¡La fuga!
Cuando Susan regresó de Hyper
Base, Alfred Lanning la estaba esperando. El buen hombre no hablaba nunca de su
edad, pero todo el mundo sabía que tenía setenta y cinco años. No obstante, su
mente era despierta y si había permitido que lo nombrasen Director Honorario de
Investigaciones, actuando Bogert de director efectivo, aquello no le impedía
asistir cotidianamente a la oficina.
‑‑¿Cómo está el
trabajo de la Zona Hiperatómica?
‑‑No lo sé ‑respondió
ella, irritada‑. No lo he preguntado.
‑‑¡Ejem!... Quisiera
que se diesen prisa. Porque si no se la dan, Consolidated puede ganarles la
mano, y ganárnosla a nosotros de paso.
‑‑¿Consolidated? ¿Qué
tiene que ver con eso?
‑‑Pues..., no somos
los únicos que nos dedicamos a crear máquinas. Las nuestras pueden ser
positrónicas, pero esto no quiere decir que sean mejores Robertson ha convocado
una gran reunión para mañana. Estaba esperando que regresase usted.
Robertson, de la U.S. Robot /
Mechanical Men Corporation, hijo del fundador, señaló con su aguda nariz al
director general y su nuez pegó un salto hacia arriba mientras decía
‑‑Empiece usted. Vamos
directamente el asunto.
‑‑He aquí el caso,
jefe ‑comenzó el director general con vivacidad‑. Consolidated
Robots se dirigió a nosotros hace un mes con una curiosa proposición. Vinieron
con cinco toneladas de cifras, ecuaciones, y toda clase de cálculos. Era un
problema, y querían una contestación para el Cerebro. Las condiciones eran las
siguientes...
Fue contando con los dedos.
‑‑Cien mil para
nosotros si no hay solución y podemos decirles cuáles son los factores que
faltan. Doscientos mil si hay solución, más el coste de construcción de la
máquina afectada, más el cuarto de los intereses en todos los beneficios de
ello derivados. El problema se refiere al desarrollo de una máquina
interestelar...
Robertson frunció el ceño y su
afilado rostro se endureció.
‑‑A pesar del hecho de
que ya poseen una máquina pensadora. ¿Exacto?
‑‑Lo cual demuestra
claramente que esta proposición en un engaño, jefe. Levver, siga adelante.
Abe Levver levantó la mirada desde
la mesa del extremo de la sala de conferencia y se pasó la mano por la rasposa
barbilla.
‑‑La cosa es así, jefe
‑dijo sonriendo‑. Consolidated "tenía" una máquina pensante.
Se ha estropeado.
‑‑¿Cómo? ‑dijo
Robertson incorporándose a medias.
‑‑Es así. ¡Rota!
¡"Kaput"! Nadie sabe por qué, pero he llegado a ciertas
conclusiones..., como, por ejemplo, que le pidieron que les diese una máquina
interestelar con la misma serie de informaciones que nos han mandado a nosotros
y que esto estropeó su máquina. Ahora es chatarra, nada más que chatarra.
‑‑¿Comprende, jefe? ‑dijo
el director general entusiasmado‑. ¿Lo comprende? No hay ningún grupo
industrial de investigación que no esté tratando de desarrollar una máquina que
abarque el espacio, y Consolidated y U.S. Robots vamos a la cabeza en este
terreno con nuestros robots cerebrales. Ahora que han conseguido estropear la
suya, tenemos el campo libre. Este es el... supuesto motivo. Necesitarán seis
años por lo menos para construir otra y están hundidos, a menos que puedan
estropear la nuestra también, sometiéndola al mismo problema.
El presidente de la U.S. Robots
tenía los ojos abiertos y grades como platos.
‑‑¡Qué asquerosas
ratas...!
‑‑Espere, jefe. Hay
algo más. ¡Lanning, hable!... ‑dijo describiendo con el dedo un amplio
círculo.
El doctor Lanning hizo un resumen
de la situación con un leve tono de desprecio; reacción natural contra las
empresas y sectores de venta mucho mejor pagadas que él. Sus increíbles cejas
grises se cerraban y su voz era seca.
‑‑Desde un punto de
vista científico, la situación, si no enteramente clara, es susceptible de un
inteligente análisis. El problema del viaje interestelar en las actuales
condiciones de teoría física es vaga. La cuestión es muy vasta y la información
dada por la Consolidated referente a su máquina pensante, era similarmente
vaga. Nuestro departamento matemático ha procedido a un análisis profundo, y
parece que la Consolidated lo ha incluido todo. Su material de sumisión
contiene todos los adelantos conocidos de la teoría curvo‑espacial de
Franciacci y, al parecer, todos los datos astrofísicos y electrónicos
pertinentes. Es un buen bocado.
Robertson los seguía atentamente.
Al fin interrumpió.
‑‑Es muy difícil para
que el Cerebro lo resuelva.
‑‑No ‑intervino
Lanning moviendo la cabeza con decisión‑. No hay límites para la
capacidad del Cerebro. Es una cuestión distinta. Es cuestión de Leyes
Robóticas; por ejemplo: no podrá jamás dar una solución a un problema que le
haya sido sometido, si esta solución trae aparejada la muerte o daño de seres
humanos. En cuanto a él hace referencia, un problema que no tuviese más que
esta solución sería insoluble. Se este problema estuviese unido a una urgente
demanda de respuesta, sería posible que el Cerebro, que es sólo un robot al fin
y al cabo, se encontrase ante un dilema según el cual no podría ni contestar ni
negarse a hacerlo. Algo por el estilo puede haberle ocurrido a la máquina de la
Consolidated.
Hizo una pausa, pero el director
general insistió:
‑‑Siga, doctor
Lanning. Explíqueselo en la forma como me lo explicó a mí.
Lanning arqueó las cejas apretando
los labios, y miró hacia Susan Calvin, que levantó por primera vez la vista de
sus manos cruzadas en el regazo. Habló en voz baja y sin entonación.
‑‑La naturaleza de la
reacción robótica ante un dilema es impresionante ‑comenzó‑. La
psicología del robot está muy lejos de ser perfecta, como especialista puedo
asegurárselo, pero puede ser discutida en términos cualitativos, porque a pesar
de todas las complicaciones introducidas en el cerebro positrónico de un robot,
está construido por los humanos, y por lo tanto, conformado de acuerdo con los
valores humanos. Ahora bien, un humano enfrentado con una imposibilidad,
responde frecuentemente con una retirada de la realidad; penetra en un mundo de
engaño, entregándose a la bebida, llegando al histerismo, o tirándose de un
puente. Todo esto se reduce a lo mismo, la negativa o la incapacidad de
enfrentarse serenamente con la situación. Y lo mismo ocurre con los robots. Un
dilema, en el mejor de los casos, creará un desorden en sus conexiones; y en el
peor abrasará su cerebro positrónico sin reparación posible
‑‑Comprendo ‑dijo
Robertson, que no había comprendido nada‑. ¿Y qué me dice de esta
información que nos pide Consolidated?
