barandilla de hierro. La idea de que se hallaba a punto de renunciar a todo
el asunto le preocupaba tremendamente.
Después de
todo, había pensado en ese asunto y había llegado a una lógica conclusión. En
otra ocasión se había atenido siempre a sus decisiones, e invariablemente eso
le había dado buenos resultados.
Era la cuestión
de Bárbara, se dijo. No habla nada malo en que estuviese enamorado de ella -
había amplio espacio para lo ilógico en su lógica -, pero eso estaba destinado
a complicar su inmediato plan. Sin embargo, era evidente que no podía hacer
otra cosa sino seguir adelante a despecho de todo. Bárbara, o una muchacha como
Bárbara, aparecería más tarde, cuando su vida se hubiese asentado. Todo eso
pertenecía a un diferente compartimiento de su mente, y no debía entrecruzarse
con ese otro propósito.
Era la primera
vez en su vida que se sentía incapaz de hacer lo que debía hacer, y eso le
preocupaba profundamente. Le hacía sentirse colérico. Se apartó bruscamente de
la piscina de las focas y ascendió por los escalones para dirigirse hacia la
puerta que había al otro lado de las jaulas de los leones.
Al parecer,
mientras había estado bebiendo la leche una muchacha había instalado una silla
de campaña delante de las jaulas y estaba sentada en ella, dibujando. La
observó con el rabillo del ojo, se acercó a ella, y, sin haberse molestado
siquiera en mirarla de un modo particular, preguntó desafiantemente:
- ¿No la he
visto en algún lugar antes?
La muchacha
tenía más o menos su edad, y su pelo era de un rubio pálido, lo llevaba peinado
liso y recogido en un moño en la nuca. Era de pómulos elevados, de nariz
pequeña y de boca ancha y plena en la que no se aplicaba carmín en las
comisuras, sus cejas eran muy espesas y negras, porque se las pintaba con un
negro cosmético que parecía más maquillaje de teatro que lápiz para las cejas
Llevaba zapatillas de ballet, una blusa de estilo campesino. Sus ojos eran
castaños y en ellos había sorpresa..
Lucas se dio
cuenta que era casi imposible saber cómo era realmente y se dijo que con toda
probabilidad era vulgar, y, además, que se hallaba lejos de ser la muchacha que
a él podía llegar a gustarle. Vio que el dibujo que estaba haciendo carecía por
completo de vida. Era sin duda alguna un león, pero era como la imagen de un
león relleno y cuidadosamente arreglado para colocarlo en un escaparate.
Se sintió
furioso con ella por su aspecto, por su carencia de talento, y por estar allí.
- No, supongo
que no - dijo, y se volvió para irse.
- Puede que me
haya visto - repuso la muchacha -. Mi nombre es Edith Chester. ¿Y el suyo? Se
detuvo. Su voz era sorprendentemente suave, y el hecho de que hubiese
reaccionado con tanta calma fue más que suficiente para hacerle sentirse como
un idiota.
- Luke -
contestó, y por alguna razón se encogió de hombros.
- ¿Pertenece
usted a la Liga de los Estudiantes de Arte? - preguntó ella.
Sacudió la
cabeza.
- No, no
pertenezco. - Se detuvo, y después, justamente cuando se disponía a abrir la
boca para decir algo, se ruborizó -. La verdad es que no la conozco en
absoluto. Simplemente...
Se detuvo de
nuevo, sintiéndose más estúpido que nunca, y otra vez se sintió furioso.
Sorprendentemente
ahora, ella lanzó una risa nerviosa.
- Bien, supongo
que eso no tiene importancia. No me va a arrancar de un mordisco la cabeza
¿verdad?
La asociación
de ideas fue claramente evidente. Miró su dibujo y dijo:
- Eso no se
parece mucho a un león.
También ella
miró el dibujo, y contestó:
- Bien, no;
supongo que no.
Había deseado
provocar en ella una reacción de hostilidad, iniciar una discusión que le
hubiese permitido irse. Pero ahora se hallaba más hundido que nunca, y no tenía
idea alguna de lo que debía hacer.
- Escuche...
voy a ir a al cine ¿Quiere venir conmigo?
- De acuerdo -
respondió ella, y una vez más se sintió él cogido en una trampa.
- Mi intención
es ver Reina de Egipto - declaró, escogiendo una película lo más lejos posible
del gusto de cualquiera con pretensiones de inteligencia.
- Esa no la he
visto - repuso ella -. No me importará. - Introdujo los lápices en su bolsa, se
colocó debajo del brazo el dibujo y plegó la silla -. Podemos dejar todo esto
en la Liga - indicó -. ¿Tienes inconveniente en llevarme la silla? Está sólo a
un par de manzanas de aquí.
El la tomó sin
pronunciar palabra, y ambos abandonaron juntos el parque. Cuando cruzaron
plaza, en su marcha hacia la salida de la Quinta Avenida, miró hacia la terraza
de la cafetería, pero la mujer vestida con prendas caras que había estado
sentada en la mesa contigua a la suya se había ido.
Permanecía
delante del edificio de la Liga, fumando, esperando a que saliera la muchacha.
No sabía lo que hacer.
La idea de
doblar, la esquina y tomar un autobús que le condujese al centro de la ciudad
se le había ocurrido. En el interior del bolsillo, la mano había encontrado ya
la moneda para el billete. Pero por entonces era evidente que había abordado a
la muchacha en la que no muchos chicos podían estar interesados, que si él la
dejaba ahora en la estacada, se sentiría muy herida. La situación no se había
producido por culpa de ella - lamentaba que no fuese así - y lo único que podía
hacer ahora era cumplir con su compromiso. De manera que permanecía
esperándola, haciendo girar la moneda coléricamente en su bolsillo. Al final la
muchacha apareció.
Pero entonces
él empezaba a sentirse avergonzado de sí mismo. La muchacha salió de prisa y,
cuando le vio, sonrió por vez primera desde que la había encontrado. Fue una
sonrisa que transformó su cara por un momento antes de que recordase que no
debía mostrar alivio por haber comprobado que se hallaba aún allí. Entonces
bajó los ojos en un apresurado gesto de decoro.
- Estoy lista.
- Muy bien.
Ahora se sentía
fastidiado de nuevo. La muchacha era tan fácil de comprender que consideraba
con resentimiento su carencia de esfuerzo. Deseaba a una chica con profundidad,
una chica a la que le costara un cierto período de tiempo conocer, una chica
cuyo total ser se fuera desplegando gradualmente, pues de esa manera sería
siempre interesante y él nunca acabaría de explorarla completamente. En lugar
de ello, tenía a Edith Chester.
Y sin embargo,
la culpa no era de ella. La culpa era suya, y debía pagar las consecuencias.
- Escuche -
dijo -, usted no desea ver esa mala película con un Egipto falso. - Con la
cabeza hizo un movimiento hacia el otro lado de la calle, donde en una de las
salas caras y de calidad anunciaban una película europea -. ¿Qué le parece si,
en lugar de ello, vamos a ver ésa?
- Si usted lo
desea, a mí me agradará.
Estaba
condenadamente dispuesta a seguir sus sugerencias. Casi experimentó la
tentación de hacerla cambiar de idea otra vez, pero se limitó a decir:
- Vamos, pues.
Comenzó a
cruzar la calle. Ella le siguió inmediatamente como si hubiese dado por
supuesto que él no se iba a molestar en esperarla.
Aguardó ante
las puertas del vestíbulo mientras él compraba las localidades, y permaneció
tranquilamente sentada junto a él durante la proyección de toda la película. El
no hizo movimiento alguno para cogerle la mano o poner el brazo en el respaldo
de su silla, y cuando la proyección de la película se hallaba en su mitad, de
repente se dio cuenta de que no sabía lo que haría con ella cuando salieran de
allí. Sería demasiado temprano para conducirla a casa y darle las gracias por
haberle hecho pasar tan buena velada, y sin embargo, sería demasiado tarde para
dejarla abandonada, aun cuando pudiese pensar en algún modo gracioso de
hacerlo. Experimentó la tentación de excusarse, levantarse y salir de la sala.
En cierto modo, a pesar de toda su torpeza y crueldad, eso parecía ser lo mejor
que podía hacer. Pero acarició la idea sólo durante unos cuantos segundos,
antes de comprender que no podía hacerlo.
«¿Por qué no?»,
pensó. «¿Soy yo un individuo tan maravilloso que apagaría su vida para
siempre?»
Pero no era
eso. No era lo que él fuese, sino lo que ella era. El hubiera podido ser el
jorobado de Notre Dame, y no obstante esa misma situación habría existido. Era
él quien la había colocado en ella, y a él le correspondía mirar de que no se
sintiera herida como resultado de algo que él había hecho.
¿Pero qué iba a
hacer con ella? Estuvo fumando incesante y furiosamente durante todo el resto
de la película, agitándose en su asiento.
La película alcanzó
la escena que proyectaban en el momento en que ellos habían entrado, y ella se
inclinó hacia él.
- ¿Quiere que
nos vayamos ahora?
Después de
noventa minutos de silencio, su voz le sobresaltó. Era tan suave como lo había
sido la primera que le había hablado... antes de que la comprobación de lo que
iba a suceder se hubiera hecho luz en ella. Ahora, supuso, había tenido tiempo
para calmarse de nuevo.
- Desde luego.
Sentía una
cierta reluctancia a irse. Una vez en la calle, vendría el embarazoso, el inevitable
«¿Qué hacemos ahora?», y no tendría respuesta alguna. Pero se levantó y
abandonaron la sala.
Cuando se
encontraban dejado de la marquesina, ella dijo:
- Es una buena
película, ¿verdad?
Se puso en la
boca el cigarrillo, preocupado.
- ¿Tiene que ir
a casa ahora o qué? - murmuró.
Ella sacudió la
cabeza.
- No. Vivo
sola. Pero probablemente usted tiene algo que hacer esta noche. Cogeré un
autobús aquí. Gracias por haberme llevado al cine.
- No... no se
vaya - se apresuró a decir él. Maldita sea había estado esperando que trataría
de desembarazarse de ella -. No haga caso.
Ahora no tenía
más remedio que proponer hacer algo.
- ¿Tiene
hambre?
- Un poco.
- Muy bien,
entonces busquemos un lugar donde podamos comer.
- Hay un buen
restaurante al volver la esquina.
- Muy bien,
vamos.
Por alguna
razón, la cogió la mano. Era pequeña, pero no frágil. Ella no pareció ni
sorprendida ni alarmada. Preguntándose qué diablos le habla obligado a hacer
eso, se dirigió con ella al restaurante.
El local se
hallaba casi vacío, y él la condujo a una mesa que había al fondo. Se sentaron
el uno frente al otro, y un camarero vino a tomar su pedido. Cuando se fue,
Lucas se dio cuenta de que debiera haber pensado en lo que sucedería al entrar
allí con ella.
Estaban allí
aislados. La alta madera chapeada que había detrás de él los separaba del resto
de la sala. A un lado de ellos habla una pared, y al otro, dejando apenas
espacio para que la gente se deslizara del reservado, había un acondicionador
de aire. Había permitido que él y la muchacha se encontraran en una situación
en la que no podían hacer otra cosa sino permanecer sentados y mirarse el uno
al otro mientras esperaban a que les fuese servido el alimento.
¿Qué podía él
hacer o decir? Al mirar su peinado y el tono metálicamente rosado de la laca de
sus unas, no le fue posible imaginar de qué podía agradarle a ella hablar, si
su conversación podía tener para él el más ligero interés.
- ¿Hace mucho
tiempo que está en la ciudad? - preguntó.
Ella sacudió la
cabeza.
- No, no mucho
tiempo.
Eso era lo que
sin duda explicaba todo.
Arrojó su
cigarrillo, sin cuidarse del lugar en que había caído. Del paquete que llevaba
en el bolsillo de la camisa sacó otro y lo encendió, ansiando que el camarero
se diese prisa para que de esa manera pudieran al menos comer. Sólo eran las
seis.
- ¿Quiere...
quiere darme un cigarrillo, por favor? - preguntó ella, con voz y expresión
inseguras.
El casi dio un
salto.
- ¿El qué? -
Sacó el paquete torpemente -. Oh, Dios, Edith ¡lo siento! Desde luego. Tenga.
Yo no...
¿No el qué? Ni
siquiera había tenido la cortesía de ofrecerle un cigarrillo. No se había
detenido a preguntarse si fumaba o no. La había tratado como si fuese un perro
mimado. Se sintió peculiarmente confuso.
Ella tomó el
cigarrillo y él se apresuró a encendérselo.
La muchacha
sonrió con cierto nerviosismo.
- Gracias.
Procedo de Connecticut. ¿De dónde es usted, Luke?
«Debe saber
cuáles son mis sentimientos hacia ella», estaba pensando él. «Es algo que se
debe transparentar en toda mi persona. Pero se deja continuar porque... ¿Por
qué? ¿Porque soy el hombre de sus sueños?»
- De New Jersey - contestó -. De una granja.
- Siempre he
deseado poder vivir en una granja. ¿Trabaja aquí?
«Porque
probablemente yo soy el primer tipo que ha hablado con ella desde que está
aquí, por eso es. Tal vez no soy mucho, pero es todo cuanto tiene.»
- Vivo aquí
eventualmente. Trabajo en una cafetería del Village.
Se dio cuenta
de que había comenzado a decirle cosas que no tenía el propósito de decirle.
Pero ahora tenía que hablar, y además, eso no era en absoluto lo que él había
planeado.
- Sólo he ido
allí una o dos veces - repuso ella -. Debe ser un lugar fascinante.
- Supongo que
en cierto sentido lo es. De todas maneras, voy a comenzar a estudiar el año
próximo, y no tendré muchas ocasiones de verlo.
- Oh, ¿qué va a
estudiar, Luke?
Así, poco a
poco, empezaron a mostrarse más locuaces. Hablaron mientras comían, y las
palabras parecían brotar de él a trompicones. Le habló de la granja, del
colegio superior y de la cafetería.
Acabaron de
cenar y salieron a dar un paseo. Caminaron por Central Park South arriba y
después torcieron hacia la parte alta de la ciudad. El continuaba hablando.
Ella caminaba junto a él, y sus zapatillas de ballet hacían suaves sonidos
sobre el pavimento de asfalto.
Al cabo de un
tiempo, llegó el momento de conducirla a su casa. Vivía en el West Side, cerca
de la fábrica de gas del Sixties, en el tercer piso de una casa de vecindad.
Subió, con ella por la escalera, se encontraron ante la puerta, y de repente se
quedó sin palabras.
Se detuvo tan
abruptamente como había comenzado, y se mantuvo allí mirándola, preguntándose
qué diablos se había apoderado de él. Vio que las raíces de su cabello eran más
oscuras.
- He estado
aburriéndola - dijo, sintiéndose incómodo.
Ella sacudió la
cabeza.
- No, no. Es
usted una persona muy interesante. No me ha aburrido en absoluto.
Elevó la vista
para mirarle, y renunció incluso al mínimo de disimulo que había conseguido
sostener a través de la tarde y de la noche.
- Es muy agradable
tener a alguien con quien hablar.
El no supo lo
que decir a eso. Permanecieron delante de la puerta, y el silencio creció entre
ellos.
- Lo he pensado
muy bien - dijo al fin ella.
«No, no lo ha
pensado bien», pensó él. «Lo ha pensado terriblemente mal. Lo peor que hubiera
podido ocurrirle hoy le ha ocurrido cuando yo le he hablado delante de las
jaulas de los leones. Y ahora voy a bajar por esta escalera y jamás la llamaré
ni la visitaré de nuevo, y supongo que eso aún será peor. Realmente lo he enredado
todo.»
- Escuche...
¿tiene teléfono? - preguntó casi sin darse cuenta.
La muchacha se
apresuró a asentir con la cabeza.
- Sí, tengo.
¿Quiere que le dé el número?
- Lo escribiré.
Encontró un
papel en su cartera y un lápiz en el bolsillo de su camisa. Escribió el número,
se lo guardó la cartera y el lápiz, y de nuevo volvieron a quedar allí sin
saber lo que hacer.
- El lunes es
mi día de fiesta - dijo él -. La llamaré.
- De acuerdo,
Luke.
El la miró,
pensando: «No, no, maldita sea, no voy a intentar besarla para desearle las
buenas noches. La situación no se presta a eso. Es una cosa extravagante. Ella
no es así».
- Buenas
noches, Edith.
- Buenas
noches, Luke.
Extendió la
mano y le tocó el hombro, sintiendo que tenía una estúpida expresión en la
cara. Ella levantó la mano y cubrió la suya. Entonces él se apartó y comenzó a
bajar apresuradamente la escalera, sintiéndose un estúpido, y un salvaje, y un
idiota. Se sentía cualquier cosa menos un muchacho de dieciocho años.
Cuando fue a
trabajar al día siguiente, todo se hallaba revuelto en su mente. Por mucho que
pensase en ello, no le era posible comprender lo que le había sucedido el día
anterior. Realizó sus tareas como sumido en una niebla mental. Tenía tan
revuelta la mente que su cara se mostraba completamente inexpresivo. Rehuyó los
ojos de Bárbara, y trató de evitar hablar con ella.
Finalmente, a
la mitad de la tarde, ella le acorraló detrás del mostrador. El permaneció allí
desesperadamente, cogido entre la máquina exprés y la caja registradora, con una
taza vacía colgando de su mano.
Bárbara le
sonrió con agrado.
- Eh, Tedesco,
¿estás pensando en tu dinero?
Había una
ansiosa tirantez en la piel de los ángulos de sus ojos.
- ¿Mi dinero?
- Bien...
verás. Cuando alguien está tan abstraído como tú, generalmente la gente le
pregunta si está pensando en su dinero.
- Oh. No... no
se trata de nada de eso.
- ¿Qué hiciste
ayer? ¿Enamorarte?
La cara se le
puso encendida como la grana. La taza casi se le cayó de la mano, como si él
hubiese sido una máquina automática y Bárbara hubiera pulsado un botón. Y
después se quedó asombrado ante su reacción. Permaneció con la boca abierta,
completamente atónito.
- Bien, bien -
dijo Bárbara -. He acertado.
Lucas no tenía
ni la menor idea de lo que debía decir. ¿Enamorado? ¡No!
- Escucha...
Bárbara... no es de esa manera...
- ¿De qué
manera? - preguntó ella, y los pómulos se le tiñeron de rojo.
- No lo sé.
Simplemente estoy tratando de explicar...
- Escucha. No
me importa de qué forma es. Si te produce complicaciones, espero que consigas
hallarle una solución. Pero yo tengo a un tipo que de vez en cuando me produce
complicaciones a mí.
Al pensar en
ello, se dio cuenta de que estaba siendo completamente honesta. Recordó que
Tomy era un tipo muy amable, e interesante también. Era una lástima en lo que
se refería a Lucas, porque siempre había creído que sería agradable salir con
él, pero así era como se desarrollaban las cosas en la vida: lo pasaba bien de
vez en cuando, y no tenías derecho a esperar que todo te saliera bien cada vez.
Estaba cerrando
ya su mente a cualquier posibilidad de salir juntos en unas cuantas ocasiones y
permitir que esas citas se convirtieran en algo más profundo. Era una muchacha
con mucho sentido común, y había aprendido que en la vida no se ganaba nada con
entregarse a vanas esperanzas.
- Bien, la hora
de la aglomeración se acerca a pasos agigantados - dijo agudamente.
Sacó el azúcar
de debajo del mostrador y comenzó a rellenar los azucareros que había sobre las
mesas. Sus tacones repiqueteaban rápidamente sobre el suelo de madera.
El miró hacia
el lugar donde Bárbara se afanaba disponiendo las mesas, y le pareció evidente
que, en lo que a ella concernía, todo el episodio había concluido.
No en lo que a
él se refería. Apenas si había comenzado. Ahora tenía que ser diseccionado,
examinado profundamente para tratar de comprender cada una de las posibles
razones de que las cosas se hubiesen desarrollado de aquella manera. Tan sólo
el día anterior por la mañana había sido un hombre con un definido curso de acción
en la mente, basado en una situación concreta y evidente.
Ahora todo
había cambiado, y había cambiado en tan breve espacio de tiempo que era
inconcebible que nadie le hubiese dejado simplemente en eso, sin preguntar cómo
y por qué.
Y sin embargo,
Bárbara estaba haciendo justamente eso: aceptar un nuevo estado de asuntos sin
inquirir ni investigar.
Lucas frunció
el ceño ante el problema. Era una cosa interesante en la que merecía la pena
pensar.
Era incluso
algo más que eso, y él era parcialmente consciente de ello. Era un perfecto
problema que debía considerar si no deseaba pensar en sus sentimientos hacia
Edith.
Permaneció
detrás del mostrador, pensaba que todas las personas que siempre había
conocido, incluso personas de mente rápida como Bárbara, aceptaban
consistentemente las cosas tal como se presentaban. Y no dejó de sorprender el
hecho de que, si tantas personas eran de esa manera, entonces debía haber un
cierto valor en ello. Realmente era una manera mucho más simple de vivir,
puesto que así se malgastaba menos tiempo y se hacía un más eficaz y directo
uso de la energía emocional.
Así pues, de
eso se infería que había algo ineficaz básicamente equivocado en su forma de
entender sus relaciones con las demás personas. No era ninguna maravilla que se
hubiese perdido en ese emocional laberinto con Bárbara y Edith.
Su mente
acababa de hacerle afrontar de nuevo ese problema. ¿Cuáles eran sus
sentimientos hacia Edith? No podía olvidarlo. Le habría pedido el número de su
teléfono. Ella esperaría que la llamara. Con entera claridad podía verla
aguardando por la noche a que el teléfono sonase. El había contraído una
responsabilidad con respecto a ella.
¿Y Bárbara?
Bien... Bárbara estaba hecha de dura fibra. Pero a pesar de todo había debido
herirla por lo menos un poco.
¿Pero cómo se
había creado toda aquella situación? En el simple plazo de un día lo había
complicado todo. Tal vez era fácil olvidarlo todo y empezar de nuevo, ¿pero
cómo podía hacer eso? ¿Podía él dejar que algo como eso se mantuviera en el
fondo de su mente para siempre, sin resolver? «Estoy completamente
desconcertado», pensó.
Había creído
que se comprendía y que se había formado a sí mismo para vivir de la manera más
eficaz en este mundo. Había hecho planes sobre esta base, y en ellos no había
visto tacha alguna. Pero ahora tenía que volver a aprender casi todo antes de
que un nuevo y mejor Lucas Martino pudiera emerger.
Durante un
momento más antes de ponerse a trabajar, trató de decidir cómo podía llegar a
comprenderlo todo y sin esfuerzo aprender a no malgastar su tiempo analizando
cosas que no podían ser cambiadas. Pero la hora de la aglomeración se acercaba.
La gente estaba empezando a penetrar ya en la cafetería, y las mesas no se
hallaban dispuestas aún.
Tenía que
dejarlo en eso, pero no permanentemente. Lo rechazó hacia el fondo de su mente,
de donde lo extraería cuando tuviese tiempo... donde podría permanecer siempre,
sin variar y esperando a ser resuelto.
Las
circunstancias lo tenían cogido en una trampa. Pronto tendría que acudir a un
instituto.
Allí tendría
que aprender a dar precisamente las respuestas que se esperaban de él, y no
otras. Sus estudios se desarrollaban bien, y no había dificultades en cuanto a
la beca del Tecnológico de Massachussets. Pero eso exigía mucho de su atención.
Veía a Edith
con mucha frecuencia. Cada vez que la llamaba, era siempre con la esperanza de
que esa vez sucedería algo; se pelearían, se fugarían, o harían algo lo
bastante dramático para resolver de un golpe las cosas. Sus citas eran siempre
torturadoras por esa razón, y nunca se mostraban casuales el uno con el otro.
El se había dado cuenta de que gradualmente había dejado que su cabello
creciese castaño oscuro, y que había cesado de vivir por medio de los cheques
que le mandaban sus padres. Pero no tenía idea alguna de lo que podía
significar eso. Había encontrado trabajo en un almacén de la calle Catorce, y
se había trasladado a un piso vecino, donde algunas veces se visitaban. Pero él
no había conseguido otra cosa sino colocarse en una posición en la que, con
cada paso que daba para resolver un problema, no conseguía sino hacer peor el
otro. De manera que fluctuaba entre ellos. El y Edith raramente se besaban.
Jamás se habían entregado al amor carnal.
El siguió
trabajando en Espresso Maggiore hasta que los estudios comenzaron a arrebatarle
demasiada parte de su tiempo. A menudo hablaba con Bárbara en los escasos
momentos de ocio de la jornada. Pero ahora eran simplemente dos personas que
trabajaban en el mismo lugar y que se ayudaban la una a la otra a luchar contra
el aburrimiento. De las únicas cosas que podían hablar era del trabajo, sus
estudios o lo que sucedería a su novio ahora que había sido formado el Gobierno
de las Naciones Aliadas y los hombres americanos podían llegar a ser
trasladados a las instalaciones técnicas australianas. No había nadie con quien
pudiera hablar de cosas importantes.
El otoño de
1968 abandonó Nueva York para dirigirse a Boston. No trabajaba desde enero,
había dejado de estar en contacto con su tío y Bárbara. Sus relaciones con
Edith eran de tal índole que en ellas no había nada sobre la que pudiera
escribir en sus cartas. Intercambiaban tarjetas postales en Navidad de cada
año.
El trabajo en
el Tecnológico era extenuante. Se daba por supuesto que el cincuenta por ciento
de los estudiantes que asistían a las clases no se graduarían, y los que tenían
el firme propósito de continuar sus estudios apenas disponían del tiempo
necesario para dormir. Lucas raramente dejaba el claustro. Durante tres años
hizo un trabajo de estudiante de carrera, y después continuó estudiando hasta
conseguir su doctorado. Durante siete años vivió estrictamente en el mismo
universo de bolsillo.
Antes incluso
de haber alcanzado su grado de vio el comienzo de la cadena lógica que iba a
acabar en el K-Ochenta y ocho. Cuando recibió su doctorado, fue destinado
inmediatamente a un proyecto de investigación para el gobierno americano y
durante años vivió entregado a una investigación tras otra, ninguna de ellas
substancialmente diferente de cualquier curso académico. No se le obligó a
cumplir el servicio militar. Cuando entregó sus primeros estudios sobre el
proyecto K-Ochenta y ocho fue trasladado a una instalación del G.N.A. Cuando
los resultados experimentales demostraron que el proyecto era digno de ser
desarrollado fueron puestos a su disposición un equipo y un laboratorio, y, una
vez más, se convirtió en esclavo de los planes, de las rutinas, de las áreas
restringidas. Aunque era libre de pensar, sólo tenía un mundo en el que
desenvolverse.