‑‑Encierra
indudablemente un problema de un género prohibido ‑dijo Susan Calvin‑.
Pero el Cerebro difiere considerablemente del robot de la Consolidated.
‑‑Eso es cierto,
doctora, es cierto ‑interrumpió el director general con energía‑.
Quiero que sepa bien esto, porque es el punto esencial de la situación.
Los ojos de Susan relucían detrás
de sus lentes y continuó pacientemente:
‑‑Estas máquinas de la
Consolidated, comprende, su Superpensador entre ellas, están construidas sin
personalidad. Se rigen por un funcionarismo, obligatoriamente; sin las patentes
básicas de la U.S. Robots para los senderos emocionales del cerebro. Su
Pensador es una mera máquina calculadora en gran escala y un dilema la aniquila
instantáneamente. Sin embargo, el Cerebro, nuestra máquina, tiene una
personalidad, una personalidad de chiquillo. Es un cerebro supremamente
deductivo, pero se parece a un "idiot savant". En realidad, no
entiende lo que hace, se limita a hacerlo. Y porque es realmente un chiquillo,
es más reacio. "La vida no es tan seria", parece decir.
La doctora en psicología, hizo una
pausa y prosiguió:
‑‑He aquí lo que vamos
a hacer. Hemos dividido toda la información de la Consolidated en partes
lógicas. Vamos a introducir cada una de las partes en el Cerebro, separada y
cautelosamente. Cuando entre el "factor", el que crea el dilema, la
personalidad infantil del Cerebro vacilará. Su sentido enjuiciador no está
maduro. Se producirá un intervalo perceptible antes de que reconozca el dilema
como tal. Y durante este intervalo, rechazará automáticamente la unidad, antes
de los senderos cerebrales puedan ser puestos en movimiento y estropearlos.
La nuez de Robertson se
estremeció.
‑‑¿Está usted segura,
ahora?
‑‑La cosa no tiene
mucho sentido, lo admito ‑dijo Susan Calvin con disimulada impaciencia‑,
en lenguaje vulgar; pero no concibo que tenga la utilidad de presentarlo en
forma matemática. Le aseguro que es como le digo.
El director general saltó a la
brecha, con calor.
‑‑De manera que la
situación es ésta: Si aceptamos la proposición, podemos proceder de esta forma.
El Cerebro nos dirá cuál de las unidades es la que encierra el dilema. De donde
podremos calcular "por qué" existe el dilema. ¿No es esto, doctor
Bogert? Ya lo ve usted, doctora, y el doctor Bogert es el mejor matemático que
encontrará en parte alguna. Damos a la Consalidated la respuesta de "Sin
Solución", con el motivo que la justifica, y cobramos cien mil. Ellos se
quedarán con una máquina estropeada y nosotros con una entera. Dentro de un
años, dos quizá, tendremos una máquina curvo‑espacial, o un motor
hiperatómico, como lo llaman algunos. Llámela como quiera, será la cosa más
grande del mundo.
Robertson se echó a reír y tendió
la mano.
‑‑Veamos este
contrato. Voy a firmarlo.
Cuando Susan Calvin entró en la
bóveda del Cerebro, fantásticamente guardada, uno de los turnos de técnicos
acababa de preguntarle: "Si una gallina y media pone un huevo y medio en
un día y medio, ¿cuántos huevos pondrán nueve gallinas en nueve días?".
Y la máquina había contestado:
"Cincuenta y cuatro".
Y los técnicos se habían mirado
perplejos unos a otros.
La doctora Calvin tosió y se
produjo una súbita confusión de energías La doctora hizo un breve gesto y se
quedó sola con el Cerebro.
El Cerebro era un mero globo de
medio metro de diámetro ‑que contenía en su interior una atmósfera
totalmente acondicionada de helio, un volumen de espacio totalmente ausente de
vibraciones y libre de radiaciones‑ y dentro del cual había una inaudita
complejidad de senderos cerebrales positrónicos que formaban el Cerebro. El
resto de la habitación estaba atestada de dispositivos que eran los
intermediarios entre el Cerebro y el mundo exterior, su voz, sus brazos, sus
órganos sensoriales.
‑‑¿Cómo estás,
Cerebro? ‑preguntó suavemente la doctora Calvin.
La voz del Cerebro respondió
vibrante y con entusiasmo.
‑‑¡Muy bien, doctora
Calvin! Me vas a hacer alguna pregunta, llevas siempre un libro en la mano.
‑‑Bien, pues tienes
razón, pero todavía no ‑sonrió Susan‑. Pero es tan complicada que
te la vamos a dar por escrito. Pero más tarde. Me parece que voy a hablarte
primero.
‑‑Perfectamente, no me
importa hablar.
‑‑Escucha, Cerebro,
dentro de un momento, el doctor Bogert y el doctor Lanning estarán aquí con su
complicada pregunta. Te daremos muy poco cada vez y muy lentamente, porque
queremos que te andes con cuidado. Vamos a pedirte que saques algo en conjunto,
si te es posible, de la información, pero tengo que advertirte que la solución
puede comportar un cierto peligro para los seres humanos.
‑‑¡Cáspita! ‑exclamó
con voz ronca, seca, el Cerebro.
‑‑Ahora, mucho
cuidado. Cuando lleguemos a un punto que pueda significar peligro, incluso
quizá muerte, no te excites. Comprendes, Cerebro, en este caso, no nos
importa..., ni siquiera la muerte; nos tiene sin cuidado. De manera que cuando
llegues a este punto, te detienes, nos la devuelves y se acabó. ¿Comprendes?
‑‑¡Sí, sí, seguro!
Pero..., ¡cáspita, muerte de los humanos...! ¡Oh!
‑‑Y ahora, Cerebro,
oigo llegar al doctor Bogert y al doctor Lanning. Ellos te explicarán en qué
consiste el problema y empezaremos. Sé buen muchacho, ahora...
Lentamente las hojas fueron siendo
insertadas. Después de cada una se producía un intervalo de un curioso ruido,
como el ahogado cuchicheo que era el Cerebro en acción. Después venía un
silencio, que quería decir que estaba en disposición de recibir una nueva hoja.
Era cuestión de horas, durante las cuales el equivalente de unos doscientos
diecisiete gruesos volúmenes de física‑matemática fue tragado por el
Cerebro.