Mientras era
aún miembro del Instituto Tecnológico, le había enviado Edith el anuncio de su
compromiso matrimonial. Añadió el hecho al problema enterrado, y permaneció
cuidadosamente salvaguardado por su perfecta memoria, esperando, a través de
veinte años, a que tuviese tiempo libre para pensar.
CAPITULO IX
Eran casi las
ocho de la noche. Rogers colgó el teléfono de su oficina y miró hacia Finchley.
- Se ha
detenido a tomar un bocadillo y café en un ambigú de la esquina de la calle
Ocho y la Sexta Avenida. Pero todavía no ha hablado con nadie, no parece
dirigirse a algún lugar en particular y no se ha molestado en buscar
alojamiento. Continúa caminando. Sigue vagabundeando.
Rogers pensó
que al menos el hombre había pensado en comer. Rogers y Finchley no habían tomado
bocado aún. Por otra parte, ellos dos estaban sentados, en tanto que, con cada
paso que el hombre daba por las aceras de cemento, doscientas sesenta y ocho
libras caían sobre sus ya arruinados pies. Pero, ¿por qué caminaba? ¿Por qué no
se detenía? Estaba levantado desde antes de haber amanecido en Europa, y sin
embargo, no se daba reposo.
Finchley
sacudió la cabeza.
- Me preguntó
por qué hace eso. ¿En pos de qué puede ir? ¿Estará buscando a alguien...
intentando encontrarse con alguien?
Rogers suspiró.
- Quizá está
intentando extenuarnos.
Abrió delante
de sí el dossier de Martino, buscó la página conveniente y deslizó el dedo por
la escasa lista de, nombres. Martino tenía exactamente un pariente en Nueva
York, y ningún amigo íntimo. Hay una mujer de la que recibió el anuncio de su
compromiso matrimonial. Parece ser que sostuvo con ella relaciones mientras
asistía a las clases del colegio de Nueva York. Quizá ésta es una posibilidad.
- Está usted
diciendo que ese hombre es Martino.
- No estoy
diciendo semejante cosa. No ha hecho movimiento alguno hacia su casa, y no se
halla sino a cinco manzanas de la zona por la que él no cesa de moverse. Si
algo digo, es que no es Martino.
- ¿Desearía
usted visitar a una antigua novia que lleva casada quince años?
- Quizá.
- Eso no prueba
nada en ningún sentido.
- Creo que eso
es lo que no hemos cesado de decir ni un momento.
La boca de
Finchley se crispó. Sus ojos estaban completamente inexpresivos.
- ¿Qué me dice
de ese pariente?
- ¿Su tío?
Martino trabajó en su cafetería, que está situada en esa misma zona. La
cafetería es ahora una barbería. El tío se casó con una viuda cuando tenía
sesenta y tres años, se trasladó con ella a California y murió hace diez años.
De manera que eso ha quedado resuelto. Martino no se hizo amigos, y no tenía
otros parientes. No perteneció a ningún club, y no tenía por costumbre llevar
un diario. Si alguna vez ha habido una persona para crear esta clase de
situación, ése es Martino - dijo Rogers, rascándose la cabeza. - Y sin embargo
- repuso Finchley -, ha venido directamente a Nueva York y ha ido directamente
al Village. Ha debido tener alguna razón. Pero, cualesquiera que sea, todo
cuanto hace es caminar. En círculos. Eso no tiene sentido... tratándose de un
hombre de su calibre.
En la voz de
Finchley había una nota de preocupación, y Rogers, al recordar el episodio que
había tenido lugar entre ellos a primeras horas de la tarde, lo envolvió en una
aguda mirada. Rogers sentía aún un poco avergonzado por el papel que había
desempeñado en él, y no deseaba revivirlo.
Tomó el
aparato.
- Ordenaré que
nos suban comida.
La droguería de
la esquina de la Sexta Avenida y la calle Siete de West era pequeña, y no había
sino un reducido espacio de suelo libre entre los atestados mostradores. Como
todos los pequeños drogueros, el propietario se había visto obligado a colocar
puntales detrás de los mostradores para instalar estantes entre ellos. Incluso
así, apenas había espacio para desplegar todo lo que tenía para competir con el
almacén que había un poco más arriba de la calle.
Los vendedores
habían amontonado los artículos en cada pulgada de la superficie situada al
nivel de los ojos, y los carteles de anuncio los habían puesto en todos
aquellos lugares que humanamente les había sido posible. En el techo no había
sino un grupo de lámparas fluorescentes, y el escaso espacio que había detrás
de los mostradores estaba siempre oscuro. Había una apertura en la pared de
mercancías. Allí, detrás de dos pilas de estuches de cosméticos, el droguero
permanecía sentado ante su caja registradora, leyendo un periódico.
Alzó la vista
cuando oyó abrir y cerrar la puerta. Sus ojos se dirigieron automáticamente al
costado de metal de la vitrina que había enfrente de él y que solía usar como
espejo. La vitrina estaba atestada y un poco sucia. El droguero vio los vagos
contornos de la gran silueta de un hombre, pero el crujido de las tablas del
suelo le había dicho ya mucho. Estiró el cuello para atisbar la cara, y
bruscamente levantó la mano para sujetarse los lentes. Se levantó de la silla,
sosteniendo aún en la mano el papel, e inclinó la cabeza y los hombros sobre el
mostrador.
- ¿En qué
puedo...?
El hombre que
acababa de entrar volvió hacia él su refulgente cara.
- ¿Dónde están
sus guías telefónicas, por favor? - preguntó tranquilamente.
El droguero no
tenía idea alguna de lo que podía llegar a hacer en el próximo minuto. Pero las
serenas palabras le permitieron dar una fácil respuesta.
- Ahí detrás -
dijo, indicando una estrecha apertura entre dos mostradores.
- Gracias.
El hombre pasó
dificultosamente a través de apertura, y el droguero le oyó pasar hojas. Se
modulo un breve chasquido cuando arrancó una del cuaderno proporcionado por la
Compañía telefónica. El droguero le oyó entonces sacar un lápiz con su mano
metálica. Después la guía produjo un sonido sordo al ser dejada y el hombre
salió, doblando la nota y guardándosela en el bolsillo superior.
- Muchísimas
gracias - dijo -. Buenas noches.
- Buenas noches
- contestó el droguero.
El hombre
abandonó la tienda. El droguero volvió a sentarse en la silla, y dobló sobre
sus rodillas el periódico.
Era una cosa
peculiar, pensó el droguero, mirando inexpresivamente su periódico. Pero el
hombre no parecía haber sido consciente de que había en él algo peculiar. No
había ofrecido explicación de ninguna especie; no había hecho nada sino
formular una perfectamente razonable pregunta, la gente penetraba allí veinte
veces al día y preguntaba la misma cosa.
De manera que
en realidad no se trataba de nada por lo cual debiera sentirse excitado.
Bien... por supuesto que era como para excitarse, pero el hombre de la cabeza
de metal no había parecido creerlo así. Y eso debía ser asunto suyo, ¿no?
El droguero
decidió que era algo para pensar en ello, y para mencionárselo a su esposa
cuando llegara a su casa. Pero no era nada como para sentir pánico.
Al cabo de un
breve espacio de tiempo, sus ojos seguían automáticamente las letras del
periódico. Pronto comenzó a leer de nuevo. Cuando el hombre de Rogers entró un
minuto después, así fue como lo encontró.
Miró en torno
suyo.
- ¿Hay alguien
aquí?
La cabeza y los
hombros del droguero aparecieron desde detrás del mostrador.
- ¿Sí, amigo?
El miembro del
Departamento de Seguridad hurgó en uno de sus bolsillos.
- ¿Tiene un
paquete de Chestefield?
El droguero
asintió con la cabeza y tomó un paquete de cigarrillos del estante que había
detrás del mostrador. Recogió el medio dólar que el miembro del departamento de
Seguridad había depositado sobre el mostrador.
- Diga - repuso
el miembro del departamento de Seguridad, con un trance de perplejidad -, ¿no
he visto salir de aquí a un tipo que llevaba una máscara de metal?
El droguero
asintió con la cabeza.
- En efecto.
Sin embargo, no parecía ser una máscara.
- Que me aspen.
Me ha parecido ver a ese individuo, pero era una cosa difícil de creer.
- Eso es lo que
ha sucedido.
El miembro del
departamento de Seguridad sacudió la cabeza.
- Bien, supongo
que uno ve toda clase de personas en esta parte de la ciudad. ¿Iba tal vez
vestido para anunciar una representación teatral o algo?
- No sé nada.
Me he fijado en que no llevaba ningún cartel.
- ¿Para qué ha
entrado? ¿Para comprar un bote de pulimento de metales? - inquirió el miembro
del departamento de Seguridad, sonriendo.
- Simplemente
ha mirado una guía telefónica, eso es todo. Ni siquiera ha hecho una llamada. -
El droguero se rascó la cabeza -. Supongo que lo único que deseaba era buscar
una dirección.
- Muchacho, me
pregunto a quién va a visitar. Bien - se encogió de hombros - no hay duda de
que uno encuentra por aquí a personas muy raras
- Oh, no sé -
replicó un poco impertinentemente el droguero -, yo he visto a tipos bastantes
raros en otras partes de la ciudad.
- Sí, desde
luego. Supongo que sí. Oiga... hablando de teléfonos, creo que puedo aprovechar
la oportunidad para llamar a esa muchacha. ¿Dónde está?
- Ahí detrás -
contestó el droguero, señalando.
- Muy bien,
gracias.
El miembro del
departamento de Seguridad pasó a través del espacio entre los dos mostradores.
Permaneció mirando agriamente las guías telefónicas. Retiró la cubierta del
cuaderno de notas, lo revisó en busca de huellas y no vio ninguna que tuviera
sentido alguno. Se guardó el papel en el bolsillo, miró otra vez las guías,
seis, contando el Manhattan Classified, y sacudió la cabeza. Después penetró en
la cabina, echó unas monedas en la ranura y marcó el número de la oficina de
Rogers.
El reloj que
había en la oficina de Rogers marcaba unos pocos minutos más de las nueve.
Rogers seguía aún sentado detrás de la mesa, y Finchley esperaba instalado en
una de las sillas.
Rogers se
sentía cansado. Llevaba de pie unas veintidós horas y el hecho de que Finchley
y el hombre se hallaran en la misma situación no le ayudaba en nada.
«Está empezando
a ejercer sus efectos sobre mí», pensó. «Día tras día sin dormir lo suficiente,
y tensión todo el tiempo. Hace horas que debiera estar en la cama.»
Pero Finchley
lo había resistido todo junto con él. Y su hombre debía sentirse infinitamente
peor. ¿Qué era una poca carencia de sueño como el que el hombre había perdido?
Sin embargo, Rogers se sentía enfermo en el estómago. Los ojos le ardían. El
cuero cabelludo lo tenía entumecido a causa de la extenuación y en la boca
notaba un mal sabor. Se preguntó si Finchley acusaba menos los efectos porque
era más joven y podía resistirlo, o si era porque el hombre con la cara de
metal continuaba aún siguiendo a su fantasma por las calles de la ciudad.
Decidió que se trataba de esto último.
- Lamento mucho
haber tenido que pedirle que se mantenga aquí hasta tan tarde, Finchley - dijo.
Finchley se
encogió de hombros.
- Es el oficio,
¿no?
Recogió el
trozo de pastel danés que habla quedado de la cena, revolvió el azúcar en el
café enfriado y tomó un sorbo.
- Tengo que
admitir que espero que esto no suceda cada noche. Pero no puedo comprender qué
es lo que está haciendo.
Rogers jugueteó
con el secante que había sobre la mesa, empujándolo hacia atrás y hacia
adelante con las puntas de los dedos.
- Supongo que
muy pronto recibiremos otro informe. Quizá ha hecho ya algo.
- Tal vez piense
dormir en el parque..
- La policía de
la ciudad lo recogerá si intenta hacerlo.
- ¿Qué me dice
de eso? ¿Cuál será el procedimiento si es arrestado por un delito civil?
- Una
complicación más. - Rogers sacudió la cabeza desesperadamente, drogado por la
fatiga -. Daré instrucciones a la oficina del comisario y obtendremos
cooperación en el nivel administrativo. Sería un pobre movimiento cursar una
orden general a todos los patrulleros para que lo dejen en paz. Alguien
cometería una indiscreción. La teoría es que los patrulleros llamarán a sus
comisarías si ven a un hombre con la cabeza de metal, los capitanes de las
comisarías tienen orden de dejarle en paz. Pero si un patrullero le arresta por
vago antes de llamar, entonces una serie de cosas pueden llegar a desarrollarse
mal. La situación será resuelta a toda prisa, pero en alguna parte quedará un
informe. Entonces, dentro de unos cuantos años, alguien que está haciendo un
libro o algo así puede encontrar el informe, y entonces se producirá el lío. No
podremos mantener a los periodistas con la boca tapada siempre. - Rogers
suspiró -. Mi única esperanza es que eso ocurra dentro de unos cuantos años. -
Miró la superficie de su mesa -. Es un verdadero lío. Este mundo no ha sido
organizado nunca para que incluya a un hombre sin cara.
«Es cierto»,
pensó. «Por el mero hecho de estar vivo, me está complicando la existencia
desde el mismo principio. Todos los del departamento de Seguridad, todos los
del G.N.A. nos encontramos con las manos espesadas simplemente porque no
podemos fusilarlo y quitárnoslo de encima. Nos movemos en círculo, tratando de
dar con una respuesta. Y él no ha hecho aún nada.»
Por alguna
razón, Rogers se halló pensando: «Comete un crimen y el mundo está hecho de
cristal.» Emerson. Gruñó.
El teléfono
sonó.
Tomó el aparato
y escuchó.
- Muy bien -
dijo al fin -, reúnase con su compañero. Haré que alguien se encargue de
recoger ese papel que usted tiene. Llame cuando el hombre haya llegado a
cualquiera sea el lugar a donde se dirige. - Colgó -. Ha hecho un movimiento -
le dijo a Finchley -. Ha tomado una dirección de una guía telefónica.
- ¿Tiene idea
de quién?
- No estoy
seguro...
Rogers abrió el
dossier de Martino.
- La muchacha -
dijo Finchley -. La muchacha a la que conoció aquí.
- Es posible. Si
cree que se hallan aún lo bastante allegados para que ella pueda hacerle algún
bien. ¿Por qué ha buscado la dirección? Es la misma que tenía cuando le envió
el anuncio del compromiso matrimonial.
- Han pasado
quince años, Shawn. Tal vez la había olvidado.
- O quizá no la
ha conocido nunca.
Y no había
garantía alguna de que el hombre fuera a trasladarse a la dirección que había
copiado. Quizá la había tomado para algún futuro propósito. No podían correr
riesgos. Tenían que estar previstas todas las posibles contingencias. Las guías
telefónicas tenían que ser examinadas. Quizá había en ellas alguna huella:
huellas dactilares aceitosas, humedecidas por el sudor, o marcas de lápiz,
algún indicio...
Seis guías
telefónicas de la ciudad de Nueva York. Dios sabía cuántas páginas
representaban, y tenían que ser comprobadas cada una de ellas.
- Finch, sus
hombres tendrán que hacerse con una serie de guías telefónicas de Nueva York.
Usadas. Las vamos a necesitar para someterlas a un análisis en el laboratorio.
Tienen que hacerse con ellas inmediatamente.
Finchley
asintió con la cabeza y tomó el aparato telefónico.
Un joven que
parecía haber llegado de viaje y portaba una baqueteada maleta de cartón,
penetró en la droguería de la esquina de la Sexta Avenida y de la calle Siete
del West.
- Deseo hacer
una llamada telefónica - le dijo al droguero -. ¿Dónde está el teléfono?
El droguero se
lo dijo, y el joven consiguió a duras penas pasar la maleta a través del
reducido espacio entre los mostradores. La manejó torpemente durante unos
cuantos momentos, y fastidió al droguero mientras hacía la llamada.
Cuando el joven
se fue, las guías telefónicas del droguero fueron a parar al laboratorio del
F.B.I. donde la hoja de papel del cuaderno había sido examinada ya, sin que
arrojara resultado alguno.
La primera en
ser examinada fue la guía de Manhattan, puesto que se partió de la base de que
era la más probable. Los técnicos no trabajaron pasando hoja por hoja. Tenían
una guía con la dirección de todos los abonados telefónicos de Manhattan, e
iniciaron una investigación que tenía como punto de partida la droguería. Una
máquina especial colocó en orden alfabético la dirección de los abonados más
próximos, y después los técnicos comenzaron a trabajar sobre la guía recogida
en la droguería, empleando su nueva lista para descartar enteras columnas de
números que tenían escasas probabilidades bajo ese sistema.
Rogers no había
proporcionado a los técnicos el nombre de Edith Chester. Eso hubiese sido más
perjudicial. Para cuando le entregasen los resultados, el hombre estaría ya
allí. Si es que era allí a donde se había dirigido. Además, no había prueba
alguna de que sólo hubiese buscado una dirección. Al final, las seis guías
tendrían que ser revisadas y probablemente el examen no demostraría nada. Pero
la revisión tenía que ser hecha, y nadie sabía cuántas más habría que realizar
después.
Comete un
crimen y el mundo está hecho de cristal.
Edith Chester
Hayes vivía en el apartamento trasero del segundo piso de una casa de Sullivan
Street. El hollín de ochenta años se había asentado en cada uno de los
ladrillos, y los humos industriales habían roído la pintura hasta convertirla
en escamas. Una estrecha puerta se abría a la calle, y una tenue lámpara
amarilla lucía en el portal. Abollados cubos de basura se alineaban delante de
las ventanas de los pisos bajos.
Rogers alzó la
vista desde el asiento de un coche especial del F.B.I.
- Uno siempre
está esperando que derriben estas casas - dijo.
- Y las
derriban - repuso Finchley. Pero otras casas se hacen viejas más de prisa de lo
que los servicios responsables se deciden a condenarlas.
Su voz era
distraída, como si estuviera pensando en una cosa distinta, y estuviese
pensando en ello tan atentamente que apenas oía lo que decía.
Estaba
arrellanado en su rincón del asiento trasero, frotándose lentamente con la mano
el costado de la cara. No prestó atención alguna cuando uno de los agentes del
G.N.A. que había seguido al hombre hasta allí se acercó al coche y se reclinó
en la ventanilla del lado de Rogers.
- Está arriba,
en el rellano del segundo piso, mister Rogers - dijo -. Lleva arriba unos
quince minutos, desde que ha llegado aquí, no ha llamado a ninguna puerta.
Simplemente está arriba, recostado contra una pared.
- ¿Ni siquiera
ha pulsado un timbre? - Preguntó Rogers -. ¿Cómo ha entrado en el edificio?
- En estos
lugares no cierran nunca con llave las puertas de la calle, mister Rogers. Todo
el mundo puede penetrar en los portales cada vez que lo desea.
- Bien, ¿cuánto
tiempo puede llegar a estar aquí arriba? Es probable que baje algún inquilino y
lo vea. En ese caso, se producirá un alboroto ¿Y qué es lo que se propone
permaneciendo en el pasillo?
- No puedo
decírselo, mister Rogers. Nada de cuanto ha hecho en todo el día tiene sentido.
Pero tendrá que hacer un movimiento muy pronto, aun cuando no sea sino bajar y
comenzar a pasear otra vez. Rogers se inclinó hacia el asiento delantero y le
dio unos golpecitos en el hombro al técnico del F.B.l., quien tenía puestos
unos auriculares y estaba inclinado sobre un pequeño aparato receptor.
- ¿Cómo va eso?
El técnico se
ajustó más los auriculares.
- Todo cuanto
capto es su respiración. De vez en cuando frota los pies contra el suelo.
- ¿Le será
posible seguirle si se mueve?
- Si permanece
en un pasillo estrecho, o se mantiene cerca de la pared de una ¿habitación, sí,
señor. Estos micrófonos de inducción son muy sensibles, y lo he colocado de
plano contra un tabique de uno de los escalones del primer piso. Puedo situarlo
detrás de él, si penetra en un apartamento.
- ¿No lo verá?
- Probablemente
no, a menos que esté en movimiento cuando mire. Y podemos saber si alguien está
de cara a él por, el volumen de los ruidos que hace. Su aspecto es exactamente
como el de un estuche de fósforos, y tiene pequeñas hebras de plástico pegajoso
sobre las que se arrastra. No hace ningún ruido, y los hilos que arrastra
tienen el espesor del cabello. Jamás he tenido complicación alguna con uno de
estos aparatos.
- Ya. Hágame
saber si hace algún...
- Se mueve.
El técnico
accionó una clavija, y Rogers oyó el ruido de pesados pasos sobre las maderas
del suelo del pasillo. Después el hombre llamó suavemente a una puerta, y sus
nudillos apenas rozaron la madera antes de detenerse.
- Voy a
colocarlo un poco más próximo.
Oyeron al micrófono
deslizarse en silencio escaleras arriba. Después el altavoz comenzó a emitir
sonoramente la pesada respiración del hombre.
- ¿Qué es lo
que le excita tanto? - se preguntó Rogers.
Oyeron al
hombre llamar vacilantemente. Sus pies se movieron nerviosamente.
Alguien
avanzaba hacia la puerta. La oyeron abrirse, y después escucharon el
espasmódico ruido que hizo una respiración contenida. No supieron si había sido
el hombre o no quien había hecho el ruido.
- ¿Sí?
Fue una mujer
cogida por sorpresa.
- ¿Edith?
La. voz del
hombre fue baja y afligida.
Finchley se
enderezó en su asiento.
- De esto se
trataba... esto lo explica. Ha estado todo el día intentando hacer acopio de
valor.
- ¿Valor para
qué? Eso no demuestra nada - gruñó Rogers.
- Soy Edith
Hayes - dijo cautelosamente la mujer.
- Edith... soy
Luke. Lucas Martino.
- Luke.
- Fue en un
accidente, Edith. Abandoné el hospital hace unas cuantas semanas. Me han
retirado.
Rogers gruñó:
- Está
explicando bien su historia, ¿no?
- Ha tenido
todo el día para pensar cómo debía hacerlo - replicó Finchley.
- ¿Qué esperaba
usted que hiciese? ¿Contarle la historia de veinte años mientras permanece en
el umbral de su puerta?
- Tal vez.
- Por amor de
Dios, Shawn, si éste no es Martino, ¿Cómo conoce la existencia de ella?
- Puedo pensar
en montones de medios por los cuales Azarín podría arrancarle a un hombre esta
clase de detalles.
- Eso no es
probable,
- Nada es
probable. No es probable que cualquier particular célula seminal se
desarrollara para convertirse en Lucas Martino. No puedo dejar de recordar que
Azarín es hombre que piensa en todo concienzudamente.
- Edith... -
dijo la voz del hombre -, ¿puedo... puedo entrar por un momento?
La mujer vaciló
durante un segundo. Después contestó:
- Sí, por
supuesto.
E hombre suspiró.
- Gracias.
Penetró en el
apartamento y la puerta se cerró. El técnico del F.B.I. hizo que el micrófono
se moviera hacia adelante y se aplanara contra los paneles.
- Siéntate,
Luke.
- Gracias.
Durante unos
cuantos momentos permanecieron sentados en silencio.
- Tienes un
apartamento muy bonito, Edith. Ha sido instalado muy confortablemente.
- A Sam, mi
esposo, le gustaba hacer trabajos manuales - dijo torpemente la mujer -. Lo
instaló el. Consumió en ello mucho tiempo. Ahora está muerto. Se cayó de un edificio
en el que trabajaba.
Se produjo otra
pausa. Después el hombre dijo:
- Lamento que
jamás me fuese posible venir a verte después de haber abandonado el colegio.
- Creo que tú y
Sam habríais llegado a entenderos muy bien. Era en gran parte como tú eras en
otros tiempos.
- No creo que
jamás me comportara así contigo.
- Te comprendo.
El hombre se
aclaró la garganta nerviosamente.
- Ofreces muy
buen aspecto, Edith. ¿Te van perfectamente bien las cosas?
- No puedo
quejarme, trabajo. Susan permanece en casa de una amiga desde que sale de la
escuela hasta que yo la recojo cuando regreso a casa por la noche.
- No sabía que
tuvieses una hija.
- Susan tiene
once años. Es una niña muy inteligente. Me siento completamente orgullosa de
ella.
- ¿Duerme
ahora?
- Oh, sí...
hace bastante rato que se ha acostado.
- Lamento haber
venido tan tarde. Mantendré baja la voz.
- Esa
observación no ha sido una indirecta, Luke.
- Lo... lo sé.
Pero es tarde. Me iré dentro de un minuto.
- No es
necesario que te des prisa. No me voy jamás a la cama antes de medianoche.
- Pero estoy
seguro de que tienes cosas que hacer... ropas que planchar, empaquetar la de
Susan.
- Eso no me
lleva sino unos cuantos minutos, Luke. - Ahora la voz de la mujer parecía un
poco más firme -. Siempre nos sentíamos incómodos cuando estábamos juntos. No
recaigamos en ese viejo hábito.
- Lo siento,
Edith. Llevas razón. Pero, ¿sabes?, no me he sentido ni siquiera capaz de
llamarte para preguntarte si podía venir a verte. Lo he intentado, Y me he
sorprendido imaginándome que rehusarías verme. He pasado todo el día haciendo
acopio de valor para hacer esto.
El hombre se
sentía aún incómodo. Por lo que podían juzgar los que escuchaban, no se había
quitado aún el abrigo.
- ¿Qué es lo
que te ocurre, Luke?
- Es complicado.
Cuando estaba en su... en el... hospital, me pasaba mucho tiempo pensando en
nosotros. No como amantes, ¿comprendes?, sino como personas... como amigos.
Nunca llegamos a conocernos el uno al otro, ¿verdad? Al menos, no llegué a
conocerte jamás. Me hallaba demasiado abstraído en lo que estaba haciendo y en
lo que deseaba hacer. Nunca te presté una verdadera atención. Pensaba en ti
como en un problema, no como en una persona. Y creo que esta noche he venido
aquí para presentarte mis excusas por ello.
- Luke... -
comenzó la Mujer, y se detuvo. Se movía su rechinante silla -. ¿Quieres una
taza de café?
- Sé que te
hago sentirte confusa, Edith. Me hubiera gustado manejar esta situación más
graciosamente. Pero no dispongo de mucho tiempo. Y es casi imposible ser
agradable, cuando he venido aquí ofreciendo este aspecto.
- Eso no tiene
importancia - se apresuró a decir ella -. Me interesa muy poco qué aspecto
ofreces, siempre que sepa que eres tú. ¿Quieres un poco de café?