A medida que se iba procediendo a
la operación, todos fruncían el ceño. Lanning refunfuñaba ferozmente en voz
baja. Bogert, primero, se contempló pensativo las uñas y después empezó a
morderlas de una forma abstraída. Sólo cuando la última de las hojas del grueso
montón hubo desaparecido, Susan, con el rostro pálido, dijo:
‑‑Hay algo que no va.
Lanning hizo un supremo esfuerzo
por pronunciar unas palabras.
‑‑No puede ser.
Está..., muerto.
‑‑¿Cerebro?... ‑Susan
Calvin estaba temblando‑. ¿Me oyes, Cerebro?
‑‑¿Eh?... ‑respondió
la máquina, abstraída‑, ¿Qué quieres?
‑‑La solución.
‑‑¡Ah!... Puedo darla.
Os construiré la nave, con facilidad..., si me dais robots. Una linda nave.
Necesitaré dos meses, quizá.
‑‑¿No ha habido...
dificultad?
‑‑Fue largo de
calcular.
La doctora Calvin se echó a reír.
El color no había reaparecido en sus mejillas. Hizo signo a los demás de que se
marchasen.
‑‑No logro entenderlo ‑dijo,
una vez en su despacho‑. La información, tal como se ha dado, tiene que
envolver un dilema..., probablemente la muerte. Si algo se ha estropeado...
‑‑La máquina habla y
razona. No puede haber dilema.
‑‑¡Hay dilemas y
dilemas! ‑exclamó la doctora con calor‑. Hay diferentes formas de
evasión. Supongamos que el Cerebro se siente sólo débilmente captado; sólo lo
suficiente, digamos, para sufrir la ilusión de que puede resolver el problema,
cuando en realidad no puede. O supongamos que está oscilando en el borde mismo
de algo realmente malo, de manera que el menor empuje lo hace pasar más allá.
‑‑Supongamos ‑dijo
Lanning‑ que no hay dilema. Supongamos que la máquina de la Consolidated
se rompió a causa de otra pregunta, o por razones puramente mecánicas.
‑‑Pero aun así ‑insistió
Susan Calvin‑ no podemos correr el riesgo. Oigan, a partir de ahora nadie
debe ni respirar delante del Cerebro. Me hago cargo del asunto.
‑‑Muy bien ‑suspiró
Lanning‑, hágase cargo, pues. Y entretanto, dejaremos que el Cerebro nos
construya la nave. Y si nos la construye, tendremos que probarla. Para esto
necesitaremos nuestros mejores hombres ‑añadió pensativo.
Michael Donovan se alisó la
encrespada cabellera pelirroja con un violento ademán, y la total infiferencia
a que en el acto volviese a erizarse.
‑‑Llama el turno ya,
Greg ‑dijo‑. Dicen que la nave está terminada. No saben lo que es,
pero está terminada. Vamos, Greg. Vamos a tomar el mando.
‑‑Espera, Mike ‑dijo
Powell, cansado‑. La confinada atmósfera que respiramos no es adecuada
para tu entusiasmo y buen humor.
‑‑Escucha ‑dijo
Donovan. dándole otro tirón a su cabello‑. No me preocupa el genio éste
de hierro ni su linda nave de hojalata. ¡Son mis vacaciones perdidas! ¡Y la
monotonía! Aquí no hay más que bigotes y cifras..., una fea especie de cifras.
¡Oh, por qué tienen que darnos siempre estas misiones!
‑‑Porque ‑respondió
Powell amablemente ‑por lo visto les convenimos. ¡O.K., descansa! Viene
el doctor Lanning.
Lanning se acercaba con sus
siempre pobladas cejas grises y lleno de vida a pesar de su edad. Subió
silenciosamente la rampa con sus dos compañeros y salieron al campo abierto
adonde, sin obedecer a ningún ser humano, silencios robots estaban construyendo
una nave. Mejor dicho: ¡Habían construido una nave! Porque Lanning dijo:
‑‑Los robots se han
parado. Ninguno se ha movido hoy.
‑‑¿Está lista,
entonces? ?Definitivamente? ‑preguntó Powell.
‑‑¿Cómo puedo decirlo?
‑dijo Lanning, frunciendo el ceño‑. Parece lista. No se ven piezas
sueltas por ninguna parte y el interior tiene un brillo de cosa acabada.
‑‑¿Ha estado usted
dentro?
‑‑Entrar y salir. No
soy piloto del espacio ¿Entiende alguno de ustedes algo en teoría de motores?
Donovan miró a Powell y Powell
miró a Donovan.
‑‑Tengo mi licencia,
doctor, pero en mis últimos textos no hay nada referencia a hipermotores ni curvonavegación.
Sólo el corriente juego de niños de las tres dimensiones.
Alfred Lanning levantó la mirada
con un gesto de neta reprobación y soltó un ronquido con su larga nariz.
‑‑Bien, mandaremos
nuestros ingenieros ‑dijo en tono helado.
Powell lo agarró por el codo al
ver que se disponía a marcharse.
‑‑Oiga, doctor, ¿es la
nave un campo prohibido?
‑‑Supongo que no ‑respondió
Lanning después de haber vacilado rascándose la nariz‑. Para ustedes dos,
en todo caso.
Donovan murmuró una frase expresiva
a su espalda al verlo marchar y se volvió hacia Powell.
‑‑Me gustaría darle
una descripción literaria de él mismo, Greg.
‑‑Ven conmigo, Mike.
El interior de la nave estaba
terminado, tan terminado como una nave pudo jamás estarlo; podía afirmase con
sólo pestañear dos veces. Ningún obrero especializado hubiera podido dar más
brillo del que habían dado los robots. Las paredes tenían un acabado de
reluciente plata que no conservaba las impresiones digitales.
No había ángulos; paredes, suelo y
techos se fundían unos con otros en delicadas curvas, y el resplandor metálico
de la luz indirecta daba seis frías imágenes de los asombrados visitantes.
El corredor principal era un
estrecho túnel cuyo suelo resonaba bajo las pisadas y en que había una serie de
habitaciones imposibles de distinguir unas de otras.
‑‑Supongo que los
muebles deben de estar empotrados en las paredes ‑dijo Powell‑. O
quizá no tenemos que sentarnos ni dormir.
En la última habitación, cerca de
la proa de la nave, se quebraba la monotonía. Una ventana curva, sin reflejos,
era lo primero que rompía la monotonía metálica y bajo ella había una sola
esfera de grandes dimensiones con una única aguja inmóvil que marcaba el cero.
‑‑¡Mira esto! ‑dijo
Donovan señalando la única palabra escrita en una escala minuciosamente
marcada. La palabra era "parsecs", y la diminuta cifra del extremo de
la escala graduada era "1.000.000*. Había dos sillas; pesadas, bastas, sin
acolchar Powell se sentó en una de ellas y la encontró cómoda, sus curvas se
amoldaban a las formas de su cuerpo.
‑‑¿Qué te parece todo
esto? ‑preguntó Powell.
‑‑¡Por mi dinero! Creo
que el Cerebro tiene fiebre cerebral. ¡Vámonos!
‑‑¿No quieres dar un
vistazo a todo esto?
‑‑He dado ya un
vistazo a todo eso He venido y he visto. ¡Estoy harto! Greg, salgamos de aquí ‑añadió
con el pelo rojo erizado‑. He abandonado mi trabajo hace cinco minutos y
esto es una zona prohibida.
Powell sonrió de una forma untuosa
y satisfecha y se alisó el bigote.
‑‑Bien, Mike, cierra
la válvula de adrenalina que estás vertiendo en tu sangre. Estaba preocupado
también, pero nada más.
‑‑¿Nada más, eh? ¿Cómo
es eso, nada más? ¿Aumentando tu seguro?
‑‑Mike, esta nave no
puede despegar.
‑‑¿Cómo lo sabes?
‑‑¿Hemos recorrido
toda la nave, no?
‑‑Así parece.
‑‑Puedes creerlo bajo
mi palabra ¿Has visto una sola cámara de pilotaje a excepción de este ventanal
y una esfera calculada en parsecs? ¿Has visto algún mando?
‑‑No.
‑‑¿Has visto algún
motor?
‑‑¡Por Júpiter, no!
‑‑Bien, entonces...
Vamos a darle la noticia a Lanning, Mike.
Recorrieron a toda velocidad los
uniformes corredores para chocar finalmente con el estrecho paso que daba a la
compuerta neumática.
Donovan se puso rígido.
‑‑¿Has cerrado tú eso,
Greg?
‑‑No lo he tocado para
nada. Levanta la palanca quieres...
Pero a pesar de los agotadores
esfuerzos de Mike, la palanca no se movió.
‑‑No he visto ninguna
salida de urgencia ‑dijo Powell‑. Si ocurre ago, nos van a tener
que sacar fundidos.
‑‑Sí, y vamos a tener
que esperar a que se den cuenta de que algún loco nos ha encerrado aquí dentro ‑añadió
Donovan frenético.
‑‑Volvamos a la
ventana. Es el único sitio desde el cual podemos llamar la atención.
Pero no fue así.
En la última habitación, la
ventana no era ya azul y llena de cielo. Era negra, y unas puntas de aguja
amarillentas en forma de estrella decían: "Espacio".
Se produjo un fuerte golpe sordo,
doble, y dos cuerpos se desplomaron en dos sillas.
Alfred Lanning encontró a Susan
Calvin en la puerta de la oficina. Encendió nerviosamente un cigarro y le hizo
seña de entrar.
‑‑Bien, Susan ‑dijo‑,
hemos llegado bastante lejos y Robertson se está poniendo nervioso. ¿Qué va
usted a hacer con el Cerebro?
Susan Calvin abrió los brazos,
extendiendo las manos.
‑‑No sirve de nada
ponerse impacientes. El Cerebro tiene mayor valor que todo lo que podamos
obtener con este trato.
‑‑Pero lleva usted dos
meses interrogándolo.
‑‑¿Preferiría usted
llevar este asunto personalmente? ‑preguntó la doctora en tono llano,
pero ligeramente amenazador.
‑‑Ya sabe usted lo que
quiero decir...
‑‑¡Oh, supongo que sí!
‑respondió ella, frotándose las manos nerviosas‑ La cosa es fácil,
he estado probando y tanteando y no he llegado todavía a ninguna parte. Sus
reacciones no son normales. Sus respuestas son, en cierto modo..., extrañas.
Pero nada en que poner el dedo. Y, comprenda usted, hasta que sepamos qué es lo
que pasa, debemos andar de puntillas. Me es imposible decir qué pregunta u
observación conseguir ... darle el empujón y... si entonces tendremos entre
nuestras manos un Cerebro completamente inútil. ¿Quiere usted correr este
riesgo?
‑‑No sé, no puede
quebrantar la Primera Ley.
‑‑Eso hubiera pensado,
pero...
‑‑¿No está siquiera
segura de esto? ‑preguntó Lanning escandalizado.
‑‑¡Oh, no puedo estar
segura de nada, Alfred!
Los timbres de alarma resonaron
con una aterradora prontitud. Lanning cortó la comunicación con un espasmo casi
paralizante. Las palabras salieron jadeantes y heladas de sus labios.
‑‑Susan..., ha oído
esto..., la nave ha partido. He mandado a aquellos físicos a su interior hace
media hora. Tendrá usted que consultar de nuevo con el Cerebro.
‑‑Cerebro ‑dijo
Susan Calvin con forzada calma‑, ¿qué le ha ocurrido a la nave?
‑‑¿La nave que he
construido, miss Susan?
‑‑Exacto. ¿Qué ha sido
de ella?
‑‑Nada. Los dos
hombres que tenían que hacer las pruebas estaban dentro y todo estaba
dispuesto. De manera que la lancé.
‑‑¡Oh, vaya, pues está
bien! ‑La doctora encontraba una cierta dificultad en respirar‑.
¿Crees que estarán bien? ‑‑Tan
bien como sea posible, miss Susan. He tomado todas las precauciones. Es una her‑mo‑sa
nave.
‑‑Sí, Cerebro es
hermosa, pero ¿crees que tendrán bastante comodidad? ¿Estarán confortablemente
alojados? ‑‑Mucha comida.
‑‑Esto puede haber
sido una gran impresión para ellos. Por lo inesperado, comprendes...
‑‑Estarán bien ‑dijo
el Cerebro, desechando la objección‑. Tiene que ser interesante para
ellos.
‑‑¿Interesante? ¿Cómo?
‑‑Sólo interesante.
‑‑Susan ‑dijo
Lanning con un susurro‑, pregúntele si podrían morir. Pregúntele qué
peligros corren.
La expresión de Susan Calvin se
contorsionó en un gesto de furia.
‑‑¡Cállese! ‑Con
voz turbada, se volvió hacia el Cerebro‑. ¿Podremos comunicar con la
nave, verdad, Cerebro? ‑‑Pueden
oírte, si los llamas por radio. Nos hemos preocupado de esto.
‑‑Gracias. Eso es
todo, por ahora
Una vez fuera, Lanning estalló con
rabia:
‑‑¡Por toda la
Galaxia, Susan, si esto se sabe estamos arruinados! Es necesario que hagamos
regresar a estos hombres. ¿Por qué no le ha preguntado si había peligro de
muerte..., directamente?
‑‑Porque esto es
precisamente lo que no puedo mencionar. Si existe un dilema, es de muerte.
Cualquier cosa que sea demasiado fuerte para él, pude aniquilarlo. ¿Estaremos
acaso mejor, entonces? Ahora, espere, dice que podemos comunicar con ellos.