La voz del
hombre estuvo llena de turbación.
- Muy bien,
Edith. Gracias. Parece ser que por alguna razón no podemos dejar de ser
extraños, ¿verdad?
- ¿Qué te hace
decir eso?... No. Llevas razón. Lo estoy intentando con todas mis fuerzas, pero
no puedo engañarme a mí misma. Voy a poner al fuego el agua.
Sus pasos,
rápidos y erráticos, se desvanecieron en el interior de la cocina.
El hombre
suspiró, mientras permanecía sentado solo en la sala de estar.
- Bien, ¿qué
piensa ahora? - preguntó Finchley - Cree usted estar oyendo al agente secreto
X-Ocho concibiendo un plan para volar Ginebra?
- A mí me
parece estar escuchando a un muchacho de la escuela superior - contestó Rogers.
- Ha vivido detrás de muros toda su vida. Todos los sabios son así. Saben lo
suficiente para abrir el mundo como una naranja podrida, pero su madurez no se
remonta más allá de la edad de dieciséis años.
- No estamos
aquí para establecer nuevas reglas para manejar a los científicos. Estamos aquí
para descubrir si ese hombre es Lucas Martino.
- Y lo hemos
descubierto.
- Tal vez hemos
descubierto que un hombre inteligente puede tomar unos cuantos fragmentos de
información, añadir lo que ha aprendido sobre cierta clase de personas que son
en gran medida iguales; decir generalidades y engañar a una mujer que hace
veinte años que no ve al original.
- Parece usted
un hombre aferrándose a su última posición en una discusión perdida.
- No se
preocupe de lo que parezco.
- Para qué cree
usted que está haciendo todo esto, si no es Martino?
- Un lugar
donde vivir. Alguien que haga encargos para él mientras permanece oculto. Una
base de operaciones.
- Santo Dios,
hombre, ¿es que no da nunca su brazo a torcer?
- Finch, tengo
que vérmelas con un hombre que es más listo que yo.
- Quizá un
hombre con emociones más profundas también.
- ¿Lo cree usted
así?
- No. No... Lo
siento, Shawn.
Los pasos de la
mujer salieron de la cocina. Parecía haber estado empleando el tiempo en
recuperarse. Su voz fue más firme cuando habló de nuevo.
- Lucas, ¿es
éste tu primer día en Nueva York?
- Sí.
- Y lo primero
que has pensado es venir aquí. ¿Por qué?
- No estoy
seguro - dijo el hombre, y pareció más como si no deseara contestarla -. Ya te
he dicho que he pensado mucho sobre nosotros. Quizá eso se ha convertido en una
obsesión en mí. No lo sé. Supongo que no debiera haber venido.
- ¿Por qué no?
Yo debo ser la única persona a la que conoces en Nueva York ahora. Has sufrido
graves daños, y deseas alguien con quien hablar. ¿Por qué no debieras haber
venido aquí?
- No lo sé. -
El hombre parecía desesperado -. Ahora te van a investigar a ti, ¿sabes? te
traerán a través de tu pasado para tratar de situarme a mí en él. Espero que
eso no te lo tomes a mal... Yo no lo hubiera hecho si hubiese pensado que van a
encontrar algo que pueda herirte. He pensado en ello. Pero eso no ha sido un
obstáculo para mi deseo de venir aquí. Eso no me ha parecido tan importante
como todo lo demás.
- ¿Como qué,
Lucas?
- No lo sé.
- ¿Temías que
te odiara? ¿Por qué? ¿Por el aspecto que ofreces?
- ¡No! No tengo
tan mal concepto de ti. Ni siquiera me has mirado con fijeza, ni me has hecho
desagradables preguntas. Y yo sabía que no lo harías.
- Entonces... -
La voz de la mujer era suave, y tranquila, como si nada pudiera sacudirla ya -.
Entonces, ¿pensabas que te odiaría porque me destrozaste el corazón?
El hombre no
contestó.
- Estaba
enamorada de ti - dijo la mujer -. Si creías que estaba enamorada, estabas en
lo cierto. Y cuando no hiciste nada, me heriste.
Abajo en el
coche, Rogers hizo una mueca de incomodidad. El técnico del F.B.I. volvió la
cabeza brevemente.
- No se deje
impresionar por esta clase de conversación, mister Rogers - dijo -. Nosotros la
oímos constantemente. Yo también me sentía preocupado cuando comencé. Pero al
cabo de un tiempo vienes a darte cuenta de que la gente no debería avergonzarse
de que les oigan hablar así. Es honesto, ¿no? Es de lo que la gente habla en
todo el mundo. No se sienten avergonzados cuando se lo dicen los unos a los
otros, de manera que no debe usted sentirse incómodo al escucharlo.
- De acuerdo -
dijo Finchley. - Entonces supongamos que cierra usted la boca y escucha.
- No importa
que hable, mister Finchley - dijo el técnico. Queda todo grabado. Podemos
volver a escucharlo tantas veces como lo deseemos, se volvió hacia sus
instrumentos -. Además, el hombre no ha contestado aún. Está pensando.
- Lo siento,
Edith.
- Me has
ofrecido excusas una vez esta noche, Lucas. - La silla de la mujer chirrió
cuando ella se levantó -. No deseo verte arrastrarte. No deseo que sientas la
necesidad de hacerlo. No te odio... no te he odiado nunca. Te amé. Había
encontrado a alguien con quien poder vivir. Cuando conocí a Sam, supe cómo.
- Si sientes de
esa manera, Edith, lo celebro grandemente por ti.
Por el tono de
su voz se comprendía que estaba sonriendo tristemente.
- No siempre he
sentido de esta manera. Pero en veinte años se puede pensar mucho.
- Sí, se puede
pensar mucho.
- Es raro.
Cuando coges el pasado y comienzas a darle vueltas y vueltas en tu cabeza,
puedes empezar a ver en él cosas que te dejaste pasar por alto cuando lo
viviste. Vienes a darte cuenta de que hubo momentos en los que una palabra
dicha de manera diferente, o una cosa hecha en el momento más adecuado,
hubieran podido cambiarlo todo.
- Es cierto.
- Por supuesto,
tienes que recordar que puedes estar viendo cosas que no existieron jamás.
Puedes estar maniobrando tus recuerdos para colocarlos en línea con lo que
deseas que hubiesen sido. No puedes estar segura de que simplemente estás
soñando.
- Lo comprendo.
- Es fácil que
ocurra eso con un recuerdo.
- Puede llegar
a convertirse en una cosa perfecta. En un recuerdo, las gentes se convierten en
las gentes que a ti más te gustaron, y nunca se hacen viejas, nunca cambian,
nunca viven veinte años separadas de ti, y por ello nunca se convierten en
alguien a quien no puedes reconocer. Las gentes de un recuerdo son siempre como
tú deseas que sean, y siempre puedes volver a ellas y recomenzarlo todo en el
mismo punto en que lo abandonaste, sólo que ahora sabes en qué consistieron los
errores y lo que no debiera haber sido hecho. Ningún amigo es tan bueno como el
amigo en un recuerdo. Ningún amor es tan maravilloso.
- Sí.
- El... el agua
está hirviendo en la cocina. Traeré el café.
- Muy bien.
- Tienes aún
puesto el abrigo, Lucas.
- Me lo
quitaré.
- Volveré en
seguida.
Rogers miró a Finchley.
- ¿A dónde cree
usted que quiere ir a parar?
Finchley
sacudió la cabeza.
La mujer volvió
de la cocina. Se oyó el tintineo de unas tazas.
- Me he
acordado de no poner ni crema ni, azúcar en el tuyo, Lucas.
El hombre
vaciló.
- Has sido muy
amable, Edith. Pero... Bien, la verdad es que ya no puedo soportarlo negro. Lo
siento.
- ¿Por qué?
¿Por haber cambiado? Trae, lo llevaré a la cocina y lo arreglaré a tu gusto.
- Sólo un poco
de crema, por favor, Edith. Y dos cucharadas de azúcar.
Finchley
preguntó.
- ¿Qué sabemos
sobre los recientes hábitos de Martino en lo que se refiere a la manera de
tomar el café?
- Pueden ser
investigados - contestó Rogers. - Será conveniente que no nos olvidemos de
hacerlo.
La mujer trajo
el café del hombre.
- Espero que
así sea de tu gusto, Lucas.
- Eres muy
amable. Confío en que no te sientas turbada al verme beber.
- ¿Por qué
habría de sentirme turbada? No me es difícil recordar cómo eras, Luke.
Permanecieron
silenciosos durante unos cuantos momentos. Después la mujer preguntó:
- ¿Te sientes
mejor ahora?
- ¿Mejor?
- No te habías
tranquilizado en absoluto. Estabas tan tenso como el día en que me hablaste por
vez primera. En el zoo.
- No puedo
evitarlo, Edith.
- Lo sé. Has
venido aquí confiando en algo, pero ni siquiera te es posible expresarle en
palabras. Siempre has sido así, Luke.
- He acabado
por darme cuenta de ello - repuso el hombre, con una forzada risa entre
dientes.
- ¿Te ayuda en
algo el reír, Luke? Su voz se debilitó de nuevo.
- No estoy seguro.
- Luke, si
deseas volver al punto donde nos detuvimos y comenzar de nuevo, por mí no hay
inconveniente.
- ¿Edith?
- Quiero decir
si deseas cortejarme.
El hombre
permaneció mortalmente silencioso durante un momento. Después se levantó
pesadamente, haciendo rechinar los muelles de la silla.
- Edith...
mírame. Piensa en los hombres que se te reirán hasta que yo muera. Y voy a
morir. No pronto, pero de nuevo volverías a estar sola cuando las personas más
dependen las unas de las otras. No puedo trabajar. Ni siquiera puedo pedir que
te vengas a vivir conmigo a alguna parte. No puedo hacer eso, Edith. No es para
eso para lo que he venido aquí.
- ¿No es en eso
en lo que pensabas cuando yacías en la cama del hospital? ¿No pensabas todas
las cosas contrarias a ello, y sin en embargo tenías esperanza?
- Edith...
- La primera
vez, nada hubiera podido salir de nuestras relaciones. Y yo amé a Sam cuando le
conocí, y fui feliz de ser su esposa. Pero ahora es diferente, y además he
estado recordando.
En el coche,
Finchley murmuró con salvaje intensidad:
- No lo
estropees todo, hombre. No seas estúpido. Procede adecuadamente. Aprovecha tu
oportunidad.
Después se dio
cuenta de que Rogers le estaba mirando y se quedó bruscamente callado.
En el
apartamento, toda la tensión del hombre explotó en su garganta.
- ¡No puedo
hacerlo!
- Puedes
hacerlo si yo deseo que lo hagas - dijo gentilmente la mujer.
El hombre
suspiró por última vez, y Rogers pudo verlo con la imaginación: los erectos
hombros, encorvados un poco; él, de pie, abriendo el oprimido puño. Martino o
no, traidor o espía, el hombre había conquistado, o hallado, un puerto.
Una puerta se
abrió en el interior del apartamento. La voz de una niña dijo soñolientamente:
- Mamá... me he
despertado. He oído hablar a un hombre. Mamá... ¿Qué es eso?
La mujer
contuvo el aliento.
- Este señor es
Luke, Susan - se apresuró a decir -. Es un viejo amigo mío, y acaba de regresar
a la ciudad. Tenía intención de hablarte de él mañana por la mañana.
Cruzó la
habitación y su voz fue más baja, como si estuviera sosteniendo a la niña y
hablando con suavidad. Pero todavía con mucha rapidez.
- Lucas es un
hombre muy agradable, amor. Ha sufrido un accidente, un accidente terrible, y
el doctor ha tenido que hacerle eso para curarlo. Pero no es nada importante.
- Está ahí,
mamá. ¡Me mira!
El hombre hizo
un sonido en la garganta.
- No tengas
miedo de mí, Susan... No te haré daño. De veras, no te haré daño.
El suelo crujió
bajo su peso cuando se movió torpemente hacia la niña.
- ¿Ves?
Realmente soy un hombre muy cómico. Mira cómo parpadeo. ¿Ves en cuántos colores
se convierten los ojos? ¿No son cómicos?
Respiraba
ruidosamente. En el micrófono se escuchaba un continuo, pavoroso ruido.
- Y bien, no
tienes miedo de mí, ¿verdad?
- ¡Sí! Sí, lo
tengo. ¡Apártese de mí! ¡Mamá, mamá, no lo dejes acercarse!
- Pero es un
hombre agradable, Susan. Desea ser tu amigo.
- Puedo hacer
otras cosas, Susan. ¿Ves? ¿Ves cómo gira mi mano? ¿No es gracioso? ¿Ves cómo se
cierran mis ojos?
Ahora, la voz
del hombre era urgente, y temblaba bajo la nerviosa jovialidad.
- ¡Usted no me
agrada! ¡Usted no me agrada! Si es un hombre agradable, ¿por qué no sonríe?
Oyeron al
hombre retroceder. La mujer dijo torpemente:
- Sonríe en su
interior, amor.
El hombre
murmuró:
- Mejor...
mejor será que me vaya. No conseguiré sino aturdirla más si me quedo.
- Por favor...
Luke...
- Volveré en
cualquier otro momento. Te llamaré.
Se enredó con
los cerrojos de la puerta.
- Luke... oh,
toma tu abrigo... Luke, hablaré con ella. Se lo explicaré; Acaba de
despertarse... quizá ha tenido una pesadilla...
Su voz se
apagó.
- Sí.
Abrió la
puerta, y el técnico del F.B.I. apenas recordó retirar el micrófono.
- ¿Volverás?
- Por supuesto,
Edith. - Vaciló -. Me mantendré en contacto contigo.
- Luke...
El hombre había
salido al pasillo y descendía de prisa por la escalera. El crujido de sus pasos
era ruidoso y después se desvaneció cuando rebasó ciegamente el micrófono.
Rogers hizo frenéticos ademanes desde el coche, y los dos hombres del G.N.A. se
apresuraron a alejarse del edificio en opuestas direcciones. El hombre salió, y
se encasquetó el sombrero. A medida que caminaba, sus pasos fueron haciéndose
más veloces. Se subió el cuello del abrigo. Casi corría. Pasó junto a uno de
los hombres del G.N.A. y el otro se dio prisa en doblar una esquina para
circundar la manzana y reunirse con su compañero.
El hombre
desapareció entre las sombras de la noche, mientras los hombres destinados a
vigilarle procuraban no perderle de vista.
El micrófono,
que había quedado en la escalera, funcionaba aún.
- Mamá...
mamá... ¿quién es Lucas? La voz de la mujer fue muy baja.
- No importa,
amor. Ya no importa.
- Muy bien -
dijo ásperamente Rogers -, pongámoslos en marcha antes de que consiga alejarse
de nosotros.
Hizo un
esfuerzo para serenarse mientras el técnico recogía el micrófono. Puso en
marcha el motor y lanzó el coche hacia adelante.
Rogers se
hallaba muy atareado con su propia radio, pues estaba cursando órdenes para que
otros agentes saliesen al paso del hombre e iniciaran la vigilancia antes de
que pudiese desembarazarse de los agentes que le seguían. Finchley no tuvo nada
que decir mientras el coche rodaba calle arriba. Cuando pasaron bajo una
farola, su cara era macilenta.
El coche pasó
junto al más próximo agente del G.N.A. Parecía disgustado, e intentaba caminar
lo bastante de prisa para no perder de vista al hombre y al mismo tiempo no tan
de prisa como para atraer su atención. Echó una rápida ojeada hacia el coche.
Tenía la boca muy apretada, y las aletas de la nariz le brillaban.
La luz de los
faros del coche cayó sobre la descomunal figura del hombre. Daba breves y
rápidos pasos, los hombros encorvados y las manos en los bolsillos. Mantenía
baja la cara.
- ¿A dónde va
ahora? - preguntó innecesariamente Rogers, puesto que no necesitaba que se lo
dijese Finchley.
- No creo que
lo sepa - contestó éste.
A través de la
oscuridad, el hombre caminaba hacia MacDougal Street. Las luces de las
cafeterías situadas sobre Bleecker le esperaban. Las vio y torció abruptamente
hacia un callejón.
Una muchacha
acababa de descender por los escalones de la casa que había junto a él, y
tropezó con ella. Se detuvo súbitamente, y se volvió. Levantó la cabeza, Y
abrió la boca. Dijo algo. Se había quedado helado en una pantomima de sorpresa.
Las luces del coche se lanzaron contra su cara.
La muchacha
gritó. Su garganta se abrió, y se llevó las manos a los ojos. El horroroso
sonido que emitió repercutió en la estrecha calle.
El hombre
comenzó a correr. Se hundió en el callejón, e incluso para los del coche el
sonido de sus pies fue como si alguien estuviese asestando golpes a una caja
vacía. La muchacha permanecía quieta ahora, inclinada hacia adelante,
sosteniéndose como si se sintiera confusa.
- ¡Corran en
pos de él!
A su vez,
Rogers quedó sorprendido por la nota que había vibrado en su voz. Hundió sus
manos en el respaldo del asiento delantero cuando el conductor lanzó el coche
hacia el callejón.
El hombre
corría muy por delante de ellos. La luz de los faros arrancó destellos a su
cuello, y los resplandores de la luz reflejada parpadeaban a las sombras
removidas por los ondeantes faldones de su abrigo. Corría torpemente, como un
hombre exhausto, y sin embargo, se movía a una velocidad fantástica.
- ¡Dios mío! -
exclamó Finchley -. ¡Mírelo! - Ningún ser humano puede correr así - dijo Rogers
-. No tiene que esforzar los pulmones. No tiene tanta necesidad de oxígeno.
Seguirá corriendo a esa velocidad en tanto lo soporte su corazón.
- O más de
prisa aún.
El hombre se
arrojó contra una pared, quebrando así su impulso. Después se apartó, cruzó una
calle y se dirigió de nuevo hacia el centro de la ciudad.
- ¡Vamos! - le
gruñó Rogers al conductor -. Esfuerce a este carricoche.
Lanzando
chillidos, doblaron la esquina. El hombre se hallaba aún muy por delante, y
corría sin mirar hacia atrás. La calle estaba franqueada por plataformas de
descargue en las traseras de los almacenes. En las casas no había luces y sólo
en las esquinas podían verse farolas. Una hilera de luces de tráfico se
extendía hacia Canal Street, cambiando del verde al rojo a un ritmo que llenaba
de olas toda la longitud de la calle. El hombre corría entre ellas como algo
aleteante, impulsado por un viento gigantesco.
- ¡Jesús,
Jesús, Jesús! - murmuró urgentemente Finchley -. Se matará.
El conductor le
imprimió más velocidad al coche para dejar atrás la calle con el pavimento roto
por los camiones. El hombre se hallaba bastante más allá de la próxima esquina.
Volvió la cabeza hacia atrás por un instante y los vio. Entonces comenzó a
correr aún más de prisa, cruzó la calle, dobló la esquina y ahora empezó a
correr hacia la Sexta Avenida.
- ¡Esa es una
calle en contra dirección para nosotros! - gritó el conductor.
- ¡Tómela,
estúpido! - aulló Finchley, y el coche se lanzó hacia el Oeste mientras el conductor
manejaba frenéticamente el volante -. ¡Déle alcance! - volvió a gritar
Finchley. ¡No podemos. dejar que corra hasta matarse!
La calle estaba
flanqueada por coches aparcados ante los atestados bordillos de las aceras. Los
espacios claros eran sólo lo bastante amplios para que un solo coche penetrase
con bastante dificultad, y unas cuantas manzanas más adelante otra serie de
faros se aproximaban hacia ellos, avanzando cada vez más de prisa.
El hombre
corría ahora desesperadamente. Cuando el coche comenzó a darle alcance, Rogers
pudo ver su cabeza volverse de lado a lado, buscando algún estrecho callejón
entro los edificios, o algún escape de cualquier especie.
Cuando se
pusieron a su misma altura, Finchley bajó la ventanilla de su lado.
- ¡Martino! ¡Deténgase!
¡No ocurre nada! ¡Deténgase!
El hombre
volvió la cabeza, miró, y de repente varió de curso, se introdujo casi a la
fuerza entre dos coches aparcados y corrió a través de la calle por detrás de
ellos.
El conductor
accionó los frenos y movió la palanca del cambio de marcha. La transmisión
funcionó, pero dejó rígido el eje. El coche se deslizó sobre ruedas inmóviles,
dejando un penacho de humo sobre la calle, mientras de las llantas brotaban
llamas, Rogers se inclinó hacia adelante y sus dientes se cerraron con fuerza.
Finchley abrió la portezuela y salió.
- ¡Martino!
El hombre había
alcanzado la acera opuesta.
Corriendo aún
hacia el Oeste, no se detuvo ni miró hacia atrás. Finchley comenzó a correr a
lo largo de la calle.
Cuando Rogers
consiguió abrir la portezuela de su costado, vio al coche que se aproximaba por
la próxima calle, a menos de sesenta pies de distancia.
- ¡Finch!
¡Sálgase de la calle!
El hombre había
alcanzado la esquina. Finchley casi se hallaba ya allí, corriendo aún por la
calle, porque no se atrevía a perder el tiempo abriéndose paso entre los coches
aparcados parachoques contra parachoques.
- ¡Martino!
¡Deténgase! ¡No puede seguir así... Martino... morirá!
El coche que se
acercaba los vio y giró frenéticamente a través de la calle. Pero otro coche
dobló la esquina de MacDougal y alcanzó a Finchley con su puntiagudo
guardabarros. Lo embistió violentamente, con el pecho ya encogido, y lo arrojó
contra el costado de uno de los coches aparcados.
Por un segundo,
todo se detuvo. El coche con el guardabarros abollado permaneció meciéndose en
la boca de la calle. Rogers quedó con una mano en el costado del coche del
F.B.I., mientras el olor de la goma quemada lo envolvía.
Después Rogers
oyó al hombre, muy abajo de la calle, corriendo aún, y se preguntó si realmente
había comprendido algo desde el momento en que la muchacha había gritado al
verle.
- Llame - le
dijo bruscamente al conductor del F.B.I. -. Diga a sus hombres que se pongan en
contacto con mis agentes. Dígales qué camino ha tomado y que se apresuren a
seguirle la pista.
Después corrió
a través de la calle hacia Finchley, el cual había muerto.
El hotel de
Bleecker Street tenía un pupitre de recepción en el vestíbulo y una estrecha
escalera que conducía a las habitaciones. La entrada era un exiguo portal entre
dos almacenes. El recepcionista permanecía sentado detrás del la silla apoyada
contra los escalones y dormía con la barbilla caída sobre el pecho. Era un
hombre viejo y consumido, con la cara llena de cañones grises. Esperaba que
llegase la mañana para poder irse a la cama.
La puerta de la
calle se abrió. El recepcionista no alzó la vista. Si alguien deseaba una
habitación se acercaría a él. Cuando oyó que los pasos arrastrados se
detuvieron delante de él, abrió los ojos.
El recepcionista
estaba acostumbrado a ver tullidos. Las habitaciones estaban llenas de una
clase u otra. El recepcionista estaba acostumbrado también a ver todo el tiempo
cosas nuevas. Cuando era más joven, le agradaba leer los sucesos en los
periódicos. Había sido una sorpresa para él que el metro aéreo de la Tercera
Avenida hubiese sido derribado, o que hiciesen los coches con cuatro faros.
Pero ahora era más viejo, y sencillamente las cosas se deslizaban junto a su
lado. De manera que nunca se sentía sorprendido ante nada que no hubiese visto
antes. Si los doctores colocaban a las gentes cabezas de metal, eso no era en
gran medida distinto de las piernas artificiales de aluminio que a menudo
subían y bajaban por la escalera detrás de él.
El hombre que
había delante del pupitre estaba intentando hablarle. Pero durante largo rato,
el único sonido que hizo fue una serie de prolongados y huecos ruidos, cada vez
que el aire irrumpía en su boca. Durante un momento se agarró al borde
delantero del pupitre. Se tocó el costado izquierdo del corazón. Finalmente,
esforzándose en pronunciar las palabras, preguntó:
- ¿Cuánto
cuesta una habitación?
- Cinco pavos -
contestó el recepcionista, y se volvió para coger una llave -. El pago es por
adelantado.
El hombre se
sacó una cartera, tomó un billete y lo depositó sobre el pupitre. No miraba
directamente al recepcionista, y parecía estar tratando de ocultar la cara.
- El número de
la habitación está en la llave - dijo el recepcionista e introdujo el billete
en la ranura de una caja de acero que surgía a través del suelo.
El hombre se
apresuró a asentir con la cabeza.
- Muy bien. -
Muy consciente de sí mismo, hizo un ademán hacia la cara -. Tuve un accidente -
explicó -. Un accidente industrial. Una explosión.
- Compañero -
repuso el recepcionista -, me importa un bledo. No beba en su habitación y
abandónela a las ocho, o serán otros cinco pavos.
Eran casi las
nueve de la mañana. Rogers permanecía en su fría y blanca oficina, oyendo sonar
el teléfono. Al cabo de un rato, tomó el aparato.
- Rogers.
- Soy Avery,
señor. El sujeto se halla aún en el hotel de Bleecker. Ha bajado un poco antes
de las ocho, ha pagado otro día de alquiler y ha vuelto a subir a su
habitación.
- Gracias.
Continúe ahí.
Depositó el
aparato y se inclinó hasta que su cara quedó casi tocando la mesa. Se cogió las
manos detrás del cuello.
El zumbido del
intercomunicador le hizo enderezarse de nuevo. Accionó la clavija.
- ¿Sí?
- Tenemos aquí
a miss Di Fillipo, señor.
- Hágala pasar,
por favor.
Esperó hasta
que la muchacha penetró, y entonces su mano se apartó de la clavija.
- Pase, por
favor. Esa... esa silla es para usted.
Angela Di
Fillipo era una atractiva joven morena. Rogers juzgó que tenía unos dieciocho
años.
Penetró con
gran confianza en si misma, y se sentó sin dar signos de nerviosismo. Rogers
imaginó que en circunstancias ordinarias era tranquila y segura, y que carecía
incluso de aquellos pecadillos que hacían que la mayor parte de las gentes
inofensivas se sintieran un poco nerviosas en aquel edificio.
- Soy Shawn
Rogers - dijo, sonriendo y tendiendo la mano.
Ella la
estrechó con firmeza, casi masculinamente, y le devolvió la sonrisa, sin darle
la sensación de que estaba tratando de impresionarle.
- Hola.
- Sé que tiene
usted que acudir a su trabajo, de manera que no la retendré mucho tiempo. -
Examinó el informe -. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre lo que
sucedió anoche.