Vamos a hacerlo, localicémoslos y hagámoslos regresar. Probablemente pueden
manejar los controles ellos mismos. El Cerebro sin duda los dirige desde lejos.
¡Venga!
Transcurrió bastante tiempo antes
de que Powell volviese en sí.
‑‑Mike ‑dijo con
los labios fríos‑, ¿sientes algunas aceleraciones?
‑‑¿Eh?... ‑preguntó
Donovan con mirada inexpresiva‑. No...
Los puños del pelirrojo se
cerraron, y levantándose con ímpetu de su sillón, se acercó a la ventana con
frenética energía. No se veía nada más que estrellas.
‑‑Greg ‑dijo,
volviéndose‑, deben de haber lanzado esta máquina mientras estábamos
dentro. Greg, todo esto estaba preparado; combinaron que el robot nos obligase
a ser pilotos de prueba para el caso en que pensásemos volvernos atrás.
‑‑¿Qué estás diciendo?
‑dijo Powell‑. ¿Qué utilidad tiene mandarnos al espacio si no
sabemos cómo se gobierna esta máquina? ¿Cómo creen que vamos a hacerla
regresar? No, esta nave arrancó por sí sola y sin ninguna aceleración aparente.
‑Se levantó y comenzó a caminar lentamente. Las paredes de metal
resonaban al compás de sus pasos.
Con una voz sin entonación,
añadió:
‑‑Mike, ésta es la
situación más confusa en que nos hemos encontrado jamás.
‑‑¡Qué cosa más nueva
para mí! ‑dijo Mike con amargura‑. Empezaba a pasarlo divinamente
cuando me lo has dicho.
Powell no le hizo caso.
‑‑Aceleración nula ‑dijo‑.
Lo cual indica que esta nave funciona bajo un principio diferente de todos los
conocidos.
‑‑Diferente de los que
nosotros conocemos, en todo caso..
‑‑Diferente de
"todos" los conocidos. No hay motores al alcance de la mano. Quizá
estén dentro de las paredes. Quizá por esto son tan gruesas.
‑‑¿Qué estás
refunfuñando? Estoy diciendo que, cualquiera que sea la energía que mueve esta
nave, no está destinada, evidentemente, a ser controlada a mano. Esta nave es
teledirigida.
‑‑¿Por el Cerebro?
‑‑¿Por qué no?
‑‑¿Entonces, crees que
seguiremos en el espacio hasta que el Cerebro decida hacernos regresar?
‑‑Es posible. Si es
así, esperemos tranquilamente. El Cerebro es un robot, está obligado a respetar
la Primera Ley. No puede dañar a un ser humano.
‑‑¿Esto crees? ‑dijo
Donovan sentándose lentamente y alisándose el cabello‑. Escucha, el
cuento del espacio curvo ha hecho cisco el robot de la Consolidated, y el
melenudo dijo que era debido a que el viaje interestelar mata a los seres
humanos. ¿En qué robot vas a confiar? El nuestro se basa en los mismos
principios, según tengo entendido.
Powell se tiraba desesperadamente
del bigote.
‑‑No finjas no
entender en robótica, Mike. Antes de que sea físicamente posible a un robot
hacer un solo intento de infrigir la Primera Ley, tienen que destrozarse tantas
cosas, que se produciría un montón de desperdicios diez veces mayor. Esto tiene
alguna explicación más sencilla.
‑‑¡Sí, seguro,
seguro!... Bien, hazme llamar por el mayordomo, mañana Todo esto es realmente
demasiado sencillo para que me preocupe antes de haber descabezado mi
sueñecito.
‑‑¡Pero, por Júpiter,
Mike! ¿De qué te quejas hasta ahora? El Cerebro vela por nosotros. Aquí tenemos
calor, tenemos luz, tenemos aire. No hay siquiera un soplo de más de
aceleración para erizarte el cabello, si, desde luego, fuese erizable, en
primer lugar.
‑‑¿Sí? Greg, tu debes
haber tomado lecciones. ¿Y qué comeremos? ¿Qué beberemos? ¿Dónde estamos? ¿Cómo
regresaremos? Y en caso de accidente, ¿con qué traje del espacio saldremos y
por dónde? No he visto siquiera un cuarto de baño ni aquellos pequeños
adminículos que suelen haber en los cuartos de baño. Desde luego, se ocupan de
nosotros, pero... !Escucha!
La voz que interrumpió la gran
tirada de Donovan no fue la de Powell No era de nadie. Estaba allí, flotando en
el aire, estentórea y petrificadora en sus efectos.
"!Gregory Powell¡ !Michael
Donovan¡ !Gregory Powell¡ !Michael Donovan¡ Comuniquen su actual posición. Si
la nave responde a los controles, rogamos regresen a la Base. !Gregory Powell¡
!Michael Donovan¡"
El mensaje se repetía,
mecánicamente, roto a intervalos regulares.
‑‑¿De dónde viene
esto¿ ‑preguntó Donovan.
‑‑No sé ‑dijo
Powell, con un susurro, impresionante‑. ¿De dónde viene la luz? ¿De dónde
viene todo?
‑‑¿Y cómo vamos a
contestar? ‑Tenían que hablar durante los intervalos del mensaje, que se
iba repitiendo.
Las paredes estaban desnudas, tan
desnudas como puede estar una superficie de metal no rota por nada.
‑‑Grita la respuesta ‑dijo
Powell Así lo hicieron. Gritaron, por turno, juntos.
‑‑!Posición
desconocida¡ !Nave fuera de contro¡ !Situación desesperada!
Sus voces resonaban estridentes.
Las breves y telegráficas frases quedaban deformadas por la intensidad de los
gritos, pero la fría voz que llamaba iba repitiendo incansablemente su mensaje.
‑‑No nos oyen ‑murmuró
Donovan‑.No hay estación transmisora, sólo receptora. ‑Su mirada
recorría al azar la superficie de las paredes.
La voz exterior fue disminuyendo
paulatinamente de intensidad y se calló. De nuevo ellos chillaron cuando no era
más que un susurro y de nuevo volvieron a gritar cuando reinó el silencio. Cosa
de unos quince minutos después, Powell dijo, casi sin voz:
‑‑Vamos a recorrer la
nave otra vez. Debe de haber algo que comer en alguna parte. ‑Su tono no
delataba ninguna confianza; era casi el reconocimiento de su derrota.
Dividieron el corredor en dos
partes. Podían oírse uno a otro por el fuerte resonar de sus pasos, y volvían a
encontrarse en el corredor, donde se miraban mutuamente y seguían adelante
La exploración de Powell terminó
infructuosamente, y en aquel momento oyó la alegre voz de Donovan con la
sonoridad de un estruendo.
‑‑!Eh, Greg, la nave
tiene tuberías¡ ¿Cómo se nos ha escapado?
Después de cinco minutos de jugar
al escondite, encontró a Powell.
‑‑Pero sigue sin haber
cuarto de baño ‑dijo. De repente se calló en seco‑. !Comida¡ ‑jadeó.
La pared se había corrido, dejando
una abertura curva con dos estantes. El estante superior estaba lleno de latas
sin etiquetar de una asombrosa variedad de tamaños y formas. Las latas
esmaltadas del estante inferior eran uniformes y Donovan sintió una fría
corriente de aire en sus piernas. El estante inferior estaba refrigerado.
‑‑!Cómo... cómo...!
‑‑Esto no estaba así
antes ‑dijo Powell secamente‑. Esta parte de la pared se ha corrido
en cuanto entré por la puerta.
Estaba ya comiendo. La lata tenía
una cuchara dentro y pronto el aromático olor de habichuelas estofadas llenó la
habitación.
‑‑!Coge una lata,
Mike!
‑‑¿Qué minuta hay? ‑preguntó
Donovan, vacilando.
‑‑¿Cómo quieres que lo
sepa? ¿Le haces remilgos?
‑‑No, pero en las
naves no como más que habichuelas. Algo diferente gozaría de mi predilección.
Su mano acarició y eligió una
reluciente lata elíptica, cuya forma aplanada parecía insinuar la presencia de
salmón o una golosina similar. Se abrió bajo una presión adecuada.
‑‑!Habichuelas¡ ‑gritó
Donovan, cogiendo otra, pero Powell le tiró de los pantalones.
‑‑Es mejor que comas
esto, muchacho. Las existencias son limitadas y podemos tener que estar aquí
mucho tiempo.
‑‑¿Pero es que aquí no
hay más que habichuelas? ‑dijo toscamente Donovan, echándose atrás.
‑‑Es posible.
‑‑¿Qué hay en el otro
estante?
‑‑leche.
‑‑¿Sólo leche? ‑gritó
Donovan, indignado.
‑‑Así parece.
La comida de habichuelas y leche
transcurrió en un absoluto silencio y al marcharse, la fracción de pared se
colocó automáticamente en su sitio, dejando la superficie completamente lisa.
‑‑Todo es automático ‑dijo
Powell, suspirando‑. Todo igual. Jamás me he sentido más abandonado en mi
vida.
Quince minutos más tarde estaban
de nuevo en la sala de la ventana mirándose uno a otro desde dos sillones
opuestos. Powell miró melancólicamente la única esfera de la sala. Seguía
marcando "parsecs", la cifra seguía terminando en 1.000.000 y la
aguja indicadora estaba todavía en el cero.
En su despacho interior de las
oficinas de la U.S. Robots / Mechanical Men Corp. Alfred Lanning, en tono
agotado, está diciendo:
‑‑No contestan. Hemos
probado todas las longitudes de onda, pública, privada, clave, directa, incluso
este truco del subéter que hay ahora. !Y el Cerebro sigue sin querer decir
nada¡ ‑le espetó a Susan Calvin.
‑‑No quiere extenderse
sobre la materia, Alfred. Dice que no pueden oírnos... y cuando trato de
apretarlo se pone de mal humor. Y no debería ser... ¿Quién ha oído hablar jamás
de un robot malhumorado?
‑‑¿Por qué no nos dice
usted lo que sabe, Susan? ‑dijo Bogert.
‑‑Aquí va. Admite que
controla la nave enteramente. Es positivamente optimista en cuanto a su
seguridad, pero sin detalle. No me atrevo a apretarle las tuercas. Sin embargo,
el centro de la perturbación reside, al parecer, en el mismo salto
interestelar. El Cerebro se echó a reír cuando toqué este punto. Hay otras
indicaciones, pero ésta es la más clara que ha aparecido como neta anormalidad.
Bogert pareció súbitamente
impresionado.
‑‑!El salto
interestelar!
‑‑¿Qué ocurre? ‑gritaron
a la vez Susan Calvin y Lanning.
‑‑Las cifras para el
motor que nos dio del Cerebro. !Oiga..., acabo de pensar en una cosa!
Y salió precipitadamente.
Lanning lo siguió con la mirada.
Volviéndose hacia Susan, dijo:
‑‑Tenga usted cuidado
con su final, Susan...
Dos horas después, Bogert estaba
hablando animadamente.
‑‑Le digo, Lanning,
que es esto. El salto interestelar no es instantáneo... mientras la velocidad
de la luz sea infinita. La vida no puede existir... la "materia" y la
"energía" no pueden existir como tales en el espacio curvo. No sé
cómo será ... pero es así. Esto es lo que mató al robot de la Consolidated.
Donovan estaba realmente tan
desesperado como parecía.
‑‑¿Sólo cinco días?
Miraba a su alrededor,
desalentado. Las estrellas de la ventana eran conocidas, pero infinitamente
indiferentes. Las paredes eran frías al tacto; las luces, que habían vuelto a
encenderse recientemente, eran de una brillantez insoportable; la aguja de la esfera
marcaba obstinadamente cero; y Donovan no podía liberarse del gusto a
habichuelas.
‑‑Necesito un baño ‑dijo
tristemente.
Powell levantó la vista un
instante y respondió:
‑‑Yo también. No
tienes por qué ser tan egoista. Pero a menos que quieras bañarte en leche y
pasarte de beber...
‑‑Tendremos que
pasarnos de beber un momento u otro, Greg. ¿Dónde terminará este viaje
interestelar?
‑‑Ya me lo dirás. En
todo caso, vamos allá. O por lo menos el polvo de nuestros esqueletos, pero...
¿no es nuestra muerte el punto esencial del colapso original del Cerebro?
‑‑Greg ‑respondió
Donovan, dándole la espalda‑, he estado pensando. La cosa está mal. No
hay gran cosa que hacer, fuera de rondar por ahí o hablar contigo. Ya conoces
estas historias de tipos que andan rondando eternamente por el espacio. Se
vuelven locos mucho antes de sucumbir al hambre. No sé, Greg, pero desde que
las luces han vuelto a encenderse, me siento extraño.
Hubo un silencio hasta que Powell
dijo, con voz muy débil:
‑‑Yo también. ¿Qué
sientes?
‑‑Una cosa extraña
dentro ‑dijo el pelirrojo‑. Como una especie de tensión interior.
Me es difícil respirar. No puedo estarme quieto.
‑‑!Hum¡... ¿Sientes
alguna vibración?
‑‑¿Que quieres decir?
‑‑Siéntate un minuto y
escucha. No lo oyes, pero, ¿no sientes... como si algo latiese en alguna parte
e hiciese latir toda la nave, y a ti con ella? Escucha...