- Me complacerá
ayudarle.
- Gracias.
Bien, su nombre es Angela Di Fillipo y vive usted en el treinta y tres de
MacDougal Street, aquí en Nueva York, ¿no es así?
- Sí.
- Anoche, a eso
de las diez y media, se encontraba usted en la esquina de MacDougal y un
callejón entre Bleecker y Houston Street, ¿no es así?
- Sí.
- ¿Podría
decirme cómo es que se encontraba allí y qué es lo que ocurrió?
- Bien, acababa
de abandonar mi casa para ir a la tienda a buscar algo de leche. El callejón se
halla junto a la puerta. No advertí particularmente a nadie, pero supe que
alguien venía MacDougal arriba, porque oí sus pasos.
- ¿Venía hacia
Bleecker? ¿O por el lado oeste de la calle?
- Sí.
- Continúe, miss Di Fillipo. Puede que la interrumpa de nuevo, para
aclarar algunos puntos, pero lo está haciendo bien.
«Y el informe
aumenta», pensó. ¡Pero para lo que nos sirve!»
- Bien, sabía
que venía alguien, pero, naturalmente, no presté una especial atención. Me di
cuenta de que caminaba de prisa. Después cambió de dirección, como si fuera a
entrar en el callejón fue entonces cuando lo miré, por que deseaba retirarme de
su paso, había una farola detrás de él, de manera que pude ver que era un
hombre corpulento, pero no me fue posible verle la cara. Por la forma en que
caminaba, pensé que no me había visto en absoluto. De todas maneras venía
rectamente hacia mí, y supongo que me puse un poco tensa. En todo caso,
retrocedí un paso, y él simplemente me rozó la manga. Eso le hizo alzar la
vista, y entonces vi que había algo raro en su cara.
- ¿Qué quiere
usted decir por «raro», miss Di Fillipo?
- Sólo raro.
Entonces no vi de qué se trataba. Pero tuve la sensación de que no era normal.
Y supongo que eso me hizo sentirme un poco más nerviosa.
- Ya.
- Después le vi
bien la cara. El se detuvo, y abrió la boca... Bien, su cara era de metal, como
uno de esos robots que aparecen en los periódicos dominicales, y parecía
sorprendido. Con voz muy peculiar, dijo: «Bárbara... soy yo... el alemán».
Rogers se
inclinó hacia adelante sorprendido
- «Bárbara...
soy yo... el alemán». ¿Está segura de eso?
- Sí, señor.
Parecía muy sorprendido, y...
- ¿Y qué más,
miss Di Fillipo?
- Acabo de
darme cuenta de qué es lo que me hizo gritar... quiero decir lo que realmente
me hizo gritar.
- ¿Sí?
- Lo dijo en
italiano. - Miró atónita a Rogers - Acabo de darme cuenta de ello.
Rogers frunció
el ceño.
- Lo dijo en
italiano. Y lo que dijo fue: «Bárbara... soy yo... el alemán».
- Eso no parece
tener sentido, ¿verdad? ¿Quiere decir algo para usted?
La muchacha
sacudió la cabeza.
- Bien. -
Rogers miró sobre la mesa, donde su mano daba golpecitos a un lápiz sobre el
secante -. ¿Qué tal es su italiano, miss Di Fillipo?
- Lo hablo en
casa todo el tiempo.
Rogers asintió
con la cabeza. Después se le ocurrió otra cosa.
- Dígame, tengo
entendido que hay un cierto numero de dialectos italianos. ¿Podría decirme cuál
empleaba él?
- Parecía
bastante corriente. Se le podría llamar italiano americano.
- ¿Cómo si
hubiese estado en el país mucho tiempo?
- Supongo que
sí. A mí me pareció como cualquiera de las otras personas que hay por aquellos
barrios. Pero no soy experta. Es una simple opinión.
- Ya. ¿No
conoce usted a nadie llamada Bárbara? Quiero decir... a una Bárbara que se
parezca a usted.
- No... no,
estoy segura de que no conozco a nadie.
- Muy bien,
miss Di Fillipo. Cuando él le habló, usted gritó. ¿Sucedió algo más?
- No. Giró en
redondo y penetró corriendo en el callejón. Y luego un coche le siguió. Después
de eso, uno de los hombres del F.B.I. vino y me preguntó si me encontraba bien.
Le dije que estaba bien, y me llevó a casa. Supongo que esto ya lo sabe usted.
- Si. Y
gracias, miss Di Fillipo. Nos ha sido de gran ayuda. No creo que volvamos a
necesitarla, pero si no es así, nos pondremos en contacto con usted.
- Me alegrará
serles de utilidad si puedo, mister Rogers. Adiós.
- Adiós, miss Di Fillipo.
Le estrechó la
mano de nuevo, y la vio irse.
«Maldita sea»,
pensó, «ésa es una clase de muchacha que no se sentiría turbada si su hombre
pertenece a mi oficio».
Después frunció
el ceño. «Bárbara... soy yo... el alemán.» Bien, ésta era una cosa que tenía
que investigar.
Se preguntó
cómo se sentía Martino, oculto en su habitación. Y también se preguntó cuánto
tiempo habría de transcurrir antes de recoger las pruebas necesarias para
considerar terminado el caso.
El zumbido del
intercomunicador le interrumpió otra vez.
- ¿Si?
- ¿Mister
Rogers? Soy Reed. He estado investigando a algunas de las personas de la lista
de conocidos de Martino.
- ¿Y?
- Se trata de
Francis Heywood, el que fue compañero de habitación de Lucas Martino en el
colegio Tecnológico.
¿Se refiere al
que llegó a ser una gran personalidad en el Technical Personnel Allocations
Bureau del G.N.A.? Ha muerto. Murió en un accidente de aviación. ¿qué ocurre
con él?
- El F.B.I.
acaba de hacer algunos descubrimientos sobre él. Los han hecho en un nido de
los soviéticos en Nueva York. Es una banda muy bien organizada que lleva
operando varios años. Colaboradores, en su mayor parte. Cuando Heywood se
hallaba en Washington trabajando para el gobierno americano, era uno de ellos.
- ¿El mismo
Francis Heywood?
- Las huellas
dactilares y las fotos se hallan de acuerdo con lo que nosotros tenemos en
nuestro, archivo, señor.
Rogers dejó que
el aire brotara entre sus labios.
- Muy bien.
Tráigalo aquí para echarle una ojeada.
Colgó
lentamente.
Cuando tuvo
ante sí el informe del F.B.I., la situación resultó perfecta, sin agujeros que
no hubiesen podido ser, rellenados con unas cuantas conjeturas experimentadas.
Francis Heywood
asistió al colegio Tecnológico con Lucas Martino, y compartió con él una
habitación en uno de los pequeños apartamientos dormitorio. El que fuese ya entonces
un compañero de viaje era problemático. Pero eso no presentaba ninguna
diferencia importante. Era definitivamente uno de ellos en la época en que del
gobierno americano fue trasladado al G.N.A. Al trabajar para el G.N.A. fue
contratado para asignar al personal técnico clave las mejores facilidades de
trabajo para sus específicos propósitos. Había sido adiestrado para esa misma
clase de trabajo por el gobierno americano, y estaba considerado como el mejor
experto en la especialidad. En algún punto próximo a ese período era cuando
debía haberse hecho activista. La conclusión natural era que había estado en
condiciones de maniobrar las cosas para que los soviéticos pudiesen apoderarse
de Martino. Heywood, en efecto, había sido un talentudo explorador.
Había podido o
no había podido saber lo que era el K-Ochenta y ocho. Se suponía que sólo debía
tener una somera idea de los proyectos para los cuales hallaba espacio, pero
sin duda alguna había debido ser muy fácil para él hacer específicas
conjeturas, dada la posición que ocupaba. O, si había creído que debía correr
ese riesgo, tal vez había dado los pasos necesarios para descubrirlo. En
cualquier caso, había sabido qué clase de hombre y qué proyecto importante
podía entregar al otro lado de la frontera.
También esto
era secundario. Lo que más importaba era esto:
Un mes después
de haber desaparecido Lucas Martino al otro lado de la frontera, Francis
Heywood tomó un avión trasatlántico en Washington, donde había estado
realizando una misión de enlace que realmente podía haber sido una tapadera
para cualquier cosa. Cuando se hallaba en mitad del océano, el avión informó
que se habían producido explosiones en los motores, mandó una llamada de
socorro y cayó al mar. Los servicios de socorro aéreo encontraron flotando los
restos del avión. No recobraron algunos cadáveres, entre los cuales no se
encontraba Francis Heywood. El avión se había estrellado y los instrumentos
sonoros habían localizado sus piezas en el fondo. Y, en aquel tiempo, en esto
había quedado todo. Simplemente, los motores habían tenido dificultades de
alguna clase. No se habían recibido informes de que los soviéticos hubiesen
enviado aviones de combate para provocar un incidente, y el operador de radio
había estado enviando tranquilos mensajes hasta el final.
Pero ahora
Rogers pensó en la vieja treta de dejar caer un hombre al agua en un lugar
establecido de antemano, y de tener un submarino dispuesto para recogerlo.
Si lo que se
deseaba era que al hombre se le diese por desaparecido, entonces se procedía a
estrellar a todo un avión comercial ¿a quién podía extrañarle que faltara un
cadáver? y el submarino podía asegurarse de que sólo ese hombre no se ahogara.
Era un poco arriesgado, pero si el accidente era bien dispuesto de antemano, y
el era hombre era diestro, había muchas probabilidades la operación no
constituyese un fracaso. Tomó el dossier de Heywood para mirar sus datos
personales:
Estatura: 6
pies. Peso: 220. Había sido hombre corpulento, de tez morena. Su edad era casi
exactamente la misma que la de Martino. Habiendo vivido en Europa, había
aprendido a hablar italiano... con toda probabilidad con acento americano.
Y Rogers se
preguntó hasta qué punto Lucas Martino se había explayado con él en el curso de
aquellos tres años en los que habían compartido la misma habitación. Hasta qué
punto el muchacho solitario de New Jersey había hablado de sí mismo. Se
preguntó también si sobre su mesa no habría tenido una fotografía de Edith. O
incluso de una muchacha llamada Bárbara, fotografía que Heywood habría visto
cada día hasta que se le quedó completamente grabada en la memoria. Tal vez
Heywood hubiera podido explicar lo que Angela Di Fillipo había oído la noche
anterior en Mac Dougal.
¿Que buen actor
era su hombre?, se preguntó Rogers. ¿Hasta qué punto puede ser buen actor un
hombre?
«Dios nos
ampare, Fincho», pensó.
CAPITULO X
El joven Lucas
Martino llegó al Tecnológico de Massachussets convencido de que en él algo
funcionaba mal, y dispuesto a repararlo si le era posible. Pero cuando llevó a
cabo la inscripción, revisó las asignaturas y se esforzó en encajarse en una
rutina de estudio como ninguna de las que hasta entonces había tenido que
enfrentarse, empezó a darse cuenta de lo difícil que eso podía llegar a ser.
Los estudiantes
del Tecnológico se hallaban ya cogidos en la vorágine de la actividad el mismo
día en que entraban. De los graduados del Tecnológico se esperaba que ocuparan
posiciones en los puntos más elevados. Un millar de planes se apilaban en los
proyectos mundiales de los aliados, y esperaban a los hombres que debían
ponerlos en ejecución. Una vez eran llevados a cabo, cada proyecto tenía un
millar de planes esperando para su realización. Los planes hechos una docena de
años antes se hallaban dispuestos, todos relacionados los unos con los otros,
cada uno de ellos dependientes de la positiva realización de cada plan.
Si un hombre
estaba destinado a poner en peligro algún día esa estructura su debilidad tenía
que ser localizada lo más pronto posible.
De manera que
los instructores del Tecnológico eran personas que nunca daban una respuesta
dudosa al beneficio de la duda. No conducían sus clases, ni malgastaban el
tiempo concediendo a cualquier particular estudiante más atención que a los
demás. Se daba por supuesto que los estudiantes del Tecnológico eran capaces de
digerir todo el texto que se les asignaba, y de saber exactamente lo que quería
decir. Los instructores daban sus lecciones, tranquila, competente,
despiadadamente, y nunca retrocedían a reconsiderar un punto o, en las pruebas,
a rehacer lo hecho porque un buen estudiante se hubiese dejado pasar por alto
algo.
Lucas lo
admiraba, como el sistema ideal para su propósito. Los hechos eran ofrecidos, y
aquellos que no podían aferrarlos, emplearlos y encajarse allí en el progreso de
la clase, tenían que ser eliminados antes de que hicieran disminuir el progreso
de todos los demás. Para él era un sistema natural, y tenía una tendencia a ser
suavemente incrédulo cuando alguien se volvía a él en busca de ayuda, por
hallarse ya muy atrasado y veces sin la menor esperanza de alcanzar a los
demás.
En las primeras
semanas de estudios, se creó entre sus compañeros de clase la fama de ser un
cerebro frío e inamistoso que obraba como si fuese bastante mejor que todos los
demás.
En ese primer año,
sus profesores no repararon en él. Era a los posibles malos estudiantes a los
que tenían que prestar atención.
Lucas no
pensaba mucho más de lo que había pensado en el colegio de Nueva York, donde
sus profesores se habían mostrado muy dispuestos a ser excesivamente
entusiásticos. Se abstrajo en su tarea, no tanto atraído por ella como por el
descubrimiento de que podía trabajar, de que eso era lo que se esperaba de él,
de que le eran concedidas todas las oportunidades para que lo hiciese así y de
que el colegio estaba organizado para personas que pudiesen pensar en términos
de trabajo y en nada más.
Transcurrieron
casi dos meses antes de que consiguiera acostumbrarse a ello para que se
atenuara un poco su primer entusiasmo. Entonces pudo asentarse y entregarse a
una rutina. Después disponía de tiempo para dedicarse a otras cosas.
Pero comprobó
que se hallaba aislado. Por alguna razón, no podía comprender en absoluto
porqué, no tenía amigos. Cuando intentaba aproximarse a algunos de sus
compañeros de clase, comprobaban que le miraban con resentimiento o que estaban
demasiados atareados. Descubrió que la mayor parte de ellos tenían que realizar
por lo menos el doble de esfuerzo que él y que ninguno estaba tan seguro de si
mismo como él. Esto le dejaba perplejo, después de todo eran estudiantes del
Tecnológico, y al fin comprendió que la mayoría de las personas se contentaban
con saber que aprovechaban sólo el ochenta y cinco por ciento de su tiempo.
Pero eso no hizo nada para ayudarle.
Todavía se
sintió más confuso. Sin la menor duda había esperado que en el Tecnológico
encontraría a una diferente clase de gente. Y, en realidad, la había
encontrado. Eran muchos los estudiantes que habían abandonado sus demás
preocupaciones al llegar allí. Dormían poco, comían de prisa, no hacían otra
cosa sino estudiar. En las clases, tomaban notas increíblemente grandes, por la
noche se la llevaban a sus habitaciones y perdían la vista repasándolas. No se
tomaban la molestia de contestar a las cartas que le mandaban de casa, y las
expediciones a la ciudad por las noches se hallaban por completo fuera de la
cuestión. Su conversación se componía de una serie de discusiones sobre sus
tareas, y si algunos de ellos tenían problemas, los mantenían enterrados y no
se ocupaban de otra cosa sino del desarrollo de los estudios,
Pero según
descubrió Lucas, esto no quería decir que ninguno de ellos fuese feliz o
estuvieran considerablemente familiarizados con sus temas. Sólo quería decir
que eran temporales monomaníacos.
Durante un
tiempo se preguntó si también él era un monomaníaco más. Pero esa idea no
parecía encajar en los hechos. De forma que, una vez más, se vio obligado a
llegar a la conclusión de que era una especie de fenómeno, un ser que, por
alguna razón, se había olvidado de dar un paso que la mayoría de las personas
daban con tanta naturalidad que ni siquiera se percataban de ello. Esto le hizo
preocuparse profundamente, en aquellos raros momentos en los que su mente se lo
permitía. La mayor parte del día lo pasaba completamente absorto en su trabajo.
Pero, por la noche, cuando estaba sentado en su habitación con las notas del
día completadas y las lecciones estudiadas, miraba inexpresivamente la pared
que había al otro lado de su mesa y se preguntaba qué remedio podía aplicarle a
aquel fracaso que había hecho de Lucas Martino.
El único
progreso que realizó fue en aquel breve tiempo en que casi literalmente
descubrió a su compañero de habitación.
Frank Heywood
era la persona ideal para compartir la pequeña habitación con Lucas Martino. Un
tipo tranquilo y sereno que no hablaba nunca excepto cuando era absolutamente
necesario, parecía atemperar sus movimientos a las dimensiones de la habitación
para que de esa manera no estorbasen nunca a Lucas. Usaba la habitación sólo
para dormir y estudiar, y salía de ella cada vez que tenía tiempo libre. Cuando
Lucas pensó en ello algunas semanas después de haber comenzado el año, decidió
que Frank, como él mismo, había estado demasiado atareado para entregarse a la
amistad o estrictamente a la suficiente cortesía para que le dejaran vivir en
paz. Pero, evidentemente, también Frank se asentó y empezó a encontrar un poco
de desahogo, porque fue su compañero de habitación, y no Lucas, quien inició la
breve amistad que existió entre ellos.
- Sabes - le
dijo Frank una noche, dejándole asombrado -, indudablemente tú eres el tipo más
importante de este cuerpo estudiantil.
Lucas le miró
desde el otro lado de la mesa, ante la cual permanecía sentado con la barbilla
apoyada en las manos.
- ¿Quién, yo?
- Sí, tú. - La
expresión de Heywood era completamente grave -. Lo digo en serio. El rumor que
corre en el colegio es que eres un empollón. Yo te he observado, y la verdad es
que aprenderte las lecciones ni te cuesta ni la mitad de esfuerzo que a todos
esos asnos. No te es necesario esforzarte mucho. Una mirada a los libros y la
lección se te queda grabada para siempre.
- ¿Y?
- Eso quiere
decir que tienes sesos.
- No son muchos
los retrasados mentales que ingresan en colegios como éstos.
- ¿Retrasados
mentales? - Frank hizo un ademán despectivo -. ¡Demonios, no! Este lugar es la
cuna de la próxima generación de buenos americanos sabios, la esperanza del
futuro, el depósito de todas nuestras mejores mentes técnicas. Y la mayor parte
de ellas no pueden competir contigo sin estar pensando en las cuestiones más de
una hora. ¿Por qué? Porque les han enseñado cómo deben leer los textos, no cómo
deben usarlos. Eso no es lo que ocurre contigo.
Lucas le miró
atónito. En primer lugar, ése era el discurso más largo que Frank le había
hecho desde que le conocía. En segundo lugar, sus palabras constituían un punto
de vista completamente nuevo, una actitud hacia el Tecnológico y todo cuanto
representaba. El no había oído nunca expresar esa opinión, y no la había
considerado jamás.
- ¿Qué es lo
que eso quiere decir en el fondo? - preguntó, animado por la curiosidad de
saber todo cuanto le fuese posible.
- Esto: debido
a como son enseñadas aquí las cosas, la mayor parte de los estudiantes sólo
pueden tener resultados positivos grabándose en la memoria lo que se les dice.
He estado hablando con algunos de ellos. Apuesto a que en este mismo piso
puedes encontrar a diez tipos capaces de repetirte palabra por palabra sus
textos, haciéndolo como alguien que se saca de la garganta una lombriz
interminable. También te apuesto a que, si dentro de quince años, sucede que
algunos cajistas comunistas modifican deliberadamente las palabras del texto,
la ciencia aliada se irá al diablo ya que nadie tendrá la iniciativa suficiente
para figurarse qué debería decir realmente en él. Y sobre todo no la tendrán
esos diez tipos. Se pasarán la vida diseñando sistemas de control contra
cohetes que estén de acuerdo con los sistemas de radar, porque así dice el
texto que se debe hacer.
- No te
comprendo - dijo Lucas frunciendo el ceño.
- Escucha, esos
tipos no son retrasados mentales, son muy inteligentes porque de otra manera no
estarían aquí. Pero les han enseñado que la única manera de aprenderse algo es
grabándoselo en la memoria. Si les ofreces algo de prisa, se lo aprenderán de
memoria... pero no tendrán tiempo para pensar. Se atiborrarán de palabras, y
cuando llegue el momento de demostrar lo que saben, lo soltarán todo como
papagayos.
«Yo diría que
seguir así es una cosa tremendamente peligrosa. Digo que, alguien con sesos
debe empezar a darse cuenta de lo que se va a hacer a sí mismo y lo que le está
haciendo al esfuerzo aliado cuando se atiborra de hechos indiscriminadamente.
Digo que todo el que se dé cuenta de ello deseará hacer algo al respecto. Pero
todos los papagayos que hay aquí no se molestan siquiera ni en fruncir la
frente. De forma que, considerándolo todo, digo que quizá tienen sesos, pero
que no tienen bastantes sesos.
»En cambio te
he observado a ti. Cuando estoy sentado aquí y veo en qué forma estudias tus
notas, experimento un placer. He aquí un tipo con una expresión en la cara como
si estuviera mirando la carta de una amante cuando estudia un texto de
electrónica. He aquí un tipo que realiza un proyecto como un hombre construye
un buen reloj. He aquí un tipo que lo mastica todo bien antes de tragarlo. He
aquí un tipo que hace algo con lo que le dan. Cuando uno piensa bien en ello,
he aquí un tipo que en este lugar va a producir realmente.»
Lucas elevó las
cejas.
- ¿Yo?
- Tú. No ceso
de observar. Supongo que he echado por lo menos una ojeada a todos los tipos de
este colegio. Hay unos cuantos como tú en la facultad, pero ninguno en el
cuerpo estudiantil. Unos cuantos se aproximan bastante, pero ninguno está a tu
altura. Por eso es por lo que digo que, de todos los tipos que hay aquí en las
cuatro clases, tú eres el único digno de ser observado. Tú eres el tipo que va
a ser realmente grande en su especialidad sea ingeniería civil o dinámica
nuclear.
- Física
electrónica, creo.
- De acuerdo, física
electrónica. Apuesto a que los comunistas se preocuparán realmente por tu causa
dentro de unos cuantos años.
Lucas parpadeó.
Se sentía completamente abrumado.
- Soy el hijo
ilegítimo de Guglielmo Marconi - replicó -. Ya te habrás dado cuenta de la semejanza
de nombres.
Pero con esa
defensa no pudo conseguir otra cosa sino poner un temporal obstáculo al curso
de su conversación. Tenía que pensar en ello, pensar intensamente, para poner
en conveniente orden todos estos nuevos datos.
En primer lugar
se hallaba, con la flamante noción de que ser diferente a los demás personas no
era necesariamente malo. Después, existía la idea de que alguien le consideraba
lo bastante importante para observar su conducta y analizarla, por supuesto,
esta segunda conclusión conducía a una tercera. Si Frank Heywood pensaba de esa
manera, y si él podía ver lo que otras personas no podían ver, entonces también
Frank se diferenciaba de casi todos los demás.
Eso tal vez
podía llegar a significar mucho. Podía llegar a significar que él y Frank
podrían hablar el uno con el otro. Ciertamente significaba que Frank, a
despecho de lo que decía en sentido contrario, era capaz como él... quizá más
aún, puesto que Frank le había visto y él no.
En muchos
aspectos, Lucas comprobó que ése era un atrayente curso de pensamientos. Si se
aceptaba cualquier parte de él, automáticamente quería decir que aceptaba
también la idea de que era una especie de genio. Esto en sí mismo le hizo mirar
suspicazmente toda la hipótesis. Pero tenía muy pocas o ninguna prueba real
para refutarla. En efecto, era la clase de hipótesis que le permitía
reinterpretar toda su vida, y de esta manera reinterpretar todas las pruebas
que pudiese haber contra ella.
Durante varias
semanas, vivió un período de gran embriaguez emocional, convencido de que
finalmente había logrado comprenderse. Durante esas semanas, él y Frank
hablaron sobre todo cuanto interesaba a Lucas en esos momentos y se pasaban
gran parte de la noche sosteniendo graves discusiones. Pero la sensación de que
habitaban juntos dos genios era una parte esencial de esa situación, y una
noche a Lucas se le ocurrió la idea de preguntarle a Frank cómo le iba en sus
estudios.
- ¿Yo? Me
desenvuelvo bien. En todas las asignaturas saco un medio punto más de lo
necesario para aprobar.
- ¿Medio punto?
Heywood sonrió.
- Tú vas a tu
iglesia y yo voy a la mía. Yo conseguiré un diploma en el que dirá Instituto
Tecnológico de Massachussets, lo mismo que el tuyo.
- Sí, pero no
es el diploma...
- ¿Lo que uno
sabe? Desde luego, si tu propósito es seguir más adelante. Si he de ser
completamente honesto, te diré que podría obtener notas muchos mejores. ¿Pero
por qué demonios habría de hacerlo? No es mi intención desgastar mis sesos en
Yucca Flat sobre los próximos cuarenta años, hacerme acreedor a una pensión y
retirarme. No, no. Obtendré el diploma del MIT y lo emplearé como el billete de
entrada en algún departamento del gobierno, donde pasaré los próximos cuarenta
años sentado detrás de una mesa, dejando que mis sesos se recreen en un
despacho con aire acondicionado, y un día me retiraré con una pensión más
grande.
- ¿Y... y eso
es todo?
Heywood rió
entre dientes.
- Eso es todo,
paisano.
- Me parece una
cosa tan sumamente vacua que casi me entran deseos de vomitar. Un tipo con
sesos planeando una vida como ésa.
Heywood sonrió
extendió las manos.
- Así es. ¿Por
qué habría de matarme? De esa otra manera lo pasaré bien y tendré mucho tiempo
libre. - Sonrió otra vez -. Podré obtener prolongadas conversaciones con mi
compañero de habitación e ir por ahí a ver a otras personas. Demonios, amigo,
de esa forma uno no suda tanto que se le vaya la vida por los poros de la piel.
Y te advierto que se necesita ser un tipo con sesos para graduarse en un
colegio como el Tecnológico.
Era la total
pérdida de esos sesos lo que espantaba a Lucas. Le resultaba imposible creerlo
y difícil aceptarlo con agrado. Ciertamente, dio al traste con sus buenas
relaciones del pasado mes.
Después de eso
volvió a meterse en su concha.
No se mostraba
hostil con Heywood ni nada de eso, pero dejó que su amistad muriera
rápidamente. Con ello perdió la idea de que era un genio. Con el tiempo incluso
olvidó que había estado a punto de engañarse a ese respecto aunque
ocasionalmente, cuando algo se desarrollaba especialmente bien para él, la
odiosa idea se reproducía. Entonces él se apresuraba a suprimirla, sintiéndose
molesto.
El y Heywood
terminaron sus estudios siendo aún compañeros de habitación. Durante todo ese
tiempo, Heywood fue una vez más el perfecto compañero para compartir con Lucas
Martino una habitación pequeña y no parecían importarle los largos períodos de
silencio de Lucas Martino. Algunas veces Lucas lo veía sentado, observándole.
Después de
haberse graduado, Heywood se trasladó a Boston y, por lo que a Lucas se refiere,
desapareció. Fue sólo algunos años después cuando uno de sus profesores se
acercó a él y le dijo:
- Esa hipótesis
de la que usted ha estado hablando, Martino, tal vez es digna de que la
desarrolle sobre el papel.
De manera que
Heywood no asistió en absoluto al nacimiento del K-Ochenta y ocho, y Lucas
Martino, por su parte, tenía de nuevo algo que absorbía toda su atención y le
impedía pensar en aquellos problemas que permanecían sin resolver en su mente.
CAPITULO XI
Edmund Starke
se había convertido en un anciano. Vivía solo en un bungalow de cuatro
habitaciones en las afueras de Bridgetown. Se había resecado hasta adquirir una
dureza correosa, sus músculos eran como cuerdas bajo su frágil piel, y sus
venas espesas y azules. El cabello le había desaparecido en la parte superior
del cráneo, revelando los huecos y protuberancias del hueso, sus lentes eran
espesos, y pobres en su montura barata. Sus ojos estaban habitualmente
entrecerrados. Como la mayor parte de los ancianos dormía poco y descansaba en
breves siestas en vez de dormir de un tirón. Las horas que pasaba despierto las
consumía leyendo revistas técnicas y trabajando en un elemental libro de física
que, como consideraba suspicazmente, iba a acabar reuniendo todos los
elementales libros de física escritos antes.
Ese día se
hallaba sentado en la habitación de delante, retorciendo entre sus dedos un
periódico y mirando a través de la habitación a la pared opuesta. Oyó pasos en
el oscurecido porche de afuera y esperó a que sonara el timbre. Cuando sonó, se
levantó con su bata y sus zapatillas, se dirigió lentamente a la puerta y la
abrió
Un hombretón
permanecía en el umbral, la cara considerablemente vendada, el cuello del
abrigo levantado y el sombrero muy echado sobre los ojos. La luz de la habitación
resplandeció en unos lentes muy oscuros.
- ¿Diga? -
pronunció Starke con su voz de tono elevado y un tanto gutural.
El hombre meció
la cabeza con indecisión. Los vendajes sobre su mandíbula superior se abrieron
una vez, y mostraron una oscura ranura antes de que le dijese algo. Cuando
habló, su voz fue indistinta.
- Profesor Starke.
- Mister Starke. ¿En qué puedo servirle?
- No... no sé
si me recuerda. Fui uno de sus estudiantes. En la clase del sesenta y seis en
la escuela superior. Soy Lucas Martino.
Sí, le
recuerdo. Entre.
Starke se
apartó a un lado y mantuvo abierta la puerta. Después la cerró cuidadosamente
detrás del hombre, disgustado de tener que protegerse tanto contra las
corrientes.
- Siéntese. No,
ésa es mi silla. Tome la opuesta.
La principal
impresión que producía su visitante era de embarazo. Se sentó con mucha
cautela, inseguro de sí mismo, y se abrió el abrigo con torpes y enguantados
dedos.
- Quítese el
sombrero. - Starke se sentó en su silla y atisbó al hombre -. ¿Avergonzado de
sí mismo?
El hombre se
desembarazó del sombrero, quitándoselo lentamente. Todo su cráneo estaba
vendado, y la blanca gasa se deslizaba hasta el cuello. La señaló con un
ademán.
- Un accidente.
Un accidente industrial - murmuró.
- Eso no es de
mi incumbencia. ¿Qué puedo hacer por usted?
- No... no lo
sé - dijo con voz sofocada el hombre, como si sus planes se hubiesen extendido
tan sólo a la puerta de Starke y hasta este preciso momento no hubiese pensado
qué debía hacer después.
- ¿Qué
esperaba? ¿Pensaba que me sorprendería al verle? ¿O que me llevaría un
sobresalto al verle vendado como al hombre invisible? Bien, no es así. Lo
conozco todo sobre usted. Un hombre llamado Rogers vino aquí y me explicó sus
circunstancias. - Starke elevó la cabeza -. De manera que sé que está en un
apuro. Bien... piense. ¿Qué va a hacer ahora?
- Temía que
Rogers se enteraría de lo concerniente a usted. ¿Le molestó?
- Nada en
absoluto.
- ¿Qué dijo?
- Me dijo que
usted podía no ser quien dice ser. Deseó que le diese mi opinión.
- ¿No le
advirtió que no me lo hiciese saber a mí?
- Me lo
advirtió. Le repliqué que haría las cosas a mi manera.
- No ha
cambiado
- ¿Cómo lo sabe
usted?
El hombre
suspiró.
- ¿Entonces
cree que no soy Lucas Martino?
- Eso no me
interesa. Ya no es importante si usted asistía a mis clases o no. Si ha venido
aquí en busca de ayuda de cualquier especie, ha perdido el tiempo.
- Ya veo.
El hombre
comenzó a ponerse el sombrero.
- Espere y oiga
mis razones.
- ¿Que razones?
- preguntó el hombre con amargura -. Usted no confía en mí. Esa es una buena
razón.
- Si es eso lo
que cree, mejor será que escuche.
El hombre
volvió a sentarse.
- De acuerdo.
Parecía no
preocuparle nada. Sus respuestas emocionales parecían alcanzarle lenta e
indistintamente, como si se deslizaran a través de algodón.
- ¿Qué desearía
usted que hiciese yo? - preguntó ásperamente Starke -. ¿Acogerlo aquí para que
viviese conmigo? ¿Cuánto duraría eso? ¿Un mes o dos, un año? Tendría un cadáver
entre sus manos, y seguiría aún sin disponer de un hogar. Soy un anciano,
Martino o quienquiera sea usted, y debiera haber tenido eso en cuenta si ha
estado haciendo planes.
El hombre
sacudió la cabeza.
- Y si no es
eso lo que desea, entonces sin duda alguna deseará que le ayude en algún
trabajo. Rogers dijo que quizá se trataba de eso. ¿Es así? El hombre elevó las
manos desesperadamente.
Starke asintió
con la cabeza.
- ¿Qué le hace
pensar que yo estoy cualificado? ¿Qué le hace pensar que podría trabajar en
algo con cuarenta años de adelanto sobre lo que enseñaba en el colegio? ¿Qué le
hace pensar que estoy al tanto de los nuevos trabajos en nuestro campo? No
tengo acceso a las publicaciones clasificadas. ¿Dónde cree que podríamos
conseguir el equipo? ¿Qué le hace pensar que yo pagaría su coste?
- Yo tengo algo
de dinero.
- Aun así. ¿Qué
cree que ganará con ello si piensa que puede responder a estas objeciones? Esta
nación se halla efectivamente en guerra y ni por un momento toleraría un
trabajo no autorizado. ¿O no tiene usted el propósito de trabajar en algo
importante? ¿Es su intención echar corchos en ratoneras?
El hombre
permaneció sentado torpemente, con las manos deslizándose sobre sus muslos.
- Piense en
ello.
El hombre
levantó las manos y luego las dejó caer. Se inclinó hacia adelante.
- Creía que
podía contar con usted.
- Lo ha creído
mal. - Starke descartó el tema -. Y ahora... ¿a dónde se va a dirigir desde
aquí?
El hombre
sacudió la cabeza.
- No lo sé.
Verá, había decidido que usted era mi última oportunidad.
- ¿No viven sus
padres por aquí cerca? Si es que es usted Martino.
- Han muerto
ambos. El hombre alzó la vista - A ellos no les estuvo permitido vivir para ser
tan viejos como usted.
- No me odie
por eso. Lamento que hayan muerto. Nadie dice que uno deba renunciar
alegremente a la vida.
- Me dejaron la
granja.
- Muy bien,
entonces tiene un hogar en el que vivir. ¿Dispone de coche?
- No. Tomaré el
tren.
- Envuelto en
esos fantásticos vendajes, ¿eh? Bien, si no desea dormir en el hotel, tome mi
coche. Está en el garaje. Puede devolvérmelo mañana. Las llaves están sobre el
manto de la chimenea.
- Gracias.
- Devuelva el
coche, pero no me visite de nuevo. Lucas Martino era el único estudiante cuyos
sesos yo admiraba.
- De manera que
no está usted seguro - dijo pesadamente Rogers, que permanecía sentado en la misma
silla que el hombre había ocupado la noche anterior.
- No.
- ¿Y no puede
hacer una conjetura?
- Pienso en los
hechos. Es un hecho que me reconoció. Quizá intentó engañarme. No vi razón
alguna en colocarle pequeñas trampas, de forma que no fingí ser otra persona.
Mi fotografía ha aparecido varias veces en el periódico local. La última
alusión a mi fue en un artículo titulado «Educadores locales retirados después
de un largo servicio». De manera que se hallaba en condiciones de conocer mi
nombre. ¿Y debo juzgarle incapaz de una elemental investigación?
- No visitó las
oficinas del periódico, mister Starke.
- Mister
Rogers, el trabajo de policía es su ocupación, no la mía. Pero si ese hombre es
un agente soviético, entonces cabe pensar que le han preparado convenientemente
el camino.
- Esa idea ya
se nos ha ocurrido a nosotros, mister Starke. No hemos hallado ninguna prueba
concluyente de algo como eso.
- La carencia
de prueba contraria no establece la existencia de un hecho, mister Rogers,
usted da la sensación de ser un hombre que intenta inducir a alguien a tomar la
decisión que usted desea.
Rogers se frotó
la parte trasera del cuello.
- Muy bien,
mister Starke. Muchísimas gracias por su cooperación.
- Me sentía
mucho más satisfecho con mi vida antes de que usted y ese hombre viniesen aquí,
Rogers suspiró.
- No es mucho
lo que ninguno de nosotros podemos hacer al respecto, ¿verdad?
Se fue, se
aseguró de que sus hombres de vigilancia se hallaban adecuadamente situados y
emprendió la marcha hacia Nueva York, avanzando por el camino de portazgo a
marcha lenta y cautelosa.
La vieja granja
de Matteo Martino había permanecido abandonada durante ocho años. Las vallas
estaban derribadas y los campos llenos de cizaña. El granero hacía tiempo que
había perdido todas sus puertas, y los cristales de todas las ventanas de la
casa estaban rotos. En el granero no quedaba ya pintura alguna, y en la casa
muy poca. La que había estaba cuarteada, desconchada e inútil. El interior de
la casa se encontraba lleno de basura, humedecido por el agua y sucio. Los
chiquillos habían penetrado a menudo en ella, a pesar de las patrullas de
policía del condado, y escrito mensajes en las paredes. Alguien se había
llevado los tubos de plomo de las fregaderas, y alguien había rayado con un cuchillo
los pocos muebles que quedaban.
El suelo estaba
lleno de canales a los que las aguas de las lluvias habían arrastrado arena
lavada. La cizaña había extendido sus duras raíces en la tierra. Alguien había
iniciado una pila de hojarasca a lo largo de los restos de la cerca trasera.
Los manzanos que había junto al camino aparecían nudosos y retorcidos, con las
ramas rotas.
Lo primero que
hizo el hombre fue ocuparse de que le instalaran un teléfono. Empezó a encargar
artículos de Bridgetown, prendas, monos, camisas de trabajo, pesados zapatos, y
después herramientas. Nadie puso en duda la legalidad de lo que estaba
haciendo: sólo Rogers hubiese podido oponerse a ello.
Los hombres
encargados de vigilarle le observaban trabajar. Le veían levantarse al amanecer
cada mañana, prepararse el desayuno en la improvisada cocina, salir con el
martillo y clavar clavos, cuando era ya demasiado oscuro para que nadie pudiese
ver lo que hacía. Le veían clavar estacas y desenrollar alambre de púas, a la
par que destruía la cizaña. Le veían colocar nuevas vigas en el granero,
trabajando solo. Al principio trabajaba lentamente, y después con mayor y mayor
insistencia, hasta que el sonido del martillo parecía como si no fuese a
detenerse ni un momento en todo el día.
Quemó todos los
viejos muebles y el viejo linóleo de la casa. Encargó una cama, una mesa de
cocina y una silla, las colocó en la casa, y ya no se preocupó de otra cosa
sino de ir colocando gradualmente nuevos cristales en las ventanas cuando la
reconstrucción del granero le daba un momento de respiro. Cuando hizo eso,
compró un tractor y un arado. Empezó a limpiar de nuevo las tierras.
No abandonaba
jamás la granja. No hablaba a ninguno de los vecinos que trataban de satisfacer
su curiosidad. No trataba directamente con el almacén general. Cuando se
presentaban los camiones de Bridgetown para traer los encargos que había hecho
por teléfono, daba instrucciones para que los descargaran y nunca salía de la
casa mientras los camiones se hallaban en el patio.
CAPITULO XII
Lucas Martino
permanecía mirando el enmarañamiento de barras colectoras que proporcionaban
energía al K-Ochenta y ocho. En el pozo que había debajo del estrecho paso
entre las máquinas, oía a los técnicos trabajar en torno al espeso, esférico y
aleado tanque. Uno de ellos maldijo agriamente cuando se desgarró el mono en un
sobresaliente perno. El tanque estaba lleno de ellos. Los modelos de producción
no tendrían sin duda alguna forma aerodinámico ni estarían pulcramente
pintados, pero en esa instalación experimental nadie había considerado
necesario efectuar acabados superfluos. Excepto quizá aquel técnico.
Mientras él
observaba, los técnicos salieron del pozo. El teléfono sonó junto a él, y
cuando contestó a la llamada, los hombres que habían revisado el pozo le
dijeron que la zona del tanque estaba despejada.
- Muy bien.
Gracias, Will, ahora voy, a poner en marcha las bombas.
La parte
exterior del tanque comenzó a helarse. Martino marcó el número del capataz de
la cuadrilla encargada de la energía.
- Listo para la
prueba, Allan.
- Los voy a
poner manos a la obra - contestó el capataz -. Tendrá plena energía siempre que
lo desee a partir de treinta segundos desde... ahora. Buena suerte, doctor
Martino.
- Gracias.
Allan. Colgó el teléfono y quedó mirando la vieja pared de ladrillos que había
al otro lado de la enorme habitación. Allí había gran abundancia de espacio,
pensó. No como en los Estados, cuando trabajó en las escasas configuraciones
porque las ecuaciones de Kroenn demostraron que podía hacerlo. Por alguna razón
sabía que estaba equivocado, pero no podía demostrarlo. Hubiera tenido que
conocer más matemáticas. Claro que sabía bastantes, ¿pero quién podía ponerse a
la altura de Kroenn? Recordó que durante semanas se había sentido sumamente
encolerizado contra sí mismo al descubrir su propio error.
Eran cosas que
sucedían. El mejor de los científicos cometía una equivocación de vez en
cuando. Bien, se había necesitado un Kroenn para descubrir la equivocación de
Kroenn... Todo aquello había quedado atrás.
Tomó el
micrófono que ponía en acción los altavoces y pulsó el botón.
- Prueba.
Su voz retumbó
a través del edificio. Depositó el micrófono y puso en marcha la cinta
magnetofónica.
- Prueba número
uno, K-Ochenta y ocho experimental, configuración dos. - Dio la fecha -. Aplico
la energía a... - Miró su reloj - las veintiuna horas, treinta y dos minutos.
Accionó el
interruptor y se inclinó sobre la barandilla para mirar en el interior del
pozo. El tanque explotó.
CAPITULO XIII
Una vez más fue
un verano lluvioso en Nueva York. Un día gris seguía a un día gris, e incluso
cuando el sol aparecía, las nubes esperaban en el borde del horizonte. El
tiempo parecía haberse hecho malo en todo el mundo. Los vientos cálidos barrían
las grandes praderas del Norte, y debajo del ecuador había nieve, y hielo, y
nieve y hielo de nuevo. Los océanos nunca permanecían serenos, y de un litoral
a otro las olas chocaban contra las escolleras con el duro e incesante golpeteo
de una artillería de elevada velocidad. Los icebergs se desprendían de los
cabos polares, y los pájaros migratorios volaban más cerca de la tierra. Había
tumultos en Asia y violentos incendios en Londres.
Shawn Rogers
abandonó Nueva York un fecundo día, las llantas de su coche rechinando sobre el
húmedo asfalto. A pesar de que el limpiador de su parabrisa no paraba un
instante, el mundo parecía confuso, deslizante e impermanente. Su coche era
casi el único que avanzaba por la carretera, meciéndose en agudos vaivenes
cuando arremetía contra él las ráfagas de viento. Durante todo el camino hasta
el final de New Jersey, la lluvia no cesó de perseguirle.
La carretera
secundaria que conducía a la granja le sorprendió por el hecho de que era
amplia, estaba bien pavimentada y su superficie era suave. Le fue posible conducir
prestando a ese acto tan sólo la mitad de su atención.
«Cinco años,
pensó, desde que le vi por última vez. Casi seis desde aquella noche en que
cruzó la frontera. Me pregunto, cuáles son sus sentimientos hacia las cosas.»
Rogers recibía
diariamente informes, pues los hombres encargados de vigilarle seguían al
hombre fielmente. Eran hombres del G.N.A. quienes le entregaban la leche, eran
hombres del G.N.A. quienes le traían los rollos de alambre de púa y hombres del
G.N.A. los que sudaban en los campos que había delante de su granja. Y cada
mes, la secretaria de Rogers le traía un informe pulcramente, mecanografiado de
todo cuanto hacía el hombre. Pero aún cuando los leía siempre, Rogers había
aprendido a darse cuenta de cuán poco era posible saber con exactitud de un
hombre y transferirlo con éxito al papel.
La boca de
Rogers se movió cuando apareció en ella una esforzado sonrisa. En su cara había
un gesto de cansancio, tal vez porque comenzaba a hacerse viejo. ¿Pero qué otra
cosa hubiera podido esperar?
«Me pregunto
cómo se tomará las noticias que le traigo.»
Y Rogers hizo
girar el coche en tomo a la curva, vio la granja que los hombres de vigilancia
tan a menudo habían fotografiado para él.
Colocada en un
ángulo de la finca, la casa estaba recién pintada y era un blanco edificio de
verdes postigos. Había un césped, cuidadosamente recortado y bordeado por setos
vivos, y al otro lado del patio de la casa se alzaba un granero sólidamente
construido. En esos momentos se hallaba aparcado delante de él un camión de
recogida. Junto a la casa había un huertecito diseñado con geométrico
exactitud, y la tierra era negra, acabada de ser limpiada de cizaña y no tenía
ni una piedra. Una hilera de manzanos se deslizaban junto al camino, con cada
una de las ramas podadas y las hojas resplandecientes bajo el agua de la
lluvia. El cercado que había junto a ellos brillaba con su alambre nuevo, todos
los postes estaban clavados igualmente rectos y todos los alambres extendidos
perfectamente paralelos los unos a los otros. Los campos aparecían muy verdes
bajo la lluvia, con profundos canales para conducir el exceso de agua, y en el
último extremo de la propiedad los arbustos marcaban el borde de un pequeño
arroyo.
Cuando Rogers
penetró en el patio y se detuvo, un perro trotó hacia él desde detrás del
granero y se detuvo bajo la lluvia, ladrándole.
Rogers se
abotonó el impermeable y se subió el cuello. Se alejó del coche, le dio a la
portezuela un empujón para cerrarla y corrió a través del patio hacia el porche
trasero, Cuando alcanzó su refugio, la puerta que había directamente enfrente
de él se abrió, y se encontró a menos de un pie de distancia del hombre que,
vistiendo mono, permanecía en el umbral.
Había un cambio
visible en la cara. El metal había adquirido una patina hecha de microscópicos
rasguños y roces que habían suavizado su lustre y atenuado la agudeza con la
que reflejaba la luz. Los ojos eran los mismos, pero la voz era distinta. Era
más opaca, más seca, y parecía brotar más lentamente.
- Mister
Rogers.
- Hola, mister
Martino.
- Entre.
El hombre se
apartó a un lado, fuera del umbral.
- Gracias.
Debiera haberle llamado primero, pero deseaba estar seguro de que tendríamos
una oportunidad de hablar largo y tendido. - Cuando apenas había cruzado la
puerta, Rogers se detuvo incómodamente -. Hay algo más bien importante de lo
que debemos hablar, si usted me concede su tiempo...
El hombre
asintió con la cabeza.
- De acuerdo.
Tengo trabajo que hacer, pero supongo que usted puede venir conmigo y hablar.
Acabo de preparar algo de comida. Habrá suficiente para los dos.
- Gracias.
Rogers se quitó
el impermeable y el hombre lo colgó de un clavo que había junto a la puerta de
la cocina.
- Yo... ¿Cómo
le van las cosas?
-
Perfectamente. La silla está allí. Siéntese, y yo traeré la comida.
El hombre se
acercó a una alacena y tomó dos platos.
Rogers se sentó
ante la mesa de la cocina y miró rígidamente en torno suyo, porque no sabía qué
otra cosa hacer.
La cocina
estaba ordenada y limpia. Había cortinas sobre las fregaderas y un linóleo
sobre el suelo. No podían verse platos en el escurreplatos, la fregadera había
sido convenientemente refrotada y todo se encontraba en su lugar, cuidadosa y
sistemáticamente. Rogers trató de imaginarse al hombre lavando, planchando y
poniendo cortinas... haciendo todo ello de acuerdo con un sistema lógicamente
concebido, sin malgastar movimientos, tomándose un mínimo de tiempo y tan
cuidadosamente como si realizase una serie de pruebas o comprobara la esfera de
un osciloscopio. Día tras día, durante cinco años.
El hombre
colocó un plato delante de Rogers: patatas hervidas, remolachas y un espeso
trozo de solomillo de cerdo.
- ¿Café?
- Gracias. Lo
tomaré negro, por favor.
- Como usted
quiera.
Se produjo un
débil ruido rechinante cuando el hombre colocó la taza con su mano de metal.
Después se sentó frente a Rogers y comenzó a comer silenciosamente, sin
levantar la cabeza ni detenerse. Evidentemente se sentía impaciente de ingerir
la suficiente comida para poder reanudar su trabajo. Rogers no tuvo otro remedio
que comer lo más de prisa posible, sin entretenerse a iniciar la conversación.
La comida estaba muy bien guisada.
Cuando
acabaron, el hombre se levantó y silenciosamente recogió los platos y los
cubiertos de plata, los amontonó en la fregadera y vertió sobre ellos agua. Le
tendió a Rogers un paño.
- Le
agradecería que los secara. De esa manera acabaremos antes.
- Ciertamente.
Permanecieron
juntos ante la fregadera y cuando el hombre le tendía un plato o una taza,
Rogers los secaba cuidadosamente y los colocaba en el escurreplatos. Cuando
terminaron, el hombre guardó los platos en la alacena, y Rogers comenzó a
ponerse el impermeable.
- Le atenderé
dentro de un minuto - dijo el hombre.
Abrió un cajón
y sacó un rollo de vendajes. Mantuvo un extremo entre los dedos de su mano de
metal y cuidadosamente empezó a vendarse el brazo, arrollándose la manga de la
camisa. Habiéndose sacado unos imperdibles del bolsillo del mono, aseguró los
dos extremos. Después extrajo del cajón un bote de aceite y cuidadosamente empapó
el vendaje antes de volver a guardarlo todo y cerrar el cajón.
- Es necesario
que haga esto - le explicó a Rogers -. Aquí abundan el polvo y la arena, y eso
es malo.
- Desde luego.
- Bien, vamos.
Rogers salió
con el hombre al patio, y ambos lo cruzaron para dirigirse al granero. El perro
corrió junto a ellos, y el hombre se agachó para darle unos golpecitos en el
cuello.
- Vuelve a la
casa, tonto. Te mojarás. Vamos, Prince. Vamos, muchacho.
El perro
olfateó con inseguridad a Rogers, trotó junto a ellos unos cuantos pasos, y
después se volvió.
- ¿Prince? ¿Es
ése su nombre? Es un perro de bonito aspecto. ¿De qué raza es?
- Es mestizo.
Tiene un barril para dormir, detrás del granero.
- ¿No lo tiene
en la casa entonces?
- Es un perro
guardián. Tiene que estar afuera. Además, no le gusta vivir en la casa. - El
hombre miró a Rogers -. Un perro es un perro, ¿sabe? Si el único amigo que un
hombre tuviera fuese un perro, eso querría decir que no se llevaba muy a bien
con los seres de su propia especie, ¿no?
- Yo no diría
exactamente eso. A usted le gusta el perro, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Avergonzado
de ello?
- Está usted
acosándome de nuevo, Rogers.
Este bajó los
ojos.
- Supongo que
sí.
Penetraron en
el granero, y el hombre accionó el interruptor para encender las luces. Había
un tractor en el centro del granero, y a su lado podía verse un bote lleno de
aceite de transmisión. El hombre desarrolló un lienzo alquitranado, lo extendió
junto al tractor y depositó sobre él las herramientas que había en su interior.
- Tengo que
arreglar esta transmisión hoy - dijo -. Este tractor lo compré de segunda mano,
y el individuo que lo tenía antes hizo trizas los engranajes. Es necesario que
los reemplace hoy, porque mañana tengo que gradar un campo.
Seleccionó una
llave inglesa y se deslizó debajo del tractor, arrastrándose sobre la espalda.
Empezó a aflojar las tuercas que había en torno al borde de la cubierta de la
caja de engranajes, sin prestar una ulterior atención a Rogers.
Este permaneció
inseguro frente al tractor, observando al hombre que trabajaba debajo de él.
Finalmente, miró en torno suyo para buscar en lo que sentarse. Había una caja
colocada contra la pared del granero, se acercó a ella, la cogió y se sentó
junto al tractor. Se inclinó hacía adelante hasta que pudo ver la cara del
hombre. Pero eso no le sirvió de nada. Aun cuando la caja de engranajes había
sido secada por la mañana, todavía goteaba aceite de ella. El hombre trabajaba
al tacto, los ojos y la boca estrechamente cerrados, sordo, con el surcos de
aceite deslizándose en estrechos regueros a través de su cráneo. Rogers esperó
durante diez minutos, observando a las manos del hombre trabajar diestramente
en la cubierta, la derecha guiando a la izquierda. Con la llave inglesa
desprendía las tuercas, y después la mano izquierda las tomaba con sus duros
dedos. Al fin, el hombre, puso a un lado la llave inglesa, localizó sin
dificultad el lienzo de las herramientas y dejó caer las tuercas en el interior
de la caja de engranajes, y una corredera de apoyo cayó en la mano derecha, que
se mantenía a la espera. También la corredera fue a parar al interior de la
cubierta, y luego con la mano izquierda comenzó a extraer de sus monturas los
engranajes. El hombre salió de debajo del tractor y abrió los ojos.
- Iba a
preguntarle... - empezó Rogers.
- Un momento.
Se levantó y
llevó los estropeados engranajes a un banco de trabajo, donde maldijo
amargamente.
- Un hombre no
tiene derecho a comprar maquinaria si no la va a tratar adecuadamente. Esta
transmisión se halla muy bien diseñada. No hay ninguna razón en el mundo para
que nadie tenga complicaciones con ella. - Su voz era casi quejumbrosa -. Una
máquina nunca te decepciona si te tomas la molestia de emplearla
convenientemente, si la empleas en los trabajos para los que ha sido
construida. Eso es todo. Todo cuanto uno tiene que hacer es comprenderlo.
Ninguna máquina es tan complicada que un hombre de mediana inteligencia no
pueda comprenderla. Pero nadie lo intenta. Nadie piensa que una máquina es
digna de que se la comprenda. ¿Qué es una máquina, después de todo? Sólo unas
cuantas piezas de metal. La una exactamente como la otra, y uno siempre puede
conseguir otra exactamente igual. Pero le diré algo, mister Rogers...
Se volvió
súbitamente, quedando de espaldas a la puerta. La luz se hallaba detrás de él,
y Rogers sólo veía su silueta, el cuerpo perdido en los informes y angulares
contornos del mono, los hombros cuadrados y la cabeza redonda y sin facciones.
- Incluso así,
a las gentes no les gustan las máquinas. Los zoquetes las rompen de todas
maneras. Las máquinas no hacen otra cosa sino aquello para lo que están hechas.
Se limitan a realizar su trabajo y todas se parecen entre sí... pero algo se
puede romper en su interior. Quizá entonces se disponen a no arar tu campo, a no
sacar agua del pozo, a arrojarte un pistón. A hacer algo de manera que de miedo
y no se toman la molestia de entenderlas, por lo cual las tratan mal, así las
máquinas se rompen más de prisa y las gentes confían menos en ellas los
fabricantes se preguntan: «¿de que sirve construir buenas máquinas?» Los
zoquetes las rompen de todas maneras y construyen un material malo, con lo que
son muy pocas las buenas máquinas que hay en el mercado. Y eso es una
vergüenza.
Dejó los
engranajes en el banco y cogió una caja que contenía la serie de substitución.
Furioso aún, rompió la tapa de la caja, sacó los engranajes y volvió con ellos
junto al tractor.
- Mister
Martino... - empezó de nuevo Rogers.
- ¿Sí? -
preguntó él, depositando en fila los engranajes sobre el lienzo.
Ahora que había
llegado el momento de decirlo, Rogers no sabía cómo hacerlo. Pensó en el
hombre, cogido en la trampa de su propio casco durante aquellos cinco años, y
Rogers no supo cómo expresarse.
- Mister
Martino, hay un representante oficial del Gobierno de las Naciones Aliadas con
poderes para hacerle a usted una proposición.
El hombre
gruñó, cogió el primer engranaje. Y se deslizó debajo del tractor para
colocarlo en su lugar.
- Francamente -
balbuceó Rogers -, no creo que sepan cómo expresarlo, de forma que me han
escogido a mí para que lo hiciese yo, pensando que lo conozco mejor. - Se
encogió de hombros -. Pero lo malo es que yo no le conozco.
- Nadie me
conoce - replicó el hombre -. ¿Qué desea el G.N.A.?
- Bien, lo que
estaba intentando decir es que con toda probabilidad no voy a saber expresarlo
convenientemente. No quiero que mis balbuceos influyan negativamente en su
decisión.
El hombre hizo
un sonido de impaciencia.
- Adelante,
hombre.
Después, con
infinita suavidad colocó el engranaje en su lugar y tendió la mano para coger
el siguiente.
- Bien... usted
sabe que en todo el mundo las cosas están volviendo a ponerse tensas.
Se deslizó aún
más debajo del tractor, levantó la mano derecha y ayudó a la izquierda a
instalar en el lugar exacto el segundo engranaje.
- ¿Qué tiene
eso que ver conmigo?
Tomó el último
engranaje, lo montó y obligó a la corredera de apoyo a encajar en su posición,
moviéndola con tanta firmeza como era necesario y nada más. Sacó las tuercas de
la cubierta de la caja de engranajes y empezó a enroscarlas con la mano.
- Mister
Martino... el G.N.A. ha reinstituido el programa K-Ochenta y ocho. Les gustaría
que usted trabajase en él.
Debajo del
tractor, el hombre estiró el brazo para coger la llave inglesa, y sus dedos se
deslizaron sobre el aceitoso metal. Se volvió en redondo y probó con el brazo
izquierdo. Se produjo un débil tintineo cuando sus dedos se cerraron sobre ella
con firmeza, y después otra vez se volvió y empezó a apretar las tuercas.
Rogers esperó,
y al cabo de un rato el hombre dijo:
- De manera que
Besser ha fracasado.
- Yo no sé nada
de eso, mister Martino.
- Ha debido
fracasar. Lo siento por él... Realmente creía que estaba en lo cierto. Con los
científicos ocurre algo muy raro, ¿sabe usted?... Se supone que son objetivos y
despegados y que formulan sus teorías de acuerdo con lo evidente. Pero la
pasión de un hombre es la pasión de un hombre, y algunas veces lo pasan muy mal
cuando queda comprobado que una idea suya estaba equivocada.
Acabó de
colocar la cubierta. Arrastrándose salió de debajo del tractor, dejó la llave
inglesa y meticulosamente arrolló el lienzo alquitranado.
- Bien, eso ya
está hecho - dijo.
Se puso el
lienzo debajo del brazo, se agachó para recoger el bote con el aceite y se
aproximó al banco de trabajo, donde depositó las herramientas y cuidadosamente
vertió el contenido del bote en un bidón.
De un estante
tomó un nuevo bote de medio galón, puso el pitorro en su parte superior y Io
llevó junto al tractor, donde abrió el tapón del depósito y vertió sobre la
transmisión todo el contenido del bote.
- Ahora estoy
seguro de que podré trabajar en ese campo mañana. La tierra tiene que ser
removida, ¿sabe usted?, o se quedará costrosa y endurecida.
- ¿No va usted
a decir nada sobre si acepta o no la proposición?
El hombre acabó
de verter el aceite y volvió a colocar el tapón del depósito. Dejó el bote
vacío y subió al sillón del conductor, donde empezó a probar los engranajes,
sin mirar a Rogers, hasta que estuvo convencido de que había realizado una buena
tarea. Entonces volvió la cabeza.
- ¿Han decidido
que soy Martino?
- Creo -
contestó lentamente Rogers - que lo que ocurre es simplemente que necesitan
mucho a alguien. Creo que consideran que, aun cuando no sea usted Martino, ha
sido adiestrado para reemplazarle. Parece... parece que para ellos es MUY
importante que el programa K-Ochenta y ocho sea iniciado de nuevo lo más
rápidamente posible. Disponen de muchos técnicos competentes. Pero los genios
no aparecen a menudo.
El hombre
descendió del tractor, cogió la lata de aceite vacía y la llevó al banco. Su
brazo vendado estaba negro a causa del polvo del suelo. De debajo del banco
cogió una lata de cinco galones, la destapó y empezó a quitarse el vendaje. El
agudo olor de la gasolina llenó el olfato de Rogers.
- Estaba
preguntándome cómo era que habían adquirido una total seguridad. No puedo
imaginar medio alguno de conseguirlo.
Dejó caer el
vendaje en la gasolina. Hundiendo ambos brazos en ella, lavó el vendaje y lo
colgó de un clavo para que se secase.
- Sería usted
vigilado muy atentamente, desde luego. Y probablemente sería mantenido bajo
guardia.
- Eso no me
importaría. No me importaría que sus hombres estuvieran en torno mío todo el
tiempo.
Del fondo de la
lata de gasolina sacó una taza de estaño y se regó el brazo, haciéndolo girar y
retorciéndolo para tener la seguridad de que quedaban limpias todas las partes
sucias. De un estante tomó un cepillo de pelos finos y rígidos y empezó a
frotarse el brazo con metódico cuidado, siguiendo una evidentemente vieja
rutina. Rogers lo observó, preguntándose una vez más qué clase de cerebro
funcionaba detrás de aquella máscara, que no era ni colérica, ni amarga, ni
triunfante.
- Pero no puedo
hacerlo - dijo el hombre tomando una lata de aceite para comenzar a lubrificarse
el brazo.
- ¿Por qué?
Rogers tuvo la
sensación de haber visto vacilar la compostura del hombre.
Este se encogió
de hombros incómodamente.
- No me es
posible llevar a cabo ya esa tarea. El vendaje estaba seco, y se arrolló de
nuevo el brazo. Evitó los ojos de Rogers.
- ¿De qué está
usted avergonzado? - preguntó Rogers.
El hombre se
acercó al tractor, como si allí se sintiera más seguro.
- ¿Qué es lo
que ocurre, Martino?
El hombre puso
el brazo izquierdo sobre el morro del tractor Y quedó mirando a través de las
puertas abiertas del granero.
- Aquí llevo
una vida muy buena. Trabajo mis tierras y procuro que se encuentren en forma.
Lo he arreglado todo. Supongo que sabe usted cómo estaba cuando vine aquí. He
tenido que hacer mucho trabajo. He tenido que reconstruirlo todo, Diez años más
y ofrecerá la forma que yo deseo.
- Para entonces
estará muerto.
- Lo sé. Pero
no me importa. He pensado ello. La cuestión es... - Su mano dio un ligero golpe
al morro del tractor -. La cuestión es que necesito de trabajar. Una granja,
todo lo de una granja, se halla siempre en el límite de lo que se desarrolla y
lo que se pudre. Trabajas las tierras, produce cosechas, y al hacer eso
desgastas las tierras. Tienes que fertilizarla, irrigarla, abonarla con cal,
pero la tierra no sabe eso. Tienes que devolverle lo que le arrebatas. Los
cercados se pudren, construyes fundamentos que se desmoronan, las lluvias
vienen y las pinturas se desconchan, las cosechas son destrozadas por el
granizo y comienzan a pudrirse, de manera que es preciso trabajar de firme,
cada día, todos los días, y solo para poder vivir un poco mejor que antes. Uno
se levanta por la mañana y tiene que reparar todo lo que ha quedado destruido
durante la noche. No se puede hacer otra cosa. No puedes pensar en otra cosa. Y
ahora ustedes desean que vuelva a trabajar de nuevo en el K-Ochenta y ocho.
De repente su
mano golpeó con fuerza el tractor y el ruido del metal formó ecos en el
granero. Su voz fue un apagado susurro.
- No soy un
físico. Soy un granjero. ¡Ya no puedo realizar ese trabajo!
Rogers respiró
hondamente.
- De acuerdo.
Iré y se lo diré así a ellos.
El hombre se
mostró sereno otra vez.
- ¿Qué va a
hacer después de eso? ¿Van a seguir sus hombres vigilándome?
Rogers asintió
con la cabeza.
- Tiene que ser
así, hasta que lo hayan bajado a la tumba. Lo siento.
El hombre se
encogió de hombros.
- Me he
acostumbrado. Y en cuanto a las personas que me vigilan, no tengo nada que
pueda hacerles daño.
«No, pensó
Rogers, ahora es ya inofensivo. Y yo no voy a cesar de vigilarle. Me pregunto
si no voy a acabar viviendo en una granja camino abajo.»
¿O es
simplemente, que no se atreve a correr el riesgo de reanudar el proyecto
K-Ochenta y ocho? ¿O se arriesgará a ello, después de todo, sabiendo que allí
no habrá nadie que pueda decirnos que nos engaña?»
La boca de
Rogers se retorció. Una vez más, una vez más por milésima vez, formulaba la
vieja pregunta. Algo bullía en su sangre y se estremeció. «Seré un anciano,
pensó, y siempre creeré que lo sé, pero nunca obtendré una respuesta.»
- Martino -
barbotó -. ¿Es usted Martino?
El hombre movió
la cabeza, y el metal resplandeció con un apagado nimbo bajo su película de
aceite. Durante un momento no dijo nada, mientras su cabeza se movía de un lado
a otro como si estuviese mirando algo perdido. Después su mano se aferró con
fuerza al tractor, y los hombros se le hundieron. Por un instante en su voz
hubo profundidad, como si hubiese recordado algo difícil que hubiera hecho en
su juventud.
- No.
CAPITULO XIV
Anastas Azarín
elevó el vaso de té templado, con el dedo índice oprimió la cucharilla contra
el costado y bebió sin detenerse hasta que el vaso estuvo vacío. Lo dejó en uno
de los círculos de viejas manchas que había en el extremo de la mesa, y la
cucharilla tintineó. Su ordenanza penetró desde la oficina exterior, tomó el
vaso, volvió a llenarlo y lo dejó donde pudiese cogerlo con facilidad. Azarín
movió brevemente la cabeza. El ordenanza dio un taconazo, dio media vuelta y
abandonó la habitación.
Azarín le
observó irse, con una mueca de regocijo en una de las comisuras de la boca,
mueca que arrugó toda su cara antes de desvanecerse tan bruscamente como había
aparecido. Durante ese breve momento se había transformado: su cara había sido
abierta, franca y amistosa. Pero cuando sus rasgos se suavizaron de nuevo, se
borró en ellos toda huella del campesino Azarín. Fue posible ver que Azarín se
había enseñado a ser durante los años de su ascenso a través del sistema:
impersonal, eficaz, inexpresivo como un leño.
Se inclinó para
leer el informe semanal sobre la situación en el sector, y su dedo índice sucio
de nicotina siguió las palabras, mientras sus labios murmuraban inaudiblemente.
Sabía que se
reían de él a causa de su vicio samovar tan pasado de moda. Pero el ordenanza
sabía a su vez lo que le sucedería si el vaso quedaba alguna vez vacío. Sabía
que bromeaban a causa de la forma en que, leía, pero sabían lo que les
sucedería si encontraba errores en su informes.
Anastas Azarín
no se había graduado nunca en sus academias. No había escrito nunca en sus
pizarras ni había llenado sus cuadernos de notas. Mientras ellos le sacaban
brillo a los pantalones de sus uniformes en los bancos de las clases, él
trabajaba en compañía de su padre, manejando un hacha y arrastrando los grandes
troncos de árboles, a través del sombrío bosque. Mientras ellos hacían sus
exámenes de servicio civil, él vigilaba a las cuadrillas de trabajadores, en la
taiga. Mientras ellos se inclinaban sobre sus pupitres, él se encontraba en
Manchuria, comiendo un mal arroz con los hombrecillos amarillos. Mientras ellos
pasaban las veladas en casa de sus esposas, leyendo los periódicos y pensando
en el ascenso, él se hallaba en un hospital, muriendo de tifus.
Y ahora tenía
mesa despacho de su propiedad, y una oficina de su propiedad, y un ordenanza de
mejillas sonrosadas y ojos grandes que le traía té y daba taconazos. No eran
ellos quienes podían bromear, sino él. Era él quien podía reír, y no ellos.
Ellos no eran nada, y él era comandante de Sector: Anastas Azarín, coronel del
servicio secreto soviético. ¡Gospodin Polkovnik Azarín, por favor!. Se inclinó
sobre sus informes, murmurando. Nada nuevo. Como de costumbre, los aliados
mantenían muy vigilado su sector. Allí estaba Martino, científico americano.
¿Qué hacía en su habitación?
Heywood, el
americano, no podía decirlo. Desde su puesto en el Gobierno de las Naciones
Aliadas, Heywood, había conseguido organizar las cosas en forma tal que el
laboratorio de Martino quedara instalado cerca del sector de Azarín. Pero eso era
todo lo más que había logrado hacer. Conocía a Martino, sabía que Martino se
hallaba entregado a algo importante que requería una habitación con un techo de
veinte pies de altura y ochocientos pies cuadrados de espacio, y a lo que
llamaban Proyecto K-Ochenta y ocho.
Azarín frunció
el ceño. Estaba muy bien que tuvieran esa fe en la importancia de Martino,
¿pero qué era el K-Ochenta y ocho? ¿De qué servía un nombre vacío? Heywood, el
americano, se mostraba muy locuaz con sus datos, pero el hecho era que no había
datos. El sistema de seguridad interna del G.N.A. era de tal índole que nadie,
ni siquiera Heywood, podía saber mucho de lo qué sucedía. Esto en sí mismo era
completamente normal, puesto que sucedía otro tanto con el sistema soviético.
Pero el hecho era que al fin no sería algún agente secreto de capa y espada,
con su fláccida piel blanca y sus pequeñas cámaras, quien les entregaría el
K-Ochenta y ocho. Sería Azarín, el simple Anastas Azarín, el campesino quien
quebraría aquella cosa de la misma manera que un oso destruye a un árbol muerto
para hallar la miel.
- Martino
tendría que ser interrogado. No había otro método de conseguirlo. Pero a pesar
de lo mucho que Novoya Moskva malgastaba su aire a través del teléfono, no
existía un medio rápido de conseguirlo. No había personas de confianza en el
laboratorio de Martino. Tendría que esperar. Los hombres tendrían que estar
preparados a todas las horas, dispuestos a abalanzarse sobre él en alguna calle
oscura el día que vagabundeara demasiado próximo a la frontera, si es que esa
afortunada circunstancia llegaba a producirse alguna vez. Entonces en tres
minutos estaría allí, sería interrogado y sería puesto en libertad, todo ello
en cuestión de unos cuantos días, antes de que los aliados pudieran hacer algo.
Para entonces los aliados habrían perdido el K-Ochenta y ocho. Y aquel diablo,
el americano Rogers, por muy listo que fuese, aprendería al fin que Anastas
Azarín era el hombre mejor. Pero hasta entonces, todo el mundo, Azarín, Novoya
Moskva, tendría que esperar. Todo se haría en el momento oportuno.
El teléfono que
había sobre la mesa comenzó a sonar. Azarín tomó el teléfono.
- Polkovnik
Azarín - gruñó.
- Gospodin
Polkovnik...
Era uno de sus
asistentes. Azarín reconoció su voz y se esforzó en recordar su nombre. Lo
recordó.
- ¿Bien, Young?
- Se ha
producido una explosión en el laboratorio del científico americano.
- Envíen
hombres allí. Apodérense del americano.
- Los hombres
han salido ya. ¿Qué haremos después?
- ¿Después?
Tráiganlo aquí. No... un momento.. ¿Una explosión, dice? Llévenlo al hospital
militar.
- Sí, señor.
Confío mucho en que esté vivo, porque ésta, por supuesto, es la oportunidad que
tanto esperábamos.
- ¿De veras?
Vaya a dar sus órdenes.
Azarín depositó
el aparato. Aquello era malo. Era la peor cosa que hubiera podido suceder. Si
Martino había muerto, o había quedado tan gravemente herido que sería inútil
durante semanas, Novoya Moskva se mostraría intolerable.
Tan pronto como
su coche se detuvo delante del hospital. Azarín se apeó de él y ascendió
rápidamente por los escalones. Pasó a través de las puertas principales y
penetró en el vestíbulo, donde estaba esperándole un doctor.
- ¿Coronel
Azarín? - preguntó el pequeño doctor, inclinándose ligeramente desde la cintura
-. Soy el doctor Kothu. Ya me perdonará... pero no me es posible expresarme con
facilidad en su idioma.
- Yo domino
bastante el suyo - dijo con agrado, Azarín, anticipándose a la sonrisa de
agradecimiento que apareció en la cara del hombrecillo. Cuando la vio, se
sintió aún mejor dispuesto hacia el doctor -. Y bien... ¿dónde está el hombre?
- Por aquí, por
favor.
Kothu se
inclinó una vez más y le condujo hacia el ascensor. Una breve sonrisa se
extendió por la cara de Azarín cuando le siguió. Siempre se sentía complacido
cuando el Anastas Azarín de aspecto tan simple demostraba ser tan culto como
cualquiera que hubiese pasado varios años en las universidades. Era algo de lo
cual podía sentirse orgulloso el que hubiese aprendido ese idioma mientras se
arrancaba de las piernas sanguijuelas en el pantano de una jungla, en lugar de
en el libro de algún profesor.
- ¿Ha resultado
muy herido el hombre? - le preguntó a Kothu en el momento en que salían a otro,
pasillo.
- Mucho. Ha
estado muerto durante unos momentos.
Azarín volvió
la cabeza bruscamente hacia el doctor.
Kothu asintió
con cierto orgullo.
- Ha muerto en
la ambulancia. Afortunadamente, la muerte no es ya permanente bajo ciertas
circunstancias.
Condujo a
Azarín a una ventana de cristal instalada en la pared de una habitación con
baldosas blancas. Adentro, cubierto aún con los desgarrados restos de sus
prendas, increíblemente ensangrentado, un hombre yacía en medio de un revoltijo
de aparatos.
- Ahora se
halla completamente a salvo - explicó Kothu -. Vea ahí el autoeyector, extrayendo
su sangre, y el riñón artificial que la purifica. En este costado de aquí están
los pulmones artificiales.
Las máquinas
estaban congregadas al azar, en los lugares a donde habían sido traídas
apresuradamente desde sus acostumbradas posiciones contra las paredes. Los
doctores y las enfermeras se hallaban reunidos en torno a ellos, revisando
cuidadosamente su funcionamiento, mientras que otros doctores se ocupaban del
hombre, uniendo vasos sanguíneos rotos y aplicando comprensión a su hombro
izquierdo sin brazo. Mientras Azarín observaba, los ordenanzas comenzaron a
colocar las máquinas en un orden sistemático. La emergencia había terminado ya.
Las cosas tomaban un curso rutinario. Una enfermera miró su reloj, echó una
ojeada a un estante donde una botella se vaciaba de sangre y la substituyó por
una llena.
Azarín frunció
el ceño para ocultar su nerviosismo. Le estaba resultando bastante difícil
mantener su mirada sobre aquella monstruosa escena. Después de todo, un hombre
estaba hecho de tal manera que las cosas de su interior se hallaban
decentemente ocultas bajo su piel. Al mirar a un hombre no se veían a los
viscosos órganos realizar su repugnante trabajo de mantenerlo vivo y real. Ver
a un hombre de aquella manera, abierto, en canal, mientras seres misteriosa y
pavorosamente cultos como Kothu tiraban de las húmedas cosas que rellenaban la
suave y hermosa piel... Azarín se arriesgó a echar una ojeada de soslayo al
pequeño doctor amarillo. Kothu podía hacer aquellas abominables cosas tan
sencillamente como aquellos otros doctores. Anastas Azarín podía yacer allí de
aquella manera, terriblemente expuesto, para que hombres como Kothu le
profanaran a placer.
- Eso está muy
bien - gruñó, - pero a mí no me es de utilidad. ¿No puede hablar?
Kothu sacudió
la cabeza.
- Su cabeza ha
quedado aplastada, y ha perdido buen número de sus órganos sensoriales. Pero
esto es sólo un equipo de emergencia, tal como el que hallará en cualquier
hospital de accidentes. Dentro de dos meses estará como nuevo.
- ¿Dos meses?
- Coronel
Azarín, le pido que considere que lo que yace sobre esa mesa apenas es un
hombre.
- Sí... sí, por
supuesto, debo sentirme afortunado por haberme apoderado de él. Supongo que
podrá ser trasladado, ¿verdad? ¿Al gran hospital de Novoya Moskva, por ejemplo?
- Eso podría
matarle.
- Azarín
asintió con la cabeza. Bien, dentro de lo malo, había algo bueno. Ahora ya no
habla duda de que a Martino no podrían arrancarlo de sus manos. Sería Anastas
Azarín quien lo haría... Anastas Azarín quien sacaría la miel del árbol.
- Muy bien...
haga todo cuanto pueda. Y de prisa.
- Por supuesto,
coronel.
- Si necesita
algo, venga a mí. Se lo daré.
- Sí, señor.
Gracias.
- No hay nada
por lo cual tenga que darme las gracias. Deseo a este hombre. Usted hará su
mejor trabajo para que yo pueda conseguirlo.
- Sí, coronel.
El doctor Kothu
se inclinó ligeramente desde la cintura. Azarín asintió con la cabeza y se
alejó por el pasillo abajo hacia el ascensor, sus botas repiqueteando contra el
suelo.
Abajo encontró
a Young, que acababa de llegar con una escuadra de soldados del servicio
secreto soviético. Azarín le dio detalladas instrucciones para que pusiera una
guardia y ordenó que la sala de accidentes del hospital quedara sellada. Estaba
ya muy atareado pensando en las formas en que se podría propagar esa historia.
Los hombres de la ambulancia tendrían que ser mantenidos callados, podía
hablar, el personal del hospital también, incluso algunos de los pacientes
podían llegar a advertir lo que ocurría. Todos estos riesgos tenían que ser
eliminados. Azarín se dirigió a su coche, consciente de lo muy complejo que era
su trabajo, de la mucha habilidad que necesitaba un hombre para realizarlo
adecuadamente, y de lo inevitablemente que Rogers, el americano, llegaría más
pronto o más tarde a convertirlo todo en nada.
Cinco semanas
transcurrieron. Cinco semanas durante las cuales Azarín no pudo hacer nada, y
durante las cuales Martino no supo nada.
Cada vez que
Martino trataba de enfocar los ojos, algo giraba muy suavemente en sus senos
frontales. Intentaba comprender eso, pero se sentía muy débil y como
desprovisto de huesos, Y la sensación era tan desconcertante que permaneció
despierto una hora antes de poder ver.
Durante esa
hora yacía inmóvil, escuchando, advirtiendo que tampoco los oídos le
funcionaban adecuadamente. Los sonidos avanzaban Y retrocedían con demasiada
celeridad; se encontraban súbitamente aquí y después allí. La cara de dolía
ligeramente cuando cada nueva vibración le alcanzaba los oídos, casi como si
retumbaran ante los sonidos que oía.
En su boca
había alguna clase de aparato. Su lengua sentía la dura suavidad del metal y la
calidad resbaladiza del plástico. «Un entablillado», pensó. «He debido romperme
la mandíbula.» La probó y le funcionó bien. Pensó que debía tratarse de alguna
especie de entablillado de tracción.
Fuera lo que
fuese, impedía que sus dientes se encontraran. Cuando cerraba las mandíbulas,
no sentía sino presión y resistencia, y no el endentamiento que se producía al
unirse los dientes.
Las sábanas
eran cálidas y ásperas, y el pecho lo tenía oprimido. El vendaje lo notaba
apelmazado a través de la espalda. El hombro derecho le dolía bastante cuando
intentaba moverlo, pero lo movía. Abrió y cerró los dedos de la mano derecha.
Bueno. Probó su brazo izquierdo. Nada. Malo.
Yació
tranquilamente durante un rato, y al final tuvo que aceptar el hecho de que su
brazo había desaparecido. Después de todo, era diestro, y si el brazo era la
única cosa que había desaparecido, podía considerarse afortunado. Continuó
probando, elevando las caderas cautamente, flexionando los muslos, moviendo los
dedos de los pies. No había parálisis.
Había tenido
suerte, y ahora se sentía mucho mejor. Probó de nuevo sus ojos, y aunque las
sombras continuaron girando, esta vez pudo enfocarlos. Alzó la vista y vio un
techo azul, con una luz azul brillando en el centro. La luz le preocupó, y al
cabo de un momento se dio cuenta de que no parpadeaba, de manera que parpadeó
deliberadamente. El cielo y la luz se volvieron amarillos. Había habido una peculiar
desviación a través de su campo visual. Miró hacia sus pies. Sábanas amarillas,
colcha blanco amarillenta, paredes amarillas con una franja marrón desde el
suelo a la altura del hombro. Parpadeó otra vez, y la habitación se quedó
oscura. Miró hacia el techo y apenas vio un débil resplandor en el lugar donde
había estado la luz, como si mirase a través de lentes ahumados.
No podía sentir
la textura de la almohada contra su cuello. No podía olfatear el olor de un
hospital. Parpadeó una vez más y la habitación se aclaró. Miró de lado a lado,
y en los bordes de su visión, apenas a la vista y muy próximos a sus ojos, vio
dos cortes curvados hacía adentro en lo que parecía ser platino. Era como si su
cara estuviese oprimida a la hendidura de la puerta de una celda de
confinamiento. Levantó la mano derecha para tocarse la cara.
Cinco
semanas... en las cuales Martino no supo nada y durante las cuales Azarín no
consiguió realizar nada.
Azarín sostuvo
con una mano el aparato telefónico y abrió con la otra la caja de sándalo
ataraceado. Seleccionó un cigarrillo con emboquillado dorado y se puso el
extremo en un ángulo de la boca, donde no pudiera estorbarle. En su mesa había
una perpetua caja de fósforos, y tiró del fósforo e sobresalía. Quedó libre,
pero el estirón había sido demasiado irregular y no arrancó una conveniente
chispa del pedernal de la caja. El fósforo no llegó a encenderse, lo arrojó a
la caja, tiró de él nuevamente y otra vez no consiguió encenderlo. De un
manotazo lanzó la caja al cesto de los papeles, abrió un cajón de su mesa
encontró verdaderos fósforos y encendió el cigarrillo. El labio se curvó con
firmeza para sostener el cigarrillo y poder hablar al mismo tiempo.
- Sí -, señor.
Me doy cuenta de que los aliados están ejerciendo sobre nosotros gran presión
para que les devolvamos a su hombre.
La conexión con
Novoya Moskva era muy deficiente, pero no elevó la voz. En lugar de ello, la
bajó, dándole una cualidad dura y mecánica, como si estuviese hablando a base
de fuerza de voluntad. Maldijo silenciosamente ante la rapidez con que Rogers
había localizado a Martino. Una cosa era negociar con los aliados cuando era
posible decir que no se tenía conocimiento de un tal hombre. Otra completamente
distinta cuando podían replicar dando el nombre de un específico hospital. Eso
quería decir tiempo perdido que hubiera podido ser aprovechado, y la verdad era
que tenían gran carencia de tiempo. Pero hasta entonces no habían conseguido
mantener oculto a Rogers nada importante.
Muy bien, así
era como se habían desarrollado las cosas. Sin embargo, mientras tanto había
que atender a aquellas llamadas telefónicas.
- Los cirujanos
no habrán completado su operación hasta mañana por lo menos. A mí no me será
posible interrogar al hombre hasta quizá dos días después. Sí, señor. Sugiero
que del retraso son responsables los cirujanos. Dicen que debemos considerarnos
afortunados por el hecho de que el hombre viva, y que todo cuanto están
haciendo es absolutamente necesario. La situación de Martino era muy grave.
Cada una de las operaciones ha sido extremadamente delicada, y me han informado
que los tejidos nerviosos se regeneran muy lentamente, incluso empleando los
métodos más modernos. Sí, señor. En mi opinión el doctor Kothu tiene una enorme
pericia. Esta opinión ha quedado confirmada por la copia del certificado que me
han enviado del cuartel general.
Azarín sabía
que en este aspecto se estaba arriesgando un poco. El cuartel general podía
llegar a decidir intervenir en el asunto tanto si tenían una razón ostensible como
si no, pero creía que esperarían durante un tiempo. Su propio personal había
escogido a Kothu y a los demás médicos del equipo del hospital local, puesto
que era un establecimiento militar. Vacilarían en intervenir directamente. Y
sabían que Azarín era uno de sus mejores hombres. En el cuartel general no se
reían de él. Conocían su hoja de servicios.
No, no podía
permitirse jugar con sus superiores. Era peligroso practicar una tal cosa,
tratándose de un hombre que algún día se encontraría entre los superiores y
hacía todos los méritos posibles para ello.
- Sí, señor.
Dos semanas
Azarín mordió
el extremo del cigarrillo, y él vacío filtro de cartón envuelto en papel
dorado. quedó aplastado. Empezó a masticarlo ligeramente, absorbiendo el humo a
través de los dientes.
- Sí, señor. Me
doy cuenta de que la demora es bastante grande ya. Tendré muy presente la
situación internacional.
Bueno. Le iban
a dejar seguir adelante. Por un momento, Azarín fue feliz.
Después su
mente reparó en el hecho de que no tenía aún idea alguna de cómo iba a iniciar
su interrogatorio, de que no había establecido ni siquiera la primera base.
Azarín frunció
el ceño. Preocupado, dijo:
- Adiós, señor.
Depositó el
teléfono, y permaneció sentado con los codos sobre la mesa, inclinado hacia
adelante el cigarrillo, sostenido entre el dedo pulgar e índice de su mano
derecha.
Sabía que era
muy bueno en su trabajo. Pero hasta entonces jamás se había encontrado
precisamente en esas condiciones. Pero tampoco se había encontrado en ellas
Novoya Moskva, y eso era una ayuda, pero no era ayuda alguna con respecto al
problema directo.
Esas temporales
detenciones normalmente eran solucionadas bastante bien. En un breve espacio de
tiempo, al hombre se le arrancaba diplomáticamente todo cuanto estuviese dispuesto
a decir. Usualmente, esto era muy poco. De vez en cuando, se le arrancaba más.
Pero siempre el hombre era devuelto lo más de prisa posible. Excepto en los
casos en los que era deseable agitar a los aliados por algún más importante
propósito, lo mejor era siempre no fastidiarlos. Si se velan disgustados por
algo como eso, los aliados podían recurrir a extraordinarios medios de
represalia, y entonces nadie podía predecir qué otras estrategias podían
frustrar con sus contramovimientos. Igualmente, había ciertos métodos que era
preferible no emplear con sus hombres. Devolver a un hombre en malas
condiciones invariablemente tenía como consecuencia que las cosas resultaran
difíciles durante meses después.
De forma que
usualmente no transcurrían más de un día o dos antes de que un hombre fuese
devuelto a los aliados. En esos casos, Rogers tardaba un día o dos en descubrir
de cuánto había conseguido enterarse Azarín. Era inevitable. Si unas veces
Azarín conseguía enterarse de algo útil, Rogers lo neutralizaba en seguida.
En opinión de
Azarín, todos esos asuntos eran una penosa pérdida de tiempo y energía.
Pero ahora, con
ese Martino, ¿qué tenía? Tenía a un hombre que había inventado algo llamado
K-Ochenta y ocho, un hombre de elevada pero indocumentada reputación. Una vez
más, Azarín maldijo a las circunstancias de los tiempos en los que vivía. Una
vez más fue coléricamente consciente del hecho de que correspondía a un
profesional como él remediar lo que tan estúpidamente llevaban a cabo los
aficionados como Heywood.
Azarín miró
furioso la superficie de su mesa. Y, naturalmente, Novoya Moskva se negaba a
obrar como si una tal cosa fuese básicamente culpa suya. Simplemente le
acosaban a él para que les ofreciese resultados. Después de todo, ¿no era un
jefe del servicio secreto? ¿Por qué tenía que ser ara él tan difícil? ¿Por qué
había permitido que transcurrieran cinco semanas?
Siempre ocurría
lo mismo cuando había que tratar con los burócratas. En fin de cuentas, ellos
tenían libros. Los libros les habían enseñado cómo eran hechas las cosas. De
forma que las cosas eran hechas como habían sido hechas en 1914 y en 1941,
cuando los libros fueron escritos.
Nadie sabía
nada sobre aquel hombre, excepto que había inventado algo. En sus archivos no
tenían sobre él otros datos que los correspondientes a su período de estudiante
en la academia técnica de Cambridge, Massachussets. Maldiciendo, Azarín lamentó
que el S.S.S. no tuviese en realidad algunos de los superhurones que le
atribuían los estudios cinematográficos: los audaces y sobrenaturales
inteligentes agentes que se las ingeniaban para pasar a través de muros de
cemento, para entrar en cajas fuertes, plenas de secretos aliados ordenados
alfabéticamente y convenientemente impresos en caracteres cirílicos. Le hubiese
agradado mucho tener uno o dos de esos agentes entre sus hombres, para saber
que cualquier información que le trajesen sería completamente exacta,
correctamente interpretada, lo que querría decir que no tendría que ser
confirmada por otros agentes, y que además estos otros agentes no ofrecerían la
dificultad de ser sospechosos de haberse sometido a los medios subversivos de
Rogers. Tales agentes existían, desde luego. Pero inmediatamente se convertían
en profesores y oficiales, porque su número era muy reducido.
De forma que
ese Martino había estado protegido por las acostumbradas medidas de seguridad
comunes a ambos bandos. Azarín había planeado añadir algún día el K-Ochenta y
ocho al siempre incompleto y usualmente anticuado mecanismo de información, que
era el mejor que nadie podía concebir. Pero no había planeado que sucediese de
esa manera.
Ahora tenía al
hombre. Hacía ya cinco semanas que se hallaba en su poder. Le tenía gravemente
herido, y sería el objeto de una buena cause célebre si no volvía pronto a las
manos de los aliados. Era un hombre que parecía extremadamente valioso, aunque
podía llegar a no serio; un hombre que tenía que ser devuelto lo más pronto
posible y a la par mantenido todo lo más posible, y con el que nada podía ser
hecho inmediatamente.
Era una
situación que rozaba los límites de lo cómico en algunos de sus aspectos.
Azarín acabó de
fumarse el cigarrillo y aplastó la colilla en el cenicero. La situación se
hallaba muy lejos de ser desesperada. Someramente había establecido ya los contornos
de un plan, y continuaba trabajando en él. Daría resultados.
Pero Azarín
sabía fue Rogers era casi inhumanamente inteligente. Sabía que Rogers sería
plenamente consciente de la situación con la que iba a tener que enfrentarse. Y
a Azarín no le agradaba la idea de que Rogers pudiese reírse de él.
Una enfermera
asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Martino. El bajó la mano
lentamente y la depositó junto a su costado. La enfermera desapareció, y un
momento después penetró un hombre con una bata blanca y la cabeza cubierta con
un tejido blanco también.
Era un
hombrecillo de cabello ondulado y piel olivácea, anchos dientes en forma de
escoplo y mandíbulas nudosas, quien sonrió alegremente al tomarle el pulso a
Martino.
- Me alegra
mucho verle despierto. Mi nombre es Kothu, y soy el doctor que le atiende.
¿Cómo se siente?
Martino movió
la cabeza lentamente de lado a lado.
- Ya veo. Era
algo que tenía que ser hecho irremediablemente. Era muy poca la estructura
craneal que quedaba, y los órganos sensoriales estaban muy destruidos.
Afortunadamente, la naturaleza del accidente consistió en graves quemaduras de
la carne que no expusieron su tejido cerebral a un prolongado calor, y eso se
vio seguido por una lenta oleada de choque concusionario que aplastó su cráneo
sin astillarlo. Ya sé que esto no es agradable de oír, pero de todos los
posibles males, es el mejor. Me temo que el brazo fue seccionado por un
fragmento metálico. ¿Quiere usted hablar, por favor?
Martino alzó la
vista para mirarle. Estaba aún avergonzado del grito que había hecho venir a la
enfermera. Intentó imaginar el aspecto que debía ofrecer, visualizar los
mecanismos que evidentemente habían reemplazado a muchos de sus órganos, y no
pudo recordar exactamente cómo había producido el grito. Trató de reunir aire
en los pulmones para llevar a cabo el esfuerzo de hablar, pero sólo experimentó
una girante sensación debajo de las costillas, como si una rueda o el impulsor
de una turbina girasen allí.
- El esfuerzo
es innecesario - dijo el doctor Kothu -. Simplemente hable.
- Yo...
No sintió
diferencia alguna en la garganta. Había creído que encontraría las palabras
temblando a través del vibrador de una laringe artificial. En lugar de ello,
era su vieja voz. Pero su caja torácica no se hundía sobre deshinchados
pulmones y su diafragma no expelía aire. El hablar no requería esfuerzo alguno,
como si se tratara de un sueño, y tuvo la sensación de que podría hablar sin
detenerse durante días y días enteros, para siempre.
- Yo... Uno,
dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Do, re, mi, fa, sol, la, si, do.
- Gracias. El
resultado es muy agradable. Dígame, ¿me ve claramente? Cuando me retiro y me
muevo, ¿sus ojos me siguen y se enfocan con facilidad?
- Sí.
Pero los
servomotores zumbaban en su cara, y deseaba levantar la mano para amasarse el
puente, de la nariz.
- Muy bien.
Bueno, ¿sabe usted que lleva aquí todo un mes?
Martino sacudió
la cabeza. ¿No había nadie intentado recuperarlo? ¿O creían que había muerto?
- Ha sido
necesario mantenerle bajo sedación. Espero que se dé cuenta del alcance del
trabajo que teníamos que hacer.
Martino movió
el pecho y los hombros. Se sentía un tanto torpe en su interior, como si su
pecho fuese una bolsa que hubieran llenado de piedras.
- Hemos hecho
una gran cosa - dijo el doctor Kothu, con tono justificadamente orgulloso -.
Diría que el doctor Verstoff realizó una gran tarea al cráneo, el cráneo
protético. Y los doctores Ho y Jansky son quienes se han encargado de conectar
los órganos sensoriales protéticos con los adecuados centros cerebrales, de la
misma manera que los médicos técnicos Debrett, Fonten y Wassil se han ocupado
de los complejos renales y respiratorios. En cuanto a mí mismo, tengo el honor
de haber desarrollado el método de la regeneración de los tejidos nerviosos. -
Su voz se atenuó un poco -. ¿Tendrá usted la amabilidad de mencionar nuestros
nombres cuando regrese al otro lado? No conozco su nombre - se apresuró a
añadir -, ni intento conocer su origen, pero hay ciertas cosas que un médico
profesional puede percibir. En nuestro lado, aplicamos tres vacunas
antivariólicas en el brazo derecho. En cualquier caso... - Kothu parecía
definitivamente confuso ahora -. Lo que hemos hecho aquí es completamente nuevo
y muy sobresaliente. Y en nuestro lado no publican ahora tales cosas.
- Lo intentaré.
- Gracias. En
nuestro lado son muchas las grandes cosas que son hechas por muchas personas. Y
los de su lado no lo saben. Si lo supieran, ustedes se pasarían mucho más de
prisa a nuestro bando.
Martino no dijo
nada. Transcurrió un inconfortable momento, y después el doctor Kothu dijo:
- Debemos
tenerle preparado. Una cosa queda por hacer, y la haremos del mejor modo
posible. Se trata del brazo. - Sonrió como lo había hecho al entrar -. Llamaré
a las enfermeras, y ellas le prepararán. Le veré de nuevo en el anfiteatro de
operaciones, y cuando hayamos acabado, estará usted como nuevo.
- Gracias
doctor.
Kothu se fue, y
las enfermeras penetraron.
Eran mujeres
vestidas con blancos uniformes muy almidonados y cubiertas con unas tocas que
les ocultaban por completo el cabello. Sus caras eran un poco bastas de piel,
pero claras, y carecían de expresión. Los labios los mantenían oprimidos, tal
como les habían enseñado a mantenerlos las tradiciones de sus academias, y no
los llevaban pintados. Porque en ellas no se advertía ninguno delos indicios
comunes a las mujeres de las culturas aliadas, era imposible adivinar su edad y
obtener una exacta respuesta. Le desvistieron y le lavaron sin hablarse entre
sí ni dirigirle a él la palabra. Le quitaron los vendajes del hombro izquierdo,
pintaron la zona con un germicida de color, volvieron a poner un vendaje
esterilizado y lo colocaron en una camilla de ruedas que una de ellas había
introducido en la habitación.
Trabajaban con
completa competencia, sin malgastar movimientos y dividiéndose perfectamente el
trabajo; eran un equipo que se había elevado sobre la carne y más allá de toda
pericia, menos una, la cual la habían desarrollado tanto en la perfecta
práctica de su arte que no importaba si Martino estaba allí o no.
Martino
permaneció pasivamente silencioso, observándolas sin hacer nada para estorbar
sus movimientos, y ellas le manejaron como si fuese un maniquí para hacer
prácticas con él.
Azarín recorrió
el pasillo hacia la habitación de Martino, acompañado por Kothu, que caminaba
junto a él.
- Sí, coronel,
aunque realmente no está aún fuerte, ahora es sólo cuestión de suficiente
reposo. Todas las operaciones han constituido un gran éxito.
- ¿Puede hablar
mucho?
- Hoy no,
quizá. Depende del tema de la discusión, por supuesto. Un excesivo esfuerzo
sería perjudicial.
- Eso lo
decidirá en gran medida él mismo. ¿Está aquí?
- Sí coronel.
El pequeño
doctor abrió ampliamente la puerta, y Azarín pasó a través de ella.
Se detuvo como
si alguien le hubiese clavado una bayoneta en el vientre. Contempló con fijeza
la increíble cosa que había en la cama.
Martino se
hallaba mirándole, con las sábanas en torno al pecho. Azarín pudo ver el oscuro
agujero donde estaban sus ojos, atisbando desde el metal. El brazo sano se
hallaba debajo de las sábanas. El izquierdo yacía a través de su regazo, como
la garra de un ser procedente de la luna. La criatura no dijo nada, no hizo
nada. Permaneció en la cama mirándole.
Azarín fulminó
con la mirada a Kothu.
- Usted no me
había dicho que tenía este aspecto.
El doctor se
sintió aplanado.
- ¡Naturalmente
que se lo he dicho! Lo he descrito cuidadosamente las aplicaciones protéticas.
Le he asegurado que eran perfectamente funcionales, maravillas de ingeniería,
aunque no especialmente cosméticas. Usted lo ha aprobado.
- Usted no me
había dicho que ofrecía este aspecto - gruñó Azarín -. Y ahora presénteme.
- Desde luego -
dijo nerviosamente el doctor Kothu. Se volvió hacia Martino -, Este señor es el
coronel Azarín. Ha venido aquí para observar su situación.
Azarín se
obligó a acercarse a la cama. La cara se le arrugó en una sonrisa.
- ¿Cómo está
usted? - preguntó en inglés, tendiendo la mano.
La cosa que
yacía en la cama se la estrechó con su mano sana.
- Me siento
mejor, gracias - Contesta neutralmente - ¿Cómo está usted?
Su mano, al
menos, era humana. Azarín la estrechó cálidamente.
- Bien, muchas
gracias. Querrá hablar. Doctor Kothu tráigame una silla por favor. Me sentaré
aquí, y hablaremos. - Esperó a que Kothu colocara la silla -. Gracias. Ahora
puede irse. Le llamaré cuando desee irme.
- Desde luego,
coronel. Buenas tardes, señor -, dijo Kothu a la cosa que yacía en la cama, y
se fue.
- Ahora, doctor
en ciencias Martino, hablaremos - dijo con agrado Azarín, tras haberse
instalado en la silla -. He estado esperando a que se recuperara usted. Espero
no estar molestándole, señor, pero comprenderá que hay cosas que aguardan:
informes que completar, documentos que rellenar, y así sucesivamente. - Sacudió
la cabeza -. Papeleo, señor. Siempre papeleo.
- Desde luego -
dijo Martino, y a Azarín le resultó difícil atribuir aquella voz perfectamente.
normal a la fea cara -. Supongo que los de mi bando han estado fastidiando a
los de su bando para que yo sea devuelto, y eso significa tener que escribir
muchísimos papeles, ¿no es así?
«Es
inteligente», pensó Azarín. «Desde el primer momento ha intentado descubrir si
los suyos han ejercido mucha presión. Bien, si el tono de voz de Novoya Moskva
quiere decir algo, la han ejercido de firme.»
- Siempre hay
papeleo - repitió sonriente -. Comprenderá usted que soy responsable de este
sector y que mis jefes desean informes.
«De forma que
ahora puede conjeturar cuanto desee», se dijo.
- ¿Se siente
cómodo? Espero que todo esté a su entera. satisfacción. Comprenderá que, como
coronel al mando de este sector, he ordenado que le prestaran a usted la mejor
atención médica.
- Me siento muy
cómodo, gracias.
- Estoy. seguro
de que usted, como doctor en ciencias, ha debido quedar más impresionado por
este trabajo que yo, puesto que no soy sino un simple soldado.
- Mi
especialidad es electrónica, coronel, no servomecánica.
«Ah. De forma
que ya hemos dejado aclaradas las cosas...»
Bien, no tan
aclaradas, pensó furiosamente Azarín, pues Martino no había ofrecido aún signo
alguno de que fuera a ser útil. Después de todo, poco importaba que Martino no
hablase mucho.
Aquellas
primeras conversaciones raramente eran muy productivas en sí mismas. Pero
establecían el tono de todo cuanto seguía después. Fue entonces cuando Azarín
decidió qué tácticas debían emplear contra aquel hombre. Azarín sabía que
tendría que medirse con Martino.
¿Pero cómo
podía nadie saber lo que pensaba aquel hombre, cuando su cara era la cara de
una bestia de metal, una cosa tallada, inmóvil, sin signos de ninguna especie?
¡En ella no había cólera, ni temor, ni indecisión... ni debilidad!
Azarín frunció
el ceño. Sin embargo, al final, ganaría él. Lograría penetrar detrás de aquella
máscara, y se haría con el dominio de todos sus secretos.
Si disponía de
tiempo, se recordó. Habían transcurrido ya seis semanas. Seis semanas. ¿Hasta
qué punto se mostrarían pacientes los aliados? ¿Hasta qué punto se arriesgaría
Novoya Moskva a abusar de esa paciencia?
Casi fulminó
con la mirada al hombre. Era culpa suya que aquel increíble asunto se hubiera
producido.
- Dígame,
doctor Martino - repuso -, ¿no se pregunta por qué está aquí, en uno de
nuestros hospitales?
- Supongo que
porque ustedes se anticiparon a nuestros equipos de rescate.
Estaba
empezando a resultar claro para Azarín que aquel Martino tenía el propósito de
no facilitarle las cosas para entrar en materia.
- Sí - sonrió -
¿pero no cree usted que su gobierno aliado poca haber tomado mejores
precauciones de seguridad? ¿No debieran haber tenido más cerca los equipos?
- Me temo que
nunca he pensado en eso demasiado.
Ya. El hombre
se negaba a decirle si el K-Ochenta y ocho era considerado normalmente un
ingenio susceptible de explotar al azar o no.
- ¿Y en que ha
pensado usted, doctor en ciencias?
La figura que
yacía en la cama se encogió de hombros.
- En nada.
Espero a salir de aquí. Hace bastante tiempo que me tienen aquí, ¿verdad? No
creo que puedan retenerme por mucho más tiempo.
Ahora la cosa
estaba intentando deliberadamente enfurecerle. A Azarín no le agradaba que le
recordaran las semanas malgastadas.
- Mi querido
doctor en ciencias, es usted libre de irse casi tan pronto como lo desee. - Eso
es... exactamente. Casi.
Bien. La cosa
comprendía perfectamente la situación, y no se sometería, de la misma manera
que su rostro no quedaría bañado en el sudor del miedo.
Azarín se dio
cuenta de que las palmas de sus manos estaban humedecidas.
De repente, se
levantó. No era conveniente continuar aquello por más tiempo. La base había
quedado establecida, el propósito de la conversación había sido realizado, no
se podía hacer nada más y para él era cada vez más difícil poder estar por más
tiempo con aquel monstruo.
- Tengo que
irme. Hablaremos de nuevo. - Azarín se inclinó -. Buenas tardes, doctor en
ciencias Martino.
- Buenas
tardes, coronel Azarín.
Azarín volvió a
colocar contra la pared la silla y salió.
- He acabado
por hoy - le dijo gruñonamente al doctor Kothu, y regresó a su oficina, donde
se sentó para empezar a tomar té, mirando con el ceño fruncido al teléfono.
El doctor Kothu
penetró, le examinó y se fue. Martino yacía de espaldas en la cama, pensando.
Azarín iba a
ser difícil de tratar, se dijo, si disponía del tiempo suficiente para tener la
oportunidad de imponer su temperamento. Se preguntó cuánto tardaría el G.N.A.
en arrancarle de sus manos.
Pero, por el
momento, la mayor preocupación de Martino era el K-Ochenta y ocho. Había
decidido ya qué improbable combinación de factores había provocado la
explosión. Ahora, como haba estado haciendo durante las últimas horas, comenzó
a pensar en nuevos medios de absorber la aterradora merma de calor que se
desarrollaba el K-Ochenta y ocho.
Comprobó que
sus pensamientos derivaban de eso hacia lo que le había sucedido a él. Elevó su
nuevo brazo y lo miró con fascinación antes de abandonar el tema. Dejó caer el
brazo junto a él, fuera de su campo visual, y sintió el choque contra el
colchón.
«¿Durante
cuánto tiempo voy a permanecer en este lugar?», pensó. Kothu le había dicho que
abandonaría pronto la cama. «¿De qué me servirá eso si tienen la intención de
mantenerme indefinidamente en este lado de la frontera?»
Se preguntó
cuánto era lo que los soviéticos sabían sobre el K-Ochenta y ocho.
Probablemente lo suficiente para hacer todo lo posible para retenerlo y arrancarle
los datos. Si no hubiesen sabido nada, no habrían ido a buscarlo. Si hubiesen
sabido lo bastante para usarlo de nuevo, no se habrían molestado.
Se preguntó
durante cuánto tiempo se mostrarían los soviéticos dispuestos a insistir antes
de decidirle a renunciar. Uno oía toda clase de historias. Probablemente las
mismas historias que los soviéticos oían sobre el G.N.A.
De repente se
dio cuenta de que estaba asustado. Asustado por lo que le había sucedido, por
lo que Kothu había hecho para salvarle, por la idea de que los soviéticos
podían llegar a arrancarle algo sobre el K-Ochenta y ocho, por la súbita
sensación de desvalimiento que le había inundado.
Se preguntó si
quizá era un cobarde. Era algo que no había considerado desde la edad en que
aprendió la diferencia que existía entre la bravura física y el coraje. La
posibilidad de que pudiera hacer algo irracional por simple miedo era nueva
para él.
Permaneció en
la cama, buscando en su mente pruebas en pro o en contra.
Habían
transcurrido ya dos meses, y sin embargo, Azarín no sabía aún si el K-Ochenta y
ocho era una bomba, un rayo mortífero o un nuevo medio de agudizar las
bayonetas.
Habían
sostenido varias conversaciones totalmente insatisfactorias con Martino, pero
éste no se mostraba dispuesto a someterse. Era siempre muy cortés, pero no le
decía nada. Con un hombre, con cualquier hombre, él hubiese podido luchar. Pero
con una cara inexpresivo como una pesadilla de los sombríos bosques, con una
cosa que permanecía sentada en su silla de ruedas como los dioses a los que
veneraban en los templos de la jungla, sabía que si esperaba lo bastante se
vería derrotado... y eso era más de lo que podía soportar.
Azarín recordó
la llamada telefónica que esa mañana había recibido de Novoya Moskva y dio un
puñetazo sobre la mesa.
Su mejor
hombre. Ellos sabían que era, su mejor hombre, sabían que era Anastas Azarín,
¡y sin embargo, le hablaban de esa manera! ¡Los burócratas le hablaban a él
así!
Y todo era
porque deseaban devolver Martino a los aliados lo mas de prisa posible. Si le
concedían tiempo, sería una cuestión distinta. Si Martino no tenía que ser
devuelto en absoluto, si ciertos métodos podían ser empleados, entonces podría
realmente hacer algo.
Azarín
permanecía sentado detrás de su mesa buscando la respuesta. Tenía que pensar en
algo para satisfacer a Novoya Moskva, para demorar las cosas hasta que,
inevitablemente, encontrara el medio de manipular a Martino. Pero nada
satisfaría al cuartel general a menos de que a su vez pudiesen satisfacer a los
aliados. Y los aliados no se sentirían satisfechos sino recuperando a Martino.
Los ojos de
Azarín se abrieron del todo. Sus espesas cejas se elevaron en perfectos
semicírculos. Después tomó el aparato telefónico y marcó el número del doctor
Kothu. Escuchó la llamada del teléfono. Había hecho uno pensó. Quizá podía
hacer dos.
Su labio
superior se apartó de sus dientes. Al pensar que Heywood, el americano, era al
que mejor podía elegir para llevar a cabo la misión. Hubiese preferido mucho
más enviar a alguien sólido, a uno de sus propios hombres, cuyas capacidades
conocía y cuyas debilidades podía permitirse. Pero Heywood era el único que
podía escoger. Probablemente fracasaría más temprano o más tarde. Pero lo
importante era que Novoya Moskva no lo pensaría así. En el cuartel general se
sentían orgullosos de aquellos extranjeros y de todo el complicado e ineficaz
sistema que los apoyaba. En la cabeza tenían la idea de que un hombre podía ser
traidor a su propio pueblo y sin embargo, no estar incapacitado por la debilidad
que lo había impulsado a la traición. Sus repetidos fracasos no habían hecho
nada para ilustrarlos, y por una vez Azarín se sentía contento de ello.
- ¿El doctor
Kothu? Soy Azarín. Si le fuera enviado a usted un hombre adecuado, un hombre
completo esta vez, ¿podría usted hacer con él lo que ha hecho con Martino? -
Con las puntas de los dedos aferró el borde de la mesa, y escuchó. -
Exactamente. Un hombre completo. Deseo que haga un hermano para el monstruo.
Gemelo.
Cuando acabó de
hablar con Kothu, Azarín llamó a Novoya Moskva, inclinado sobre la mesa, el
cigarrillo sobresaliendo de su mano. Tenía los labios estirados. Su cara perdió
su inexpresividad de leño. Su sonrisa era muy diferente a la que usualmente
mostraba al mundo. Como su habitual máscara reticente, se había forjado en el
transcurso de los años, desde que abandonó el bosque de su padre. Las líneas de
su cara habían sido atezadas por soles extranjeros y refrotadas por las arenas
de desiertos extraños. Ahora había venido a él fácilmente, como la sonrisa un
tanto juvenil que siempre había tenido. La diferencia estribaba en que Azarín
no era consciente de que poseía esa tercera expresión.
Le costó algún
tiempo convencer al cuartel general, pero Azarín no sintió impaciencia alguna.
Expuso su plan como un hombre asestándole hachazos a un árbol, firmemente y con
rítmicos golpes, sabiendo que al final el árbol se derrumbaría.
Por último
colgó el aparato y con unos cuantos sorbos vació su vaso de té. El ordenanza le
trajo más. Los ojos de Azarín se arrugaron agradablemente en los ángulos cuando
pensó una vez más que había sido Anastas Azarín quien había hallado la
solución, mientras los burócratas del cuartel general eran presas de la
indecisión.
Puso las manos
sobre el borde de la mesa y sin apresurarse se Ievantó. Salió a la oficina
exterior.
- Desciendo a
la calle. Procure que el coche esté esperándome - le dijo al jefe de sus
funcionarios.
Al correo le
llevaría varios días alcanzar Washington con las órdenes para Heywood, pero al
menos esa parte del sistema era infalible. Heywood llegaría en el plazo de una
semana. Mientras tanto, no había razón alguna para esperarle. El plan
comenzaría a funcionar automáticamente a partir de ese momento. Los aliados
comprobarían que resultaba mucho más difícil tratar con Novoya Moskva, ahora
que Azarín había allanado bastante las cosas para los del cuartel general. Y,
en consecuencia, comprobaría que su teléfono se mostraba mucho más silencioso y
mucho menos perentorio.
Bien. Todo
había quedado arreglado. Lo había solucionado el simple, iletrado campesino
Anastas Azarín. El zopenco que movía los labios cuando leía. El ignorante del
sombrío bosque, que trabajaba mientras Novoya Moskva hablaba.
Los ojos de
Azarín parpadearon cuando penetró en la habitación de Martino, se detuvo y miró
al hombre.
- Hablaremos
más - dijo -. Ahora disponemos de tiempo suficiente para descubrirlo todo sobre
el K-Ochenta y ocho.
Fue la primera
vez que pudo expresar abiertamente el término. Vio retorcerse al cuerpo del
hombre.
Martino
descubrió que la primera cosa que se perdía bajo aquellas condiciones era la
noción del tiempo. No se sintió particularmente sorprendido, puesto que una
experiencia enteramente extraña no podía contener cualquiera de los usuales
indicios por los cuales un ser humano adquiría su cronología. La habitación no
tenía ventanas, ni relojes ni calendarios. Esas eran las más simples y
evidentes carencias. Después, no había cambio alguno en su rutina. No había
interrupciones en lo que se refería a sentarse para comer o a tumbarse para
dormir, y el hambre y el sueño no proporcionaban ayuda cuando eran constantes.
La habitación en sí misma, situada en alguna parte del cuartel general del
sector de Azarín, estaba construida para que no ofreciese nada sobresaliente.
Era rectangular y hecha de cemento sin pintar desde el suelo al techo. Martino
no podía hacer otra cosa sino pasear de un extremo al otro, una de las paredes
hacia la cual caminaba era exactamente, igual a la otra, incluso en detalles
tales como el grano de la superficie. Cuando caminaba pasaba entre dos
idénticas mesas de roble, y detrás de cada mesa había un hombre con un uniforme
gris verdoso. Los hombres hacían todo lo posible para parecer exactos. La
instalación de luz de hallaba exactamente en el centro del techo.
Martino no
tenía idea de por puerta qué había entrado originariamente, o hacia qué pared,
había caminado al principio.
Cuando pasaba
por entre las mesas, siempre era el hombre de la derecha quien hacía la primera
pregunta. Podía ser algo como «¿Cuál es su Apellido?» o «¿Cuántas pulgadas hay
en un pie?» Las preguntas carecían de significado, y sus respuestas no quedaban
consignadas. Los hombres, que cambiaban de turno en lo que probablemente eran
intervalos irregulares pero que no obstante parecían ser siempre lo mismo, ni
siquiera se preocupaban de si contestaba o no. Si no estaba equivocado, durante
algún tiempo no se había molestado en contestar. Algo más tarde, la irritación
le había inducido a dar respuestas absurdas: «Newton» u «ocho». Pero ahora era
mucho menos extenuante decir simplemente la verdad.
Sabía lo que le
estaba sucediendo. Al final, el cerebro comenzaba, en efecto, a fabricar sus
propias drogas de la verdad en autodefensa contra los venenos de la fatiga que
lo inundaban. La ecuación era: Respuesta correcta, alivio. Eso no tenía nada
que ver con una adrenalina contra el dolor. No había sino aquel acto de caminar
a través de un mundo sin significado.
Eso fue lo que
al final comenzó a afectarle de modo más intenso. Los hombres sentados detrás
de las mesas no le prestaban la menor atención a menos que intentase cesar de
caminar. El resto del tiempo simplemente le formulaban sus preguntas, no
mirándole a él, sino mirándose el uno al otro. Sospechaba que ninguno sabía
quién era ni por que estaba allí. Últimamente había adquirido la absoluta
seguridad. Le empleaban solo por que la mayor parte de los juegos a dos manos
requieren una pelota. Para ellos no significo nada el que comenzase a dar
respuestas correctas, porque no se encontraban allí para juzgar sus respuestas.
Sabía que
estaban allí simplemente para ablandarlo, y que al final sería Azarín quien se
haría cargo del asunto. Pero, mientras tanto, experimentaba una creciente Y
quejumbrosa sensación de terrible injusticia. Se hallaba próximo a llorar
mientras caminaba.
También sabía a
qué se debía eso. Después de todo, su cerebro habla resuelto el problema.
Estaba realizando la ecuación, estaba haciendo lo que ellos deseaban que
hiciese. Daba respuestas correctas y, a causa de lo razonable, debieran haber
respondido proporcionándole alivio. Pero hacían caso omiso de él, y no
mostraban signo alguno de comprender que hacía lo que deseaban que hiciera. Y
si hacía lo que deseaban que hiciera y hacían caso omiso de él, el cerebro
tenía que llegar a la, conclusión de que por alguna razón no les transmitía sus
señales a través de sus actos. Si sólo hubiese habido uno de ellos, el cerebro
hubiese podido decidir que ese uno era sordo y ciego, puesto que recitaba sus
preguntas con monotonía de idiota. Pero había siempre dos, y en total quizá
eran una docena. De manera que el cerebro sólo podía decidir que él era el
incapaz de hacerse oír... que era Lucas Martino el que no era nada.
Y, al mismo
tiempo, sabía lo que le estaba sucediendo.
Azarín
permanecía pacientemente sentado detrás de su mesa, esperando a que llegaran
noticias de la habitación de los interrogatorios. Habían transcurrido ya tres
días desde que Martino fue traído del hospital, y Azarín sabía, como hombre que
conocía bien su oficio, que las noticias llegarían en cualquier momento de ese
mismo día.
Era un asunto
completamente simple, pensó Azarín. Uno tomaba a un hombre y le arrancaba
cosas, cosas más vitales que la piel, aunque él había visto a esa técnica
trabajar en manos de hombres que no habían aprendido las más sutiles fases de
su oficio. En efecto, era siempre lo mismo, si bien con él los resultados eran
mucho mejores. Un hombre lleva muy poco exceso de equipaje en la cabeza.
Incluso un burócrata, y Martino no era un burócrata. Cuando más inteligente era
el hombre, menos exceso de equipaje y más rápidos los resultados. Cuando el
hombre quedaba a punto, estaba como en carne viva, y un toque aquí y otro allí,
y soltaba todo cuanto sabía.
Por supuesto,
habiendo hecho eso y sabiendo que lo había hecho, el hombre quedaba después
vacío para siempre. Comprendía que se había sometido y que después de eso todo
el mundo podía usarlo, podía hacer con él lo que deseara. Llevaba la marca.
Podías hacer con él lo que desearas. Era una nada viviente.
Ordinariamente,
Azarín no experimentaba sino una normal medida de satisfacción por haberle
hecho eso a un hombre mientras él continuaba siendo para siempre e
imperecederamente Anastas Azarín. Pero en ese caso...
Azarín gruñó a
algo invisible.
CAPITULO XV
Eddie Bates era
un compañero de viaje. Era un hombre feo, de vientre liso, membrudo y de cara
que había quedado grotescamente marcada por el acné. Su juventud había sido
miserable, a pesar de que cada día hubiese dedicado media hora a levantar
fielmente pesas en su dormitorio. A punto de cumplir veinte años, había pasado
seis meses en un reformatorio por asalto y agresión. Hubiera podido ser asalto
con intento de asesinato, pero sólo Eddie sabía cuán lejos había planeado ir al
empezar a golpear al otro muchacho, un chico bien parecido que había hecho una
observación sobre una muchacha a la que Eddie nunca se había atrevido a hablar.
Cuando contaba
veinte años, encontró un empleo en un garaje. Trabajaba con un estado ánimo de
perpetuo resentimiento que hacía que la mayor parte de los clientes le miraran
con desagrado. Sólo uno de ellos, un agradable hombre que conducía un coche
caro, se tomó la molestia de cultivar su amistad. Eddie solía hacer algunos
encargos para él después del trabajo, y suponía que era criminal de alguna
especie, puesto que pagaba bien y le hacia a Eddie entregar sus misteriosos
mensajes empleando sinuosos métodos.
Eddie realizaba
su trabajo bien y fielmente, pues se sentía ligado al hombre por algo más que
por el dinero. El hombre era el único amigo respetable que tenía en el mundo, y
cuando le hizo otra proposición, Eddie la aceptó.
Así fue como
Eddie se convirtió en compañero de viaje. Su amigo no le pagaba ahora para
enviar mensajes evitando verse envuelto en complicaciones. Le había buscado un
empleo como mecánico en una línea aérea. Cada mes que Eddie continuaba siendo
un respetable ciudadano y obtenía un sueldo de la línea aérea, le llegaba un
sobre con una paga adicional por medios tan tortuosos como los que el mismo
Eddie había empleado en otros tiempos. Pero entonces Eddie sabía para quién
trabajaba su amigo. Pero el hombre era su amigo, y nunca le había pedido hacer
algo distinto para ganarse el dinero extra.
Eddie evitaba
considerar las realidades de su posición. A medida que pasaba el tiempo, eso
fue haciéndose progresivamente más fácil.
Se hizo mayor,
y continuó trabajando para la línea aérea. Le sucedieron varias cosas. En
primer lugar, tenía un natural talento para manejar maquinarias. Las
comprendía, las respetaba y estaba dispuesto a trabajar con infinita paciencia
hasta que funcionaban adecuadamente. Eran pocas las personas de las que
trabajaban con él que rehuyesen su cara una vez que le habían visto trabajar en
un motor. En segundo lugar, ahora tenía novia.
Alice trabajaba
en el restaurante donde Eddie comía cada día. Era una muchacha que trabajaba de
firme y sabía que la única clase de hombre en el que merecía la pena pensar era
un hombre con un sólido y buen oficio. La belleza no era particularmente
importante para ella, puesto que por principio desconfiaba de los hombres
hermosos. Entre ella y Eddie era una cosa aceptada que se casarían tan pronto
como hubiesen ahorrado el dinero suficiente, para comprar una casa cerca del
aeropuerto.
Pero ahora
Eddie Bates, el compañero de viaje, había sido activado. Permanecía en
cuclillas cerca del motor interior del avión, en lo alto de la elevada ala, muy
por encima del suelo del hangar, y se preguntó qué iba a hacer.
Había recibido
órdenes. Y además tenía la cosa que le había dado su amigo. Era un cartucho de
metal del tamaño de una botella de leche, y en uno de sus extremos había un
pulsador con algunas calibraciones horarias. Su amigo lo había puesto en hora y
se lo había dado, diciéndole que lo colocara en el motor. No le había explicado
que su propósito era tan sólo obligar al avión a posarse en el agua en un punto
calculado. Eddie había supuesto que su propósito era volar el ala en pleno
vuelo. El era un mecánico, no un experto en explosivos. Como la mayor parte de
las personas, no tenía una idea exacta del poder de una determinada carga ni
hasta qué punto las verdaderas dimensiones del cartucho estaban ocupadas por
los aparatos de relojería.
Estuvo
vacilando durante largo rato, oculto en la oscuridad cerca del techo del
hangar. Añadía cosas vez tras vez, y con ello se sentía más desesperado e
indeciso.
No había
esperado jamás que le pedirían hacer una cosa así. Gradualmente admitió que, al
ir pasando el tiempo, había acabado por creer que nunca le pedirían que hiciese
algo. Pero el hombre era su amigo, y Eddie había aceptado su dinero.
Pero ahora
tenía otros amigos, y él mismo había estado trabajando en el motor esa tarde,
ajustándolo pacientemente.
Pero el dinero
era importante. El que le daba su amigo incrementaba grandemente sus ahorros.
Cuanto más ahorrara, más pronto podría casarse con Alice. Pero si no colocaba
la bomba, cesaría de recibir dinero.
Otras cosas
podían suceder si no colocaba la bomba. Su amigo podía dejar de protegerle, y
entonces perdería el respeto de los amigos que tenía en la línea aérea y no se
casaría jamás con Alice.
Tenía que hacer
algo.
Respiró
profundamente y, a través de la abierta chapa de inspección, echó la bomba al
espacio que había entre el motor y la superficie interior de la nave. Después
de eso se apresuró a cerrar la chapa y abandonó corriendo el hangar.
No había hecho
sino una cosa para tratar de dominar el completo desvalimiento que sentía. Al
deslizar el cartucho a través de la abierta chapa de inspección, sus dedos se
habían cerrado sobre él convulsivamente, casi como en un reflejo, casi como si
hubiese querido aferrarse a alguna esperanza de salvación, o casi como si se
hubiese negado a separarse de algo precioso para él. Y al hacerlo, había sabido
que no era sino un gesto vacío, porque ¿que importaba cuándo se estrellaba el
avión?
Con ese
movimiento había modificado el cronometrador, pero nadie, y menos que nadie
Eddie Bates, hubiese podido decir en qué proporción.
CAPITULO XVI
«Debo recordar,
pensó Martino, mientras miraba al coronel que el K-Ochenta y Ocho no debe ser
un soborno. Algunas personas se atraen la atención de otras personas
diciéndoles cosas. Ningún hombre es tan gris que no tenga algunos detalles
personales capaces de intrigar a los demás. Debo recordar que puedo hablarle a
Azarín de aquella vez en que no asistí a la clase de gramática porque me daba
vergüenza levantar la mano para ir al tocador. Eso es bastante intrigante, y
sin duda atraerá su atención. O bien puedo hablarle de Johnson, el de
astrofísica, quien por la noche pasaba el tiempo estudiando horóscopos en su
habitación. Eso mantendrá su atención por lo menos hasta que yo haya agotado
todos los detalles de la historia. Puedo hablarle de todas esas cosas, y
algunas otras que me sea posible, recordar pero no debo intentar mantener su
atención hablando del K-Ochenta y Ocho, porque ése no es el adecuado empleo de
él.»
«Debo recordar,
pensó con infinita paciencia, que ni por un momento tengo que admitir que sé
algo sobre el K-Ochenta y Ocho. Esa es la mayor defensa contra el invencible
deseo de hablar. Lo mejor es fingir sorpresa o pretender desinterés cuando
alguien desea que le dé ulteriores detalles.»
- Siéntese,
doctor en ciencias Martino - dijo Azarín, sonriendo con agrado -. Por favor,
tenga la bondad.
Martino sintió
en todo su cuerpo la necesidad de responder a aquella sonrisa. La traidora
alegría la sintió iniciarse como una débil sorpresa ante el hecho de que
alguien le hubiese hablado al fin, para después extenderse en una gran calidez
hacia aquel hombre que le había llamado por su nombre.
Sin pensar que
en su cara no podía aparecer nada, tembló lleno de pánico ante el pensamiento
de cuán fácilmente habla conseguido Azarín quebrantar sus defensas. Había
esperado ser más fuerte.
«Debo recordar
que no tengo que decir nada», pensó, urgentemente ahora. «Si empiezo a hablar,
mi amistad por este hombre no me permitirá detenerme. Tengo que luchar para no
decir nada en absoluto.»
- ¿Quiere usted
un cigarrillo? - preguntó Azarín, empujando a través de la mesa la caja de
sándalo.
La mano derecha
de Martino temblaba. Tendió la izquierda. Los dedos de metal, muy mal
controlados, destrozaron el cigarrillo.
Vio a Azarín
fruncir el ceño durante un momento, y en ese momento Martino casi gritó, tan
angustiado se sentía por haber ofendido al hombre con lo que había hecho. Pero
le costó hacer un esfuerzo para activar en su cerebro los mecanismos vocales, y
su cerebro lo detectó y, le detuvo.
«Debo recordar
que tengo otros amigos», pensó. «Debo recordar que Edith y Bárbara morirán si
complazco a este amigo.»
Lleno de pánico
se dio cuenta de que Edith y Bárbara no eran ya sus amigas, que probablemente
no le recordaban, puesto que nadie le recordaba, o reparaba en él o se
preocupaba de él, excepto Azarín.
«Debo
recordar», pensó. «Debo recordar ofrecer mis excusas a Edith y Bárbara si
alguna vez salgo de aquí. Debo recordar que tengo que salir de aquí.»
Azarín sonrió
una vez más.
- ¿Un vaso de
té?
«Debo pensar en
ello», se dijo. «Si tomo té, tendré que abrir la boca. Si lo hago, ¿seré capaz
de cerrarla de nuevo?»
- No tenga
miedo, doctor en ciencias Martino. Ahora todo está en orden. Nos sentaremos,
hablaremos y yo le escucharé.
Se sintió
empezar a hacerlo. «Debo recordar aquella vez que no fui a la clase... y a
Johnson», pensó frenéticamente.
«¿Por que?», se
preguntó.
«Porque el
K-Ochenta y ocho no debía ser un soborno.»
«¿Qué quería
decir eso?»
Se oyó pensar a
sí mismo fascinado, absorto en ese fenómeno de dos impulsos opuestos en un solo
mecanismo, y se preguntó cómo lo conseguía exactamente, qué clase de circuitos
se hallaban mezclados en ello y si operaban en verdad simultáneamente o si
usaban alternativamente los mismos componentes.
- ¿Está usted
jugando conmigo? - gritó Azarín -. ¿Qué hace usted detrás de esa máscara? ¿Se
ríe de mí?
Martino miró
sorprendido a Azarín. ¿El qué? ¿Qué había hecho?
No pudo
preguntarse cuánto tiempo había llevado completar toda una serie de
pensamientos. No le parecía que hubiese transcurrido mucho tiempo desde la
última pregunta de Azarín, y tampoco comprendía que cualquier hombre que le
mirase no podía ver otra cosa sino una figura de cara grave e implacable, con
un brazo de metal yaciendo tranquilamente, pero siempre en disposición de
aplastar.
- ¡Martino, no
le he traído aquí para que haga comedias!
Los ojos de
Azarín se entrecerraron súbitamente. Martino creyó advertir miedo debajo de la
cólera, y eso le dejó muy perplejo.
- ¿Ha planeado
Rogers esto? ¿Le ha enviado deliberadamente?
Martino empezó
a sacudir la cabeza, intentó explicarse. Pero se reprimió. Se le ocurrió la idea
dé que no había necesidad de hablar con aquel hombre, que había atraído ya toda
la atención de Azarín.
El teléfono
sonó, con la chillona insistencia con que siempre sonaba cuando el telefonista
ponía en comunicación a Novoya Moskva.
Azarín tomó el
aparato y escuchó.
Martino le
observó sin la menor curiosidad mientras los ojos de Azarín se abrían cada vez
más. Al cabo de un rato, Azarín depositó el aparato, y Martino continuó con su
misma actitud de siempre. La abatida voz de Azarín murmuró:
- Heywood, su
compañero de universidad, se ha ahogado seiscientas millas demasiado pronto.
Y Martino no
tuvo noción alguna de lo que había querido decir.
Martino
permanecía inmóvilmente sentado en el Tatra cuando se acercaban a la línea
fronteriza. El hombre del S.S.S. que había a su lado, un asiático llamado Yung,
se daba demasiada prisa en interpretar cada uno de sus movimientos como una
invitación a practicar su inglés convencional. «Tres meses malgastados»,
pensaba Martino. «Todo el programa debe estar atascado ahora. Sólo espero que
no hayan tratado de reconstruir aquella particular configuración»
Recorrió su
mente en busca del modificado sistema que casi estaba seguro había concebido en
el hospital. Durante las dos últimas semanas había intentado desesperadamente
recordarlo, mientras trabajaban en él Kothu y un terapista. Pero no había
conseguido en absoluto aferrarlo. Varias veces había creído lograrlo, pero su
memoria era fragmentaria e inútil.
«Bien, pensó
cuando el coche se detuvo, el terapista me ha dicho que tendría complicaciones
durante algún tiempo. Pero acabaré por recordarlo.»
- Ya hemos
llegado, doctor Martino - dijo alegremente Yung, sin abrir la portezuela.
- Sí.
Miró la entrada
con portillo y a los guardias soviéticos. Más allá, pudo ver a los soldados
aliados. De un coche descendieron dos hombres.
Empezó a
caminar hacia ellos. «Habrá problemas», se recordaba a sí mismo. «Estos hombres
no están acostumbrados a mi aspecto. Les costará tiempo habituarse.»
Pero tenía la
seguridad de que acabarían habituándose. Porque creía que un hombre era algo
más que una serie de rasgos. Pronto empezaría a trabajar. Eso le mantendría
atareado. Si no podía recordar la idea que se le había ocurrido en el hospital,
siempre podría trabajar en otra cosa.
«Lo he pasado
muy mal», pensó mientras cruzaba el portillo. «Pero no he perdido nada.»
FIN