‑‑Sí..., sí... ¿Qué
crees que es, Greg? ¿No crees que somos nosotros?
‑‑Es posible ‑respondió
Powell, acariciándose lentamente el bigote‑. Pero pueden ser los motores
de la nave. Puede estar preparándose.
‑‑¿Para qué?
‑‑Para el salto
interestelar. Puede estar próximo y sólo el diablo sabe cómo es.
Donovan se quedó un momento
pensativo. Después, con rabia, dijo:
‑‑Si es así,
dejémoslo. Pero quisiera poder luchar. Es humillante tener que esperar de esta
forma.
Una hora después, Powell miró su
mano, que había apoyado sobre el brazo metálico de su silla y con una clama
absoluta, dijo:
‑‑Toca la pared, Mike.
‑‑No la siento vibrar,
Greg ‑dijo Donovan, después de haber obedecido.
Incluso las estrellas parecían
borrosas. De algún lugar llegaba la vaga impresión de alguna poderosa máquina
que iba cobrando energía entre las paredes, acumulando fuerzas para un prodigioso
salto, ascendiendo la escala de la fuerza y el poder.
Ocurrió con la rapidez de un
pinchazo de dolor. Powell se puso rígido y casi se cayó de la silla. Vio a
Donovan y se desvaneció la visión, mientras el leve grito de Donovan penetraba
y moría en sus oídos. Algo vibró vertiginosamente en él y luchó contra una
creciente capa de hielo que iba espesándose.
Algo flotó suelto y formó un
remolino de luces y dolor. Y cayó...
... y se retorció.
... Y cayó de bruces.
... En silencio.
¡Estaba muerto!
Era un mundo sin movimiento ni
sensaciones. Un mundo de una vaga consciencia sin sentidos; una consciencia de
oscuridad y de silencio y de lucha sin forma.
Más que nada, consciencia de
eternidad.
Era un tenue destello del
"yo"...
frío y atemorizado.
Entonces vinieron las palabras,
melosas y sonoras, resonando encima de él en una espuma de sonidos.
‑‑¿Te ajustaba tu
ataúd de una manera diferente antes? ?Por qué no pruebas los féretros
extensibles de Mr. Cadáver? Están científicamente construidos con Vitamina B1.
!Usad los féretros Cadáver por su comodidad¡ Recordad que vais‑a‑estar‑muertos‑mucho‑mucho‑tiempo...
No era exactamente un sonido, pero
fuese lo que fuere, se desvaneció en una especie de zumbido aceitoso...
El blanco destello que podía haber
sido Powell se agitaba inútilmente en las infinitas extensiones del tiempo que
existían por todo su alrededor, y caían sobre él mientras el agudo grito de
cien millones de fantasmas con cien millones de voces de soprano se elevaban en
el crescendo de una melodía...
‑‑Me alegraré cuando
hayas muerto, tú granuja, tú...
‑‑Me alegraré cuando
hayas muerto, tú, granuja. tú...
‑‑Me alegraré...
Se elevó la espiral de un violento
sonido en los estridentes supersónicos que pasaban, y más allá...
El blanco destello se estremecía
con un latido. Iba aumentando lentamente...
Las voces eran normales... y
muchas. Era una muchedumbre que hablaba; una multitud que se agitaba y pasaba
por su lado rápidamente, dejando rastros de palabras detrás de ellos...
El blanco destello que era Powell serpentaeaba hacia atrás delante
del sonido que iba creciendo, y sintió el agudo pinchazo de un dedo que lo
señalaba. Todo estalló en un arco iris de sonidos que cayó goteando sus fragmentos
en un dolorido cerebro.
Powell estaba de nuevo en su
silla. Sintió que temblaba.
Los ojos de Donovan se iban
convirtiendo en dos grandes bolas de un azul turbio.
‑‑Greg... ‑susurró.
Su voz era casi un gemido‑. ¿Estabas muerto?
‑‑Me sentía... muerto.
‑No reconoció su propia voz.
Donovan estaba haciendo una vana
tentativa de mantenerse de pie.
‑‑¿Estás vivo, ahora?
¿O hay algo más?
‑‑Me siento vivo... ‑Siempre
la misma voz ronca‑. ¿Has oído algo cuando... estaba muerto? ‑preguntó
cautelosamente.
Donovan hizo una pausa y después,
muy despacio, bajó la cabeza.
‑‑¿Y tú?
‑‑Sí. Algo de
ataúdes..., y mujeres que cantaban... ¿Y tú?
‑‑Sólo una voz ‑dijo
Donovan, moviendo la cabeza.
‑‑¿Fuerte?
‑‑No; suave, pero
rasposa como una lima de uñas. Era como un sermón. Algo del fuego del infierno,
torturas..., en fin, ya sabes. Una vez oí un sermón como éste..., casi.
Estaba sudando.
Vieron la luz del sol a través de
la ventana. Era débil, pero de un blanco azulado, y aquel guisante que era la
lejana fuente de la luz no era el Viejo Sol.
Y Powell señaló con su dedo
tembloroso la esfera única. La aguja, inmóvil y rígida, marcaba 300.000
"parsec".
‑‑Mike, si esto es
verdad ‑dijo Powell‑ tenemos que estar fuera de la Galaxia.
‑‑!Cáspita, Greg¡
!Seremos los primeros en salir del Sistema Solar!
‑‑Sí, ésta es la cosa.
Hemos huido del sol. Hemos huido de la Galaxia. Mike, esta nave es la solución.
Significa ser libre de toda la humanidad..., libre de recorrer todas las
estrellas que existen..., millones, billones y trillones de ellas...
Pero entonces asestó el golpe
fuerte.
‑‑¿Pero, cómo
regresamos, Mike?
‑‑!Oh, no te
preocupes¡ ‑respondió Donovan sonriendo‑. La nave nos ha traído
aquí. La nave nos volverá. A por más habichuelas.
‑‑Pero, Mike..., espera,
Mike... si nos vuelve atrás de la forma como nos ha traído aquí...
Donovan se detuvo a medio camino y
se desplomó en su sillón.
‑‑Tendremos que...
morir de nuevo, Mike ‑terminó.
‑‑En fin ‑suspiró
Donovan‑, si tenemos que morir, moriremos. Por lo menos no es
permanente... no "muy" permanente.
Susan Calvin hablaba en voz baja.
Durante seis horas había estado hostigando al Cerebro..., seis horas
infructuosas. Estaba cansada de repeticiones, cansada de circunloquios, cansada
de todo.
‑‑Bien, Cerebro, sólo
una cosa más. Tienes que hacer un esfuerzo para contestar, simplemente. ¿Has
sido enteramente claro acerca del salto interestelar? Quiero decir, ¿los lleva
eso muy lejos?
‑‑Tan lejos como
quiera ir, miss Susan. En la curvatura no hay truco
‑‑Y en el otro lado,
¿qué verán?
‑‑Estrellas y astros.
¿Qué supones?
La siguiente pregunta se le escapó
‑‑¿Estarán vivos,
entonces?
‑‑!Seguro!
‑‑¿Y el salto
interestelar no los dañará?
Quedó helada al ver que el Cerebro
permaneció silencioso. !Era esto! Había tocado el punto sensible.
‑‑Cerebro ‑suplicó‑.
Cerebro, ¿me oyes?
La respuesta fue débil, vacilante.
El Cerebro dijo:
‑‑¿Tengo que
responder? ¿Sobre el salto, me refiero?
‑‑Si no quieres, no.
Pero sería interesante..., si quieres, desde luego. ‑Trataba de hablar
animadamente.
‑‑Brrr... Lo has
estropeado todo.
Y la doctora se levantó de un
salto, con el rostro incendiado interiormente.
‑‑!Oh, Dios mío!... ‑jadeó‑.
!Ah...!
Y sintió la tensión de horas y
días estallar de repente. Más tarde le dijo a Lanning:
‑‑Le digo que toda va
bien. No, debe usted dejarme sola, ahora. La nave regresará intacta, con los
hombres dentro y yo necesitó descansar. !Quiero descansar¡ Ahora márchese.
La nave regresó a la Tierra tan
silenciosa y matemáticamente como había salido. Cayó precisamente en el mismo
sitio y la compuerta se abrió.
Los dos hombres que salieron de ella avanzaron cautelosamente,
acariciándose sus rasposas barbillas.
Y entonces, lenta y
deliberadamente, el que tenía el pelo rojo se arrodilló y depositó sobre el
hormigón de la pista un sonora beso.
Apartaron con ademanes a la
muchedumbre que se había reunido y rehusaron los solícitos cuidados de dos
hombres que avanzaban con una camilla que acababan de sacar de una ambulancia.
‑‑¿Dónde está la ducha
más próxima? ‑preguntó Powell.
Los acompañaron a ella. Más tarde
se encontraron todos reunidos alrededor de una mesa donde había los mejores
cerebros de la U.S. Robots / Mechanical Men Corp.
Lenta y adecuadamente, Powell y
Donovan terminaron su gráfico y sensacional relato.
Susan Calvin rompió el silencio
que siguió. Durante los pocos días transcurridos, había recuperado su helada y
en cierto modo ácida calma, pero a través de la cual se filtraba todavía una
sombra de embarazo.
‑‑Estrictamente
hablando ‑dijo‑, fue culpa mía... todo. Cuando por primera vez
sometimos el problema al Cerebro como espero alguno de ustedes recordar , me
extendí ampliamente sobre la importancia de desechar cualquier fuente de
información susceptible de crear un dilema. Al hacerlo, dije algo por el estilo
de "No te excites por la cuestión de la muerte de seres humanos. No nos
importa en absoluto. Devuelve la hoja y basta".
‑‑!Humm! ‑dijo
Lanning‑. ¿Y que más?
‑‑Lo evidente. Cuando
sometió sus cálculos que comportaban la ecuación sobre la longitud del mínimo
intervalo para el salto interestelar..., ello significaba la muerte de seres
humanos. Aquí fue donde la máquina de la Consolidated quedó completamente
destrozada. Pero yo había quitado importancia a la muerte ante el Cerebro, no
enteramente, porque la Primera Ley no puede nunca ser infringida, pero sí lo
suficiente para que el Cerebro dirigiese una segunda mirada a la ecuación. Lo suficiente
para darle tiempo de darse cuenta de que una vez transcurrido el intervalo, los
hombres volverían a la vida, de la misma manera que la materia y la energía de
la nave volverían a su existencia. Esta llamada "muerte", en otras
palabras, sería un fenómeno, estrictamente temporal. ¿Comprenden? ‑terminó
mirando a su alrededor.
Todos escuchaban atentamente.
Susan prosguió:
‑‑Aceptó, pues, el
punto, pero no sin un cierto chirrido. Incluso con la muerte temporal y
disminuida su importancia, tuvo suficiente para desequilibrarlo
considerablemente. Adoptó un actitud humorística ‑prosiguió con más calma‑;
es una especie de evasión, comprenden, un método de evadirse parcialmente de la
realidad. Empezó a bromear.
Powell y Donovan se habían puesto
en pie.
‑‑¿Cómo?
Donovan estaba mucho más acalorado
‑‑Así ‑dijo
Susan‑. Se ocupó de ustedes y los mantuvo a salvo, pero no podían manejar
los controles porque sólo los podía manejar él, el humorista Cerebro. Podíamos
comunicar por radio, pero no podían ustedes contestar. Tenían mucha comida,
pero sólo habichuelas y leche. Entonces murieron, por decirlo así, pero
volvieron a vivir, y el período de su vida fue..., interesante. Me gustaría
saber cómo lo hizo. Eran las bromitas del Cerebro, pero no quería hacer daño.
‑‑!No quería hacer
daño¡ ‑gritó Donovan‑. !Ah, si el monigote ése tuviese tan sólo un
cuello...!
‑‑Bien, bien, ha sido
un lío ‑dijo Lanning levantando una mano apaciguadora‑, pero todo
ha terminado. ¿Y ahora, qué?
‑‑Pues ‑dijo
Bogert tranquilamente‑, es obvio que nos corresponde mejorar la nave del
espacio curvo. Debe haber alguna manera de solucionar el intervalo de salto. Si
lo hay, somos la única organización que dispone del super‑robot en gran
escala, de manera que si lo hay tenemos que encontrarlo Y entonces... U.S.
Robots tiene el viaje interestelar, y la Humanidad tiene la oportunidad del
imperio galáctico.
‑‑¿Y la Consolidated¿ ‑preguntó
Lanning.
‑‑!Eh¡ ‑interrumpió
súbitamente Donovan‑. Quiero hacer una sugerencia, aquí. Han metido la
U.S. Robot en un brete, como ellos esperaban, y todo ha acabado bien, pero sus
intenciones no eran piadosas. Y Greg y yo soportamos la mayor parte de él.
‑‑Bien, querían una
respuesta y ya la tienen. Mandémosles esta nave, garantizada, y la U.S. Robots
puede cobrar los doscientos mil, más los gastos de construcción. Y si la
prueban... dejemos que el Cerebro se divierta un poco más antes de volverla a
la normalidad.
‑‑Me parece sumamente
indicado ‑dijo Lanning, muy grave.
A lo cual
Bogert añadió, distraídamente:
‑‑Y estrictamente de acuerdo con el contrato, además